11-11-24. El régimen de Partido Único del capitalismo estadounidense (2)

Desde el año 2000 el período con más deportaciones de inmigrantes en Estados Unidos fue durante la primera administración del demócrata Barack Obama. Entre 2009 y 2013, los números alcanzaron un promedio anual de unas 400,000 deportaciones, impulsadas en gran parte por una combinación de esfuerzos de seguridad fronteriza y el programa “Comunidades Seguras”, que intensificaba la cooperación entre agencias locales y federales para deportar inmigrantes. En comparación, durante el primer gobierno de Donald Trump las deportaciones presentaron niveles más bajos, con un promedio de alrededor de 250,000 deportaciones anuales, ya que se priorizó reforzar la frontera en vez de expulsar gente que ya estaba dentro del país. Igual de malo, pero veámoslo así: uno de los argumentos que más esgrimen los liberales e izquierdistas compatibles en favor del “mal menor que supuestamente representarían los demócratas, es que el “fascismo” de Trump va a perjudicar a los inmigrantes. La idea implicita es que como los demócratas no son fascistas, bajo su gobierno los inmigrantes (y las mujeres, y los negros, etc.), estarían más protegidos de la represión y el acoso. Quienes argumentan esto no necesitan referirse a la realidad, ni mostrar cifras, ni realizar el más mínimo razonamiento politico: les basta con repetir como loros una “intuición”, una “sensación” básica de que las cosas son como ellos creen que son. Con eso esperan convencer a los votantes, y cuando no les convencen, reaccionan vomitando enfurecidos toda la aporofobia, el racismo y el fascismo que estaba dentro de ellos desde el principio. En eso, los “progresistas” de Estados Unidos y de Chile son iguales.


9-11-24. El régimen de Partido Único del capitalismo estadounidense (1)

En el mundo real, el Partido Demócrata designó a Kamala Harris como candidata presidencial no para que derrotara a Donald Trump, sino para que derrotara a las terceras opciones. Las terceras opciones son los candidatos que no representan ni a los demócratas ni a los republicanos. El martes pasado se presentaron seis, tres de ellos de izquierda, y entre todos sumaron el 1,5% de los votos. Fue para asegurar este resultado que los demócratas pusieron a Harris como candidata, no para que le ganara a Trump. Esto no es una idea especulativa, es una realidad admitida abiertamente por políticos como Adam Smith, representante republicano de Kansas que hace poco reconoció que en 2020 Joe Biden había ido a las elecciones no para derrotar a Trump, sino para derrotar a Bernie Sanders. En el mundo real, esto significa que en Estados Unidos rige un sistema de partido único, cuyas dos fracciones rivales se presentan en público como si fueran dos partidos opuestos, logrando así persuadir a la masa votante para que elija a uno u otro, alternativamente. La oposición entre Biden y Trump, o entre Harris y Trump, es una refriega táctica sin verdadera importancia, porque el objetivo estratégico que realmente importa es que el Partido Único formado por demócratas y republicanos siga gobernando sin contrapeso. Hay dos razones para subrayar que así es como funciona el mundo real. La primera es que mucha gente se imagina que con el triunfo de Trump los Estados Unidos han dado un paso más hacia el fascismo, sin entender que ya han estado toda su vida bajo un tipo de dictadura increiblemente estable y eficaz. La segunda razón es que sólo en la fantasía esto es un rasgo peculiar de los Estados Unidos; todas las democracias capitalistas son diferentes versiones de la misma dictadura de clase.


25-10-24. La solitaria y desesperada lucha de los estudiantes de secundaria en Chile

En todas las revoluciones proletarias han peleado niños. Hubo brigadas de niños combatientes en la Comuna de París, y nadie impidió a los niños tomar las armas en defensa de la República rusa de los Soviets. Hubo niños fabricando y lanzando cócteles molotov en la resistencia de los territorios ocupados por el Tercer Reich. Fueron niños quienes hicieron posible el contrabando de armas que permitió la insurrección del ghetto de Varsovia. Los niños tuvieron un papel importante en los combates de la Guerra Patriótica del pueblo soviético contra el invasor nazi, y en todas las guerras de liberación nacional los niños combatientes marcaron diferencias decisivas en los momentos cruciales de la lucha.

Así que no, no hay nada intrínsecamente cuestionable en que los niños asuman un papel activo en la lucha contra los opresores, empleando la violencia si es necesario.

Pero en ninguno de esos episodios los niños actuaron en reemplazo de unos adultos que hubieran desertado del combate. Eso hubiera sido visto como una depravación. No. Si unos niños tomaban las armas, era para entrar en un campo de batalla cuyos contornos y posibilidades ya estaban definidos por las decisiones de quienes tenían experiencia suficiente como para establecer el equilibrio preciso entre táctica y estrategia, sin el cual es imposible librar ninguna guerra. Los adultos sabían esto. Los niños sabían esto. Adultos y niños no luchaban entre si para subvertir los roles que les concernían según sus niveles de conocimiento y experiencia.

El horror trágico de nuestro tiempo se manifiesta, entre tantas otras cosas, en el hecho de que los niños combatientes están luchando solos. Abandonados por quienes se suponía que debían darles ejemplo de dignidad y valentía. Obligados a reemplazar a quienes se suponía que debían dirigir el combate. Arrojados a su suerte en un campo de batalla para el que sólo pueden imaginar los métodos más rudimentarios, imposibilitados de darles un uso estratégico porque no hay adultos que asuman la responsabilidad de crear esas estrategias y de integrarlos fértilmente en ellas.

Y esos adultos, esos desertores, ¿dónde están? Una de dos: o han vendido por poco precio su responsabilidad política a cambio de una adultez fraudulenta entendida como acceso al consumo; o se han petrificado en una infancia sin fin, eternos inocentes justificados por un arsenal de teorías posmodernas según las cuales la diferencia entre infancia y adultez sería algo demasiado represivo, y el ejercicio de las responsabilidades que entraña la experiencia acumulada sería una condenable forma de “autoritarismo adultocéntrico”.

Esa obsesión por no salir nunca de la infancia, que equivale a abandonar a su suerte a los niños proletarios desesperados ante el horror de una vida miserable, esa obsesión es lo que en definitiva emparenta a muchos anarquistas, socialdemócratas, cínicos posmodernos y neorreaccionarios. Unos celebran el “heroísmo” de esos niños que luchan desesperadamente solos, otros celebran la tragedia que les quita la vida: son dos caras de la misma moneda.

Lo que hoy entendemos por “infancia” es lo que resulta de recluir a mucha gente de corta edad en centros de adoctrinamiento para la esclavitud asalariada. A un lado se producen patrones, al otro se produce mercancía-fuerza de trabajo, eso es todo. Pero no hay utopía ni principio abstracto que valga para confrontar esto. Para lidiar con esto hay que lidiar con esto, tal como es. Así que cuando los niños proletarios luchan para recibir desayunos sin moho, tienen toda la razón. Tienen razón cuando exigen que las aulas no sean congeladores, que sus profesores no sean zombis castradores, que sus patios no sean vertederos. Tienen razón porque, aunque no lo sepan, están luchando para reducir la tasa de explotación, y lo están haciendo exactamente en el lugar que les tocó dentro del sistema de producción social del plusvalor.

En un sentido fundamental, esos niños están entendiendo la realidad mejor que muchos de los pretendidos adultos que se arrogan la autoridad de darles lecciones. Pero eso no les convierte en luchadores capacitados para conducir por sí solos el combate por reducir la tasa de explotación. La situación desesperada en la que se encuentran, y que tiene resultados espantosos como el de esta semana en el INBA, es fruto de un mundo adulto profundamente degenerado, donde los revolucionarios que intentan luchar para reducir la tasa de explotación son sistemáticamente ignorados y denostados por casi todo el mundo, a izquierda y derecha; y donde el enorme prestigio del gremio docente se basa nada menos que en su éxito en mantener a los niños ignorantes del significado de su lucha.

Por eso es difícil recordar cuándo fue la última vez que los profesores organizados hicieron un paro nacional exigiendo no sólo aumento de sueldo para ellos mismos, sino una real mejora en las condiciones materiales que sufren los niños bajo su tutela. ¿Cuándo fue la última vez que marcharon demandando alimentos saludables y limpios para los niños escolarizados? ¿Cuánto han arriesgado ellos de su aventajada posición salarial, mientras recelan de los niños que lo arriesgan todo por alguna mejora en sus condiciones de vida?

Es trágico y vergonzoso, pero esos mismos “adultos” luego condenan a los niños proletarios cuando éstos se ven obligados a adoptar métodos de guerrilla urbana para hacer valer su derecho a no ser tratados como animales de criadero. Métodos que ellos sólo pueden improvisar y aplicar erráticamente, sin plan general, sin estrategia que conduzca a victorias decisivas, precisamente porque son niños, y porque la única ‘educación política” que han recibido les dice que el “grupo de afinidad” es la máxima expresión de lucha social organizada, que toda estrategia equivale a autoritarismo, y que en definitiva el espontaneísmo inmediatista de la ‘revolución molecular” es lo máximo a lo que pueden aspirar. Ese socialnihilismo no lo inventaron ellos: viene de las facultades de educación y filosofía, del negocio editorial, del aparato intelectual burgués y del afinitarismo ácrata que vino a reemplazar a las escuelas de cuadros y a la intelectualidad revolucionaria de partido. Es trágico y vergonzoso, pero hoy muchos “adultos” ven ese socialnihilismo burgués como el ‘nec plus ultra” de su oposición al capitalismo.

Los niños del INBA horriblemente quemados no son las primeras víctimas de la capitulación. Y no serán las últimas, porque cada nueva generación de estudiantes seguirá conociendo el horror de las condiciones a las que se somete a los niños proletarios concebidos como mercancía-fuerza de trabajo, o sea como ganado. Una generación tras otra seguirá experimentando el horror de descubrir, en los días más brillantes de su despertar a la vida, cuán condenados están a una existencia sordida y miserable bajo los dictados de la producción de plusvalor. Y en medio de ese despertar al horror, descubrirán además que los “adultos” a su alrededor no tienen ningún interés en librarles de esa pesadilla. Al contrario: tal como hicieron algunos funcionarios del INBA el día de la explosión, esos “adultos” bloquearán las puertas para que no salgan a protestar, les negarán ayuda cuando les estén consumiendo las llamas, evitarán llevarles a tiempo a un centro de urgencias, y propagarán el chisme filisteo de que esos niños combatientes hacían muy mal en tomar la iniciativa y luchar por lo que les pertenece.

Los profesores que no han caído en esa depravación, y que sí corrieron a auxiliar a los niños quemados del INBA, hicieron muy bien, pero no deberían felicitarse antes de tiempo. Los niños del INBA estaban intentando sustituir a una vanguardia ausente. A unos “adultos” apolíticos, reacios a organizarse y luchar, escépticos de las posibilidades revolucionarias, cínicos y arribistas. Gente que dice querer lo mejor mientras hace lo peor. Gente que está a un paso de la depravación, pero que siempre puede rectificar el rumbo.


15-10-24. La sanción del genocidio como facultad discrecional

En Chile ninguna ley obliga explicitamente al poder ejecutivo a romper relaciones con un estado que viola el derecho internacional. La Constitución en su artículo 32, inciso 15, deja en manos del presidente esa decisión, sin imponer ningún criterio en caso de que un estado perpetre crímenes de guerra, genocidios o graves amenazas a la seguridad internacional. Esto significa que el ordenamiento jurídico chileno no obliga al Estado a proteger a la población del país frente a, por ejemplo, una amenaza de guerra regional o global, ni siquiera si tiene potencial nuclear. Parece que el supuesto aquí es que si una entidad como Israel provoca una guerra capaz de interrumpir los suministros globales de energía, o amenaza con desatar un armagedón nuclear, eso a nosotros no nos afectaría mucho. Tal cosa quizás se podía pensar en 1940, pero hoy no tiene el menor sentido. Ese descriterio hace que la decisión de salvaguardar la seguridad internacional y el respeto al derecho humanitario, y de paso proteger a la población chilena, quede al arbitrio personal del presidente y sus asesores. Una facultad discrecional que se parece más al poder de un estado monárquico que al de un estado republicano y democrático. Así que cuando las organizaciones pro-Palestina y de izquierda organizan marchas para exigirle a Boric que rompa relaciones diplomáticas con Israel, se están quedando cortos. Es comprensible la urgencia de presionar politicamente, pero no hay ninguna razón para quedarse ahí. Además hay que exigir que se modifique la ley. El Ejecutivo debería estar legalmente obligado a romper relaciones diplomáticas con cualquier estado que viole el derecho internacional, de la misma forma que el personal directivo de un establecimiento educacional está obligado a expulsar a un docente que fuera sorprendido abusando sexualmente de una alumna.


10-10-24. Colapso climático: una improvisada estrategia de negocios

A principios de los años 80 la industria petrolera hizo estudios que pronosticaron graves trastornos climáticos inminentes, debidos a la extracción y quema de combustibles fósiles. Esos informes fueron ocultados para evitar la alarma pública y la presión política contra la explotación fósil. Ese ocultamiento duró más de treinta años, hasta que ya fue imposible eludir las terribles advertencias del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático). Pero estas advertencias no han tenido casi ningún efecto en la politica económica de ningún estado. Las inversiones fósiles siguen aumentando cada año, y los eventos climáticos extremos se multiplican. A escala global estos eventos han costado hasta hoy 2.8 trillones de dólares, están costando 16 millones de dólares por hora, y para el año 2049 estarán costando 38 trillones de dólares anuales.

Nunca antes la clase capitalista había recibido tan buenas noticias: una destrucción de infraestructuras por trillones de dólares es una fuente ilimitada de nuevas inversiones de capital, es decir, de nuevos negocios lucrativos capaces de dejar ganancias colosales.

Antes la clase capitalista organizaba guerras catastróficas para relanzar periódicamente la acumulación en tiempos de crisis. Ya no necesita hacerlo: ha modificado el clima terrestre para crear un estado de caos permanente, en el que una destrucción continua haga necesaria una continua reinversión de capital.


2-10-24. Un episodio poco conocido del “fracaso del comunismo”

Hace 31 años, en el llamado Octubre Negro de 1993, el pueblo ruso salió a las calles para exigir la restauración de la URSS. Esto, luego de que Boris Yeltsin, un alcohólico que actuaba abiertamente como marioneta de los Estados Unidos y la OTAN, firmara el 21 de septiembre el Decreto 1.400, que daba por terminados el Congreso de los Diputados del Pueblo y el Soviet Supremo de Rusia. El Congreso rechazó el decreto y destituyó a Yeltsin de su puesto como presidente, por infringir la constitución. Sin embargo Yeltsin siguió al mando del poder ejecutivo.

La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ya había sido derogada formalmente en diciembre de 1991, cuando Yeltsin junto a los presidentes de Ucrania y Bielorrusia firmaron el Acuerdo de Belavezha, que declaraba disuelta la URSS. Nueve meses antes, se había realizado en 9 de las 15 repúblicas soviéticas un referéndum para decidir por votación popular si la URSS debía seguir existiendo o no. En el referéndum la opción a favor de que la URSS siguiera vigente, ganó con más del 78% de los votos. A pesar de eso, Yeltsin y los otros dirigentes aliados de las potencias occidentales, decretaron unilateralmente la desaparición de la URSS, desconociendo la voluntad popular.

El Octubre Negro de 1993 concluyó con los jefes del ejército apoyando a Yeltsin y atacando el Congreso donde se habían acuartelado los parlamentarios que se oponían al golpe de Estado. El 2 de octubre Rusia estaba prácticamente al borde de la guerra civil. Yeltsin ordenó bombardear el Congreso con unidades de artillería, y luego el edificio fue invadido por las tropas de infantería. Tras un duro enfrentamiento, la Casa Blanca rusa fue tomada por los militares y muchos de los ocupantes que resistían en su interior fueron asesinados. Los gobiernos occidentales justificaron el ataque, que había sido respaldado con entusiasmo por el gobierno de Bill Clinton y por la prensa occidental.

Los intentos por liquidar a la Unión Soviética venían repitiéndose desde la década de 1920, cuando la Nueva Política Económica impulsada por los dirigentes bolcheviques para salvar la economía soviética, fue aprovechada por los elementos pro-burgueses del partido que querían acabar con la revolución. En 1956 esos elementos, liderados por Khrushev, tomaron el poder e iniciaron un lento proceso de restauración capitalista, que se completó en los años 80 con las reformas demoliberales de Mikhail Gorbachov. En 1993 Yeltsin sólo remató el trabajo.


17-9-24. Reflexión sobre un concepto invertido del vínculo entre teoría y práctica

La crítica teórica no es más que el principio de una praxis comunista. Desde 1989 hasta 2019, la relativa prosperidad económica y la paz social concertacionista no ampliaron las posibilidades de esa praxis, sino que por el contrario las restringieron. En última instancia, o te integrabas a algún tipo de gestión administrativa de las condiciones dadas haciendo carrera en la institucionalidad; o bien te marginabas en la defensa de un rechazo y una intransigencia total. En el primer caso, era casi inevitable que quedaras capturado en el clientelismo político y te volvieras más o menos conservador. En el segundo caso, muy probablemente terminarías hundido en un nihilismo activamente autodestructivo, o cínicamente distante. Además de esas derivas, no parecía quedar mucho margen de maniobra. En medio de esa clausura histórica, unos pocos se refugiaron en la creencia de que la crítica teórica no es el punto inicial de la praxis, sino su culminación más elevada. Eso les permitía criticarlo todo sin piedad, sin tener que respaldarse en una práctica política. Tal ilusión les llevó a reproducir inadvertidamente las lógicas más obvias de la ideología dominante: reduccionismo unilateral en lo teórico, critica cultural elitista en lo práctico. Fórmula que aún sobrevive, pero no como sobreviven las teorías proscritas, sino como lo hacen las modas contraculturales y las identidades sectarias. En esa atmósfera nos asfixiábamos cuando estalló octubre del 2019.

Octubre del 2019, como toda irrupción de las masas en el campo sociohistórico, mostró hasta qué punto una lucha de clases sofocada promueve formas de consciencia disminuidas, y por consiguiente prácticas insuficientes. Mientras las circunstancias objetivas permiten la pantomima de una praxis revolucionaria, ésta tendrá lugar de una forma o de otra, sin que casi nadie lo advierta. Pero en cuanto una crisis profunda se hace visible poniendo a la orden del día la necesidad de una praxis real, o sea, una que persiga el desarrollo de las capacidades colectivas en el plano teórico, político y de la lucha directa por las condiciones de vida, entonces todos los que se proponen luchar de verdad, empiezan a percibir la farsa que había estado pasando desapercibida. Ahí empieza la verdadera odisea de los revolucionarios: cuando se vuelve indefendible la cómoda enunciación de verdades abstractas que no necesitan ser refrendadas por práctica alguna; cuando el hábito de estudiar sólo aquellos materiales que te dan la razón se revela como un infantilismo; cuando ya nadie puede tomarse en serio que una comprensión teórica aventajada pueda eximirte de una práctica organizativa con un horizonte de largo aliento. Entonces la fraseología radical empieza a lucir sospechosamente reaccionaria, la defensa de una imaginaria pureza antiautoritaria suena a puro liberalismo, y el amor por la crítica incondicional se revela como una manía aristocrática.

En el fondo, todo eso se trataba simplemente de justificar una posición confortable y un compromiso con bajos riesgos asociados. Pero la praxis comunista, si es consecuente, no es confortable, y entraña riesgos. Para empezar, exige una entrega incondicional a la búsqueda de la verdad histórica, y eso implica que tendrás que navegar un océano tempestuoso de contradicciones aparentes y reales, sin garantía de hallar en ninguna parte un islote de certidumbre total. Hace falta sumergirse en ello, y renunciar finalmente a alcanzar un puerto seguro en los libros o en las consignas. Allí no hay puerto seguro porque la praxis comunista no tiene una base religiosa, sino científica. La ciencia es por definición un proceso dinámico en el que se van estableciendo verdades provisionales, ajustadas y enriquecidas cada vez por lo que enseña la práctica real. Sin fórmulas definitivas ni recetas incuestionables. Un día el mejor remedio para una infección avanzada es la amputación, pero poco tiempo después el mejor remedio es la administración de antibióticos: ambos remedios están basados en la ciencia. La superación del capitalismo a través de la lucha de clases no es diferente. No estás aplicando una receta descubierta una vez que funcionará por siempre y en cualquier circunstancia. En cambio, investigas sin parar, y en esa investigación todo lo que te había parecido incuestionable tarde o temprano se te aparece como relativo, dudoso, incierto.

La incertidumbre puede quitarte el sueño, volverte loco, o dejarte paralizado. Convencido de que tal revolución había sido un avance magnífico de la clase trabajadora hacia el socialismo, luego descubres que para sostenerse en pie tuvo que devorar de manera cruel muchos de sus propios logros iniciales. O al revés: siempre supiste que aquella revolución había sido nada más que una farsa sangrienta orquestada contra el proletariado, y al investigarla en detalle descubres que en cambio fue una victoria épica de las masas oprimidas que avanzó lo mejor que pudo entre terribles saltos y tropiezos. O bien: querías que todo el asunto del comunismo se tratase de una clara e inequívoca afirmación ética en favor de todo lo sano que tiene la vida, y Luego entiendes que se trata, en realidad, de una pragmática y no muy pulcra lucha por darle alguna dirección emancipadora a un movimiento inercial turbio, arbitrario, y a veces brutal. Una vez que has visto todas esas dimensiones contradictorias y complicadas superpuestas unas sobre otras en un guión histórico que a ratos parece no tener sentido, una vez que has visto eso con cierta claridad, comprendes que la teoría no puede de ninguna manera resolver nada que no tenga que ser resuelto por la práctica real. La teoría es sólo una guía, y al cumplir esa función no puede faltarle una dosis de arbitrariedad: no esperes de ella más de lo que esperarías de un arma o de una herramienta. Lo que importa es quién la utiliza y con qué fin.

La búsqueda de la verdad teórica es una fuente inagotable de problemas vanos y falsas soluciones, porque en las condiciones capitalistas tiende a adoptar la forma de erudición libresca cultivada por individuos separados de toda práctica real de lucha. Eso mismo hace que, por lo general, sea una actividad que no interesa a la mayoría de las personas. Principalmente, porque demanda una gran cantidad de energía psíquica, que suele ser absorbida por el trabajo de subsistencia y por las distracciones que se le asocian. La aspiración del materialismo histórico a una democratización de la teoría revolucionaria -tal como se lo propuso Marx al disponer la publicación en fascículos semanales de su traducción francesa de El Capital- ha alcanzado niveles portentosos bajo las condiciones del capitalismo de plataformas digitales, pero sigue siendo en gran medida un anhelo incumplido. Para la mayoría de la gente la teoría revolucionaria es un continente del que quizás han oído hablar sin poder jamás echarle siquiera un vistazo, y para quienes asumen el desafío de adentrarse en ella y producirla, muchas veces termina convirtiéndose en una mera coartada de los condicionamientos sociales inconscientes y de las dificultades anímicas no resueltas por otras vías: sólo lees a quienes te dan la razón; sólo piensas lo que no perturbe tu tranquilidad mental; sólo escribes lo que provoca el aplauso de tus colegas, tan asiduos como tú a esa ignorancia voluntaria.

En este sustrato crece el arribismo, ese mal que acecha al movimiento comunista casi desde sus comienzos. La teoría como medio para hacerse de renombre, para asegurar un puesto de trabajo cuando las ilusiones de cambio social se extingan y sólo dejen cuentas que pagar. La teoría como bien de consumo que da derecho a un sitio en el mercado de las ideologías: publica o muere, habla ahora o calla para siempre. Como sea, más de lo mismo: no una búsqueda de la verdad entendida como lucha política, sino la producción pragmática de una narrativa aceptable que no obligue a asumir otros compromisos. Crítica cultural en vez de análisis materialista. Reelaboración continua de dos o tres nociones ya aceptadas como ciertas por un público que no quiere que le perturben. Reafirmación, una y otra vez, de la teoría como actividad autosuficiente a la que le basta su propio prestigio. Todo esto es el caldo de cultivo en el que viene prosperando, desde hace ya décadas, el desarme del sujeto social al que objetivamente interesa hacer una revolución. Desarme que, pese a lo que digan, los teóricos compatibles anhelan y promueven, porque en ello ven una garantía de su propia integración exitosa en un mundo que al fin y al cabo les ha dado la oportunidad de convertirse en esos intelectuales tan interesantes que son. De ahí que no paren de repetir, en voz alta o en murmullos, estas dos consignas básicas del imperio: Todo fue un error. Hay que empezar todo desde cero.


11-9-24. Chile: 51 años y contando

En septiembre de 1966 un joven líder de la ultraderecha católica brasileña, Fabio Xavier da Silveira, vino a Chile para advertirle a los terratenientes del sur sobre los peligros de la reforma agraria impulsada por el gobierno de Frei. Su tesis era la siguiente: cuando una reforma, por tímida que sea, relativiza las estructuras de propiedad vigentes, esto crea un efecto dominó que tarde o temprano llevará a una revolución contra toda la propiedad capitalista.

Fabio da Silveira hablaba en nombre de un sector de la burguesía latinoamericana que desconfiaba de las estrategias progresistas horneadas en Washington. En efecto, la reforma agraria que da Silveira había venido a denunciar, era parte de la Alianza para el Progreso, una especie de Plan Marshall1 dirigido hacia América Latina con el propósito de disuadir la insurgencia campesina que en otras regiones había desencadenado poderosos movimientos de liberación nacional. Fabio da Silveira y sus amigos opinaban que esa insurgencia había que combatirla no dándole tierras a los campesinos, sino disciplinándolos para que no se les olvide quién manda. Era tal su desconfianza hacia la estrategia disuasiva de la Alianza para el Progreso, que tras ser expulsado de Chile por el gobierno democratacristiano, da Silveira escribió un libro de denuncia titulado Frei, el Kerensky chileno.2

El libro se publicó en 16 ediciones, con un total de 128.800 ejemplares, en Argentina, Venezuela, Colombia, Ecuador e Italia. El gobierno de Frei prohibió su venta en Chile e hizo gestiones diplomáticas para impedir su difusión en otros países, pero no pudo impedir que numerosos ejemplares entraran al país por correo o fueran introducidos por turistas que volvían del extranjero. Cuando tres años más tarde Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales, muchos pensaron que Fabio da Silveira había escrito un libro profético. Estaban convencidos de que si Frei era un símil de Kerensky, entonces Allende debía ser el equivalente de Lenin.

Esa analogía era absurda. Aleksandr Kerensky fue un aspirante a revolucionario que no supo cómo darle impulso a una revolución, mientras que Eduardo Frei era un político conservador comisionado por el imperio estadounidense para evitar que en Chile tomara vuelo una revolución. V. I. Lenin fue un revolucionario que sí supo cómo darle impulso a una revolución, mientras que Salvador Allende era un político socialdemócrata convencido de que Chile no estaba listo para una revolución (pero sí para unas reformas estructurales que elevasen la condición material y social de las clases trabajadoras). En la izquierda revolucionaria, es decir mucho más a la izquierda que lo que el programa de la UP representaba, hubo quienes propusieron una analogía diferente, quizás un poco menos disparatada: el “Kerensky chileno” no era Frei, sino el propio Allende; lo cual implicaba que, en tal caso, si se quería buscar una figura equivalente a la de Lenin, había que buscarla, sin duda, en Miguel Enríquez.

De nada valía reclamar entonces, y de nada vale reclamar hoy, que el proceso de 1970-73 era un caso singular con características específicamente chilenas, no comparable con la revolución rusa ni con ninguna otra revolución previa. Por el contrario, si esas analogías estaban presentes en el imaginario político de la época, y si hoy siguen siendo pertinentes, es porque el proceso chileno de 1970-73 fue tan sólo un episodio más de un movimiento histórico de gran envergadura, que ha venido desplegándose al menos desde finales del siglo XVIII, y sigue empujándonos hoy hacia un futuro incierto. La ciencia que más debe importarnos es la historia, y desde el punto de vista de la historia vista en su conjunto, el 11 de septiembre de 1973 ocurrió apenas hace unas horas. Nos está sucediendo ahora.

Volvamos a la imagen que, pese a todo, predominó en el imaginario político chileno de fines de la década de 1960: la imagen que Fabio da Silveira logró instalar con los casi 130 mil ejemplares vendidos de su librito Frei, el Kerensky chileno. Si damos crédito a los análisis que algunos años más tarde hizo la intelectualidad revolucionaria sobre el proyecto allendista,3 debemos concluir que en realidad a Salvador Allende y a los partidos de la UP no les sentó del todo mal la analogía propuesta por el ultraderechista brasileño. Antes de ese momento, Allende ya había sido derrotado en tres elecciones presidenciales, y la causa de esas derrotas estaba ya bastante clara: por una parte, el socialismo moderado de Allende parecía ofrecer no mucho más que el reformismo de la democracia cristiana, aunque al precio de una mayor conflictividad política, de modo que los electores naturalmente terminaban votando por el reformismo más tranquilo de los democratacristianos; por otro lado, la persistente campaña de difamación financiada por el Pentágono, en la que se retrataba a Allende como un comunista totalitario, no hacía sino reforzar esa tendencia. En 1969 el allendismo sabía que ese cuarto intento iba a ser el último, el definitivo: si la estrategia de mostrar a un Allende moderado había fracasado no una sino tres veces, quizás había llegado el momento de adoptar una estrategia mucho más audaz, tratando de sacar provecho de la caricatura maximalista que hasta entonces había sido usada para denigrarlo. Dada esta nueva estrategia, la imagen de Frei como “el Kerensky chileno” fue recibida casi como una bendición caída del cielo.

La noción de que Frei era un Kerensky, sutilmente hacía relucir sobre Allende el aura épica del revolucionario sagaz que la historia le había conferido a Lenin. Los dirigentes de la UP nunca propusieron abiertamente esta analogía, pero en la campaña presidencial de 1970 y durante los tres años que duró el “gobierno popular”, explotaron esa imagen para reforzar el mensaje demagógico de que en Chile estaba aconteciendo una auténtica revolución socialista. El hecho de que esta revolución no incluyese una insurrección violenta, ni control proletario de la producción, ni el armamento del pueblo -estos son los rasgos que definen a una revolución socialista-, sólo confirmaba que Chile era muy especial, tanto que iba a enseñarle al mundo entero cómo hacer una revolución socialista sin pasar por el descalabro de una guerra civil.

Desde el principio hubo gente que comprendió lo absurdo de tal pretensión, y no faltaron quienes advirtieron que ésta sólo podía conducir a una catástrofe. Los tres años de la UP y su conclusión trágica demostraron que en definitiva la sociedad chilena sí era especial, pero no por lo que ella se imaginaba. No porque hubiese descubierto el Grial de la revolución socialista pacífica y respetuosa del Estado de Derecho burgués, sino porque demostró cuán capaz es un pueblo de convencerse a sí mismo de que el rey va bien vestido cuando en realidad va desnudo.

Tampoco vale de nada intentar rescatar ahora de entre los escombros una u otra estampita santificada por una fe sin convicción. Allende no traicionó nada ni a nadie: se comportó honestamente como un político socialdemócrata que intenta sintonizar con los anhelos populares para ganar una elección presidencial, ni más ni menos. Su trágico final sólo confirma que en 1970 esos anhelos eran demasiado ambiciosos como para que un socialdemócrata pudiese seguirles el paso, para empezar. Los partidos de la UP, por su parte, no intentaron darle alas a una novedosísima receta revolucionaria que sí sintonizaba con la demanda de poder popular: más bien intentaron pilotar un avión que desde el despegue estaba condenado a estrellarse, mientras trataban de convencer a los pasajeros de que si se quedaban bien quietos en sus asientos la cosa podía terminar bien.

En esta metáfora los pasajeros, o sea la clase obrera chilena, los campesinos, los estudiantes, los pobladores, se comportaron en general a la altura de sus propias aspiraciones, excepto por una cosa: dado que no habían creado a tiempo su propia vanguardia intelectual y política, no tuvieron más remedio que confiarse a unas vanguardias formadas mayoritariamente por intelectuales de la clase media acomodada, que naturalmente estaban más enfocados en propiciar el desarrollo de una burguesía de Estado, que en fortalecer las capacidades de lucha independiente de la clase obrera. La izquierda revolucionaria, representada principalmente por el MIR, no podía tomarse en serio que Frei fuese “el Kerensky chileno”, pero sí conferirle ese rol a Allende, lo cual sugería que el propio MIR debía desempeñar en el proceso chileno el rol que había tenido el partido de Lenin en la Rusia de medio siglo antes. Volvía a aparecer esa veleidad tan característicamente chilena: por alguna razón se suponía que la extraordinaria convergencia que a principios del siglo XX se había dado en Rusia entre la clase obrera insurgente y la intelectualidad revolucionaria -esto, tras veinte años de esfuerzos organizativos legales e ilegales, dentro de Rusia y en el exilio, por parte de los bolcheviques-, en Chile podía replicarla un partido “movimiento” con apenas cinco años de vida, articulado con una clase obrera cuya acción política llevaba décadas profundamente subsumida en el electoralismo burgués.

Así que no quedó mucho que salvar de entre los escombros. ¿Significa todo esto que debemos dar vuelta la página y hacer tabula rasa de esa valiosa experiencia histórica, como hoy nos pide la retórica del radicalismo pequeñoburgués? Todo lo contrario: si hace medio siglo los proletarios y campesinos chilenos, al perseguir un horizonte de transformación socialista descubrieron trágicamente que no se habían dotado aún de su propio partido revolucionario y de clase, o que los gérmenes de ese partido habían aparecido demasiado tarde… esta lección sigue y seguirá estando vigente, y seguirá planteando una y otra vez aquella tarea inconclusa, mientras siga habiendo lucha de clases.

Por supuesto que hoy estamos en un contexto diferente. Hoy día la credulidad ingenua hacia la retórica socialdemócrata ya no es lo que era en 1970: hoy día quienes votan por la socialdemocracia lo hacen movidos por el miedo a un mal mayor, no porque crean que ella va a cambiar algo sustancialmente. Pero esto no significa que la credulidad ingenua y el infantilismo hayan desaparecido: sólo han cambiado su forma y su foco. La invitación a destruir el Estado sin crear instrumentos análogos que aseguren la dictadura de clase del proletariado; los llamamientos a abandonar la lucha de clases y el fetichismo de la mercancía sin haber hecho una revolución socialista; a dejar atrás la socialización capitalista sin apropiarse del instrumental productivo; a abolir el capitalismo sin institucionalizar la expropiación social de la propiedad capitalista… en esos llamamientos retóricos vemos reaparecer hoy día la vieja y espontánea tendencia a confundir infantilmente los propios deseos con la realidad.

Ayer era el deseo de que Allende fuese Lenin; hoy es el deseo de que el capitalismo sea superado a través de un acontecimiento mesiánico que instantáneamente nos libre de todo mal, sólo porque una voluntad buena así lo quiere; sin que haya que construir un partido revolucionario, sin que haya que desarrollar una acción política consistente, sin que haya que preparar los medios y las formas de una dictadura de clase: únicamente a través de un cambio en la forma de sentir, de pensar y de relacionarnos. Este radicalismo abstracto, mezcla de revisionismo pequeñoburgués, intelectualismo anticomunista e ideologías posmodernas, es el equivalente actual de la inmadurez que llevó al pueblo insurgente de 1970 a subirse a un avión que estaba condenado a estrellarse.

Notas

1 El Plan Marshall fue un programa de ayudas financieras masivas para reconstruir las infraestructuras y disuadir la insurgencia proletaria en Europa occidental, después de la segunda guerra mundial. De esta forma Estados Unidos aseguró su dominio geoestratégico en el Atlańtico norte.

2 Recordemos que Aleksandr Kérenski fue un dirigente del Partido Social-Revolucionario de Rusia, que se convirtió en jefe del gobierno provisional tras el derrocamiento de la monarquía zarista en febrero de 1917. En los meses siguientes maniobró para estabilizar la situación política, pero no pudo evitar que los bolcheviques se fortalecieran y conquistaran el poder durante las jornadas revolucionarias de octubre de ese año.

3 Alain Labrousse en 1972, Helios Prieto en 1973, Mike Gonzalez y Robinson Rojas en 1974, Correo Proletario entre 1973 y 1976, Rui Mauro Marini en 1976, Gabriel Smirnow en 1977.


20-8-24. Sobre la extraña y arriesgada paradoja de hacer agitación revolucionaria en redes digitales controladas por fascistas

Ayer compartimos una pequeña crónica sobre el fascismo aceleracionista hi-tech que se alista para gobernar el imperio. Al mismo tiempo, el fascista Elon Musk le ordenó a sus empleados eliminar la cuenta en la red social X del activista egipcio Bassem Youssef, quien ha sido desde octubre una de las voces públicas más influyentes en denunciar el genocidio sionista en Gaza. Es el caso más destacado de censura, pero no el único. En los últimos meses, anticipando lo que viene, Musk ha cancelado y censurado muchísimas cuentas que esparcen contenidos de crítica social y anticapitalista, mientras que promueve el alcance de las voces fascistas y de ultraderecha. La empresa Meta también está haciendo un esfuerzo consistente por limitar el alcance social de las expresiones rebeldes. Antes o después, tanto Elon Musk como Meta, darán un golpe de timón y reducirán al mínimo la presencia de críticas sociales en sus redes, dejando que proliferen únicamente los discursos racistas, conservadores y anticomunistas. Esto es inevitable, va a ocurrir queramos o no, y no sabemos el alcance social y político que eso pueda llegar a tener. Si quieren hacerse una idea, consideren cuánto influyó en la elección de Trump como presidente, en 2016, la manipulación de Facebook organizada por la empresa Cambridge Analytica.

¿Qué hay detrás de las denuncias indignadas a Elon Musk, por aplicar censura en la red social de la que él es dueño? Una absoluta incomprensión de qué es esta sociedad en la que estamos viviendo. Esas denuncias no tienen el menor sentido. Es como si viajáramos en el tiempo hasta 1938 para quejarnos porque Benito Mussolini no quiere financiar a los periódicos de la izquierda marxista. Es como pedirle a Hitler que organice un mitin comunista. Es como denunciar a Pinochet por no facilitar la difusión de panfletos llamando a protestar. ¿Qué nos pasa? ¿Cómo llegamos al punto en que teniendo todas las evidencias frente a nuestras narices (literalmente), no logramos conectar un punto con otro y formar una figura coherente?

Son preguntas complicadas, va a tomar tiempo responderlas, y las respuestas que valgan la pena sólo podrán venir de un esfuerzo colectivo por entender lo que nos han hecho. Porque las decisiones que tome Elon Musk o la empresa Meta, sólo representan un verdadero problema en la medida que masas de personas han sido reducidas a la adicción digital y al analfabetismo político, y los anticapitalistas se han visto obligatoriamente arrastrados a tener que usar las redes sociales para intentar llevar su mensaje a esas masas de adictos, exponiéndose a quedar ellos mismos colgados en la trampa.

Personalmente, tengo pocas esperanzas de que a través de este tipo de medios pueda realmente hacerse algo al respecto. En el mejor de los casos, pueden servir para hacer denuncias masivas que impulsen movimientos de protesta, como lo hemos visto desde octubre a propósito del genocidio en Gaza. Tampoco se trata de desdeñar ese potencial. Pero sí hay que reconocer sus límites. Desde hace varios años he intentado abrir una discusión sobre esos límites, sin encontrar ninguna receptividad. Quizás esa nula receptividad sea un indicio de que tal salida no existe. Puede que nos hallamos dejado atrapar en un mecanismo que sencillamente no habilita ningún tipo de actividad liberadora, ni dentro suyo, ni en torno suyo, ni a propósito suyo. En ese caso, lo único que queda es insistir en lo mismo que hemos insistido antes, en otros contextos: mientras posteamos y damos likes, a la espera de que el fascismo hi- tech complete su programa de desactivar cualquier movimiento colectivo de resistencia en el mundo real, al menos tratemos de hacernos conscientes de lo que estamos haciendo, de lo que nos están haciendo, y de lo que estamos dejando que nos hagan.

En ese plan, les recomiendo que conozcan el trabajo del Colectivo Disonancia (@cdisonancia), que promueve la auto- protección digital, el uso disidente de las tecnologías, y alternativas prácticas a redes sociales corporativas. También les sugiero conocer la obra de Shoshana Zuboff, quien ha hecho excelentes análisis sobre cómo el capitalismo de plataformas digitales se trata de reducirnos a todos nosotros a la condición de ganado, del que se extraen masivamente datos que luego se convierten en stocks financieros, en plusvalía. Hay un documental de Netflix titulado El dilema de las redes sociales, ahí explican cómo Cambridge Analytica usó Facebook para adulterar un resultado electoral en el corazón del imperio, y por qué los ingenieros que desarrollan los algoritmos de la adicción digital no le permiten a sus hijos usar redes sociales. El libro Minimalismo Digital, de Cal Newport, es útil para quienes quieran cuestionarse su uso de las redes, y modular de forma consciente su relación con ellas.

Lo que está sucediendo -para seguir con nuestra metáfora-es que estamos en 1933 tratando de colar anuncios de mitines anticapitalistas en los periódicos del Partido Nacionalsocialista de Alemania, mientras protestamos porque Hitler no deja que Ernst Thälmann publique sus opiniones en esos mismos periódicos. Es una táctica absurda que no tiene futuro. Pero tampoco parece tener mucho futuro simplemente abandonar estas redes y hacer como si no existieran. Estamos atrapados, y tendremos que desarrollar tácticas adecuadas a esa situación. De momento, nuestra cuenta en la red social federativa Mastodon está ahí, con cero seguidores, como un testimonio mudo del poder prácticamente absoluto de los Señores Tecnofeudales Fascistas que se están haciendo con el control totalitario de la sociedad y de la política (si quieren saber qué es una red social federativa, vayan al Colectivo Disonancia, ellos lo han explicado bien).

Al menos en este plano virtual, no parece haber mucho más que hacer, de momento. Tratar de llegar al mayor número de gente con los contenidos más precisos y esclarecedores que sea posible, parece ser la táctica menos mala, a la espera de que el enemigo tome el control íntegro de la situación. Por supuesto, hay un universo de posibilidades muchísimo más ricas allá afuera, en el mundo real, donde las tensiones sociales se incuban y donde a veces las masas proletarias se convierten en protagonistas de la política transformadora. Sin embargo, lo que nos enseña la oleada de revueltas que sacudió al mundo entero durante la década pasada, es que las revueltas no llevan a nada si no las acompaña un elevado entendimiento politico de la situación, y prácticas de organización extensas y combinadas. Ese entendimiento político y esas prácticas no nacen espontáneamente de la masa indiferenciada, tienen que ser impulsadas por minorías que toman la iniciativa. De momento esa iniciativa está en gran parte mediada por sistemas de comunicación e información controlados por el enemigo fascista. Eso es un problema grave. Los sectores que tienen la iniciativa política deben planteárselo. Espero que estos comentarios y estas sugerencias sirvan de algo.


19-8-24. La billetera fascista y los niños perdidos

Pese a que Joe Biden ya fue “evaporado” y la candidata demócrata se desempeña bien en las encuestas, Trump tiene prácticamente ganada la elección en noviembre. Sus financistas confían tanto en la victoria, que designaron como candidato a vicepresidente a un tipo que sólo puede restarle votos. Se trata de J. D. Vance, senador republicano que, aunque nació en una disfuncional familia proletaria de los Apalaches, logró tener éxito en la industria tecnológica y en la política de derecha, ganando cierta fama tras publicar una autobiografía en la que se describe a sí mismo como un genio capaz de vencer la miseria que los estúpidos proletarios del medio oeste no saben cómo dejar atrás. Nadie quiere mucho a J. D. Vance, pero igual va como candidato a vicepresidente de Trump. ¿Por qué?

En 2016 Vance dirigió una de las compañías tecnológicas de Peter Thiel, un capitalista que posee más de 6 mil millones de dólares y es dueño de la empresa Palantir, contratista hi-tech del ejército imperial estadounidense. Thiel forma parte de un sector del Partido Republicano que quiere reducir la ventaja tecnológica de China en el escenario global, y que ve en esa carrera una gran oportunidad de negocios. Muchos republicanos ven con sospecha que Thiel haya financiado las campañas del libertario Ron Paul, pero también aprecian las enormes sumas que ha donado a las campañas republicanas en distintos niveles de la política estadounidense. Peter Thiel fue asesor personal de Trump durante su presidencia, y es quien tomó la decisión de que J. D. Vance sea candidato a vicepresidente.

Puesto que el titiritero Thiel está a punto de manejar los hilos de la Casa Blanca, es bueno conocer sus afiliaciones ideológicas. Como siempre, hay que seguir el rastro del dinero. Mientras asesoraba al presidente Trump, Thiel invirtió cierto capital de riesgo en un emprendimiento que no le llamaba la atención a nadie: Urbit, plataforma digital creada por un tal Curtis Yarvin, quien es además un ideólogo de la ultraderecha gringa. Bajo el seudónimo Mencius Moldbug, Yarvin pasó algunos años propagando ideas de supremacía racial blanca, hasta convertirse en uno de los referentes del llamado Movimiento Neorreaccionario, o Ilustración Oscura. A Yarvin/Moldbug se le recuerda por haber escrito: “¿Por qué le tienen tanta mala a los Nazis?”, y por decir que quiere “darle libertad a la gente”. ¿Recuerdan lo que escribió Domenico Losurdo sobre las fuentes esclavistas y racistas del liberalismo?

Pero los neorreacionarios de la “ilustración oscura” no se quedan ahí. Una de sus ideas centrales es que la democracia se ha vuelto tan disfuncional para los intereses de los blancos exitosos, que debe ser reemplazada por un nuevo tipo de monarquía hi-tech. En este tecnofeudalismo habría “señores”, “duques” y “condes” jerarquizados -en palabras de Yarvin/ Moldbug-de acuerdo con “la teoría de Locke sobre los derechos que otorga la propiedad”. En este esquema el propio Yarvin se reserva el título de “príncipe”, argumentando que el valor de su empresa le otorga “32 ducados para mi exclusivo beneficio personal”. Por cierto, los neorracionarios tecnofeudalistas consideran a la “derecha alternativa” como un puñado de cobardes, a quienes acusan de haberse acomodado en la política democrática, en vez de refundar el Ku Klux Klan en versión digital.

Por extravaño que parezca, la “ilustración oscura” evolucionó no sólo del liberalismo clásico, sino también de las ideas de algunos ex-izquierdistas desilusionados que hicieron carrera en la academia occidental. El precedente más claro se encuentra en el “aceleracionismo”, filosofía nacida en los años 90-en medio del desánimo y cinismo que siguió al derrumbe del socialismo real- en la universidad inglesa de Warwick. Nick Land, su precursor más notorio, afirmó que el avance tecnocapitalista ha colonizado por completo la psique humana, por lo que cualquier resistencia es imposible y lo único que queda es acelerar cada vez más el desarrollo del capital. Al final, en algún punto, el sistema colapsará y algo nuevo podrá surgir: no sabemos cuándo ni cómo, pero no hay nada que hacer, dice Land, porque el avance tecnocapitalista ha hecho que la consciencia y la voluntad de los individuos humanos se vuelvan completamente irrelevantes.

Nick Land le dio a Yarvis/Moldbug sus ideas reaccionarias. En su libro de 2013 Ilustración oscura, Land afirmó que el Estado ideal sería una monarquía capitalista controlada por un director ejecutivo que gobierne según una “racionalidad empresarial”. Land no mostró mucho entusiasmo hacia los neoreaccionarios, pero contribuyó decididamente a educarlos, al denunciar a la izquierda como un freno para la aceleración. Los neorreaccionarios acogieron la idea en una campaña para desacreditar cualquier política igualitaria, calificándola como un “progresismo woke” que sólo retrasa el avance hacia la “singularidad tecnocapitalista”. En este punto, la conexión entre aceleracionismo, ilustración oscura, Trump, J. D. Vance y los republicanos del capital militar hi-tech, debería ser obvia: el ex jefe de estrategia de la Casa Blanca, Steve Bannon, declaró haber leído con mucho interés la literatura neorreaccionaria; y “el Príncipe” Curtis Yarvin dice que “entrenó a Thiel, un iluminado”.

Los neorreaccioarios exageran en sus críticas a los alt-right, que nunca han sido tan respetuosos del orden democrático como los pintan. Estos supremacistas blancos emplean sin timidez las tácticas de Hitler y el partido nazi, participando en elecciones a la vez que apalean a periodistas y organizan mitines violentos. Los racistas alt-right ven a Trump como un aliado, pero no creen que pueda realmente impulsar la agenda del aceleracionismo nazi. Esto les ha llevado a retomar la línea del Partido Nazi Estadounidense de los años 60, buscando “acelerar el colapso total de una sociedad occidental degenerada y corrupta, y el renacimiento, de sus cenizas, de un nuevo orden político más acogedor para la dominación blanca”. También han redescubierto a James Mason, un escritor neonazi que en los años 80 reivindicó al asesino en serie Charles Manson como inspiración para una estrategia tendiente a imponer el Cuarto Reich.

¿Y qué tienen que ver en todo esto los “niños perdidos”? ¿Quiénes son? Durante la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas se llamaba así, enfant perdus, a los soldados de infantería que se sacrificaban yendo a la vanguardia de una operación militar. Más tarde, allá por 1968, unos intelectuales de la ultraizquierda francesa que se hacían llamar “situacionistas”, se describieron a sí mismos como enfant perdus: revolucionarios tan adelantados a todo el resto de la izquierda, que sólo podían tener un destino trágico, heróico y noble. Esa inmodestia influyó a toda una generación de ultraizquierdistas en el mundo occidental, y aún hoy quedan unos cuantos que se ven a sí mismos como enfant perdus condenados a la incomprensión. Algunos de ellos, cansados de esperar una revolución proletaria que nunca llega, terminaron abrazando las ideas aceleracionistas. A veces las describen como “de izquierda”, pero eso no les salva de haberse perdido. Como unos niños.


29-7-24. ¿Callejón sin salida en Venezuela?

Después del 7 de octubre, en la izquierda latinoamericana no faltó quien condenara el “violentismo militarista” de la resistencia palestina, burlándose de quienes compartían imágenes de la resistencia en sus redes sociales. Al cabo de unas semanas esas opiniones se habían perdido en el pozo del ridículo y el olvido. Ese es el destino que le espera a quienes hoy día decidieron sumarse al coro de voces que condenan “la dictadura de Maduro, mientras se prepara una dura intervención estratégica del imperio
estadounidense en nuestro continente.

El gobierno de Maduro no es socialista, es capitalista. Ni siquiera encaja en el populismo de izquierda que inspiró el ciclo de gobiernos progresistas Latinoamericanos de la década pasada. Sus políticas favorables al poder empresarial y hostiles a la clase obrera, lo sitúan en el campo de nuestros enemigos de clase. Si en las elecciones de ayer hubiera estado en juego el ascenso revolucionario de las masas proletarias de Venezuela, hoy día nosotros estaríamos llamando a derrocar al gobierno e implantar una dictadura revolucionaria.

Ojalá estuviéramos ahí, pero no lo estamos. En el lugar donde estamos hoy día, lo que está en juego en Venezuela es, al parecer, algo mucho menos emocionante: está en juego la soberanía nacional de un país latinoamericano. Nos guste o no, eso debería importarnos, porque cualquier proyecto de transformación social que podamos imaginar para el futuro, se va a desenvolver en un marco político nacional, y todos los intentos por aplastarlo partirán por desmantelar ese marco de soberanía. También ha sido así en el pasado: en agosto de 1973, en Chile unos revolucionarios partidarios de la autonomía obrera decidieron que, a pesar de oponerse al gobierno de Allende al que veían como un gobierno reformista, la mejor estrategia era evitar que fuera derrocado, porque sólo así la clase obrera tendría tiempo para preparar el combate decisivo. Ya sabemos qué pasó.

En cada elección venezolana del siglo 21, Estados Unidos ha financiado a la oposición, el PSUV ha ganado a pesar de todo, la oposición ha dicho que hubo fraude electoral, Estados Unidos respaldó esa acusación pese a haber rechazado la solicitud de Venezuela de observar las elecciones, y los medios se han pasado los meses siguientes diciendo que Venezuela es una dictadura ilegal. La única vez que esa secuencia no se repitió fue en 2017, cuando la oposición ganó las elecciones a la Asamblea Nacional y los gobiernos siervos de Estados Unidos decidieron de repente que las elecciones en Venezuela eran libres y justas.

Lo que está en juego en Venezuela es la soberanía. Si crees en la democracia electoral y te preocupa que se cometa un fraude, eso te obliga a exigir que los mecanismos de verificación implementados por el gobierno venezolano se respeten de la misma forma como se respetaron cuando los argentinos eligieron a Milei, o los chilenos a Boric. Si no crees en la democracia electoral porque entiendes que esa es la forma política en que se reproduce el capitalismo, eso te obliga a entender el significado geopolítico de un ataque a la soberanía de Venezuela.

Es así de simple. Tanto si crees que en la democracia capitalista un pueblo tiene derecho a elegir a su gobierno, como si crees que el proletariado debe constituirse en sujeto revolucionario y conquistar el poder, en ambos casos te interesa preservar la soberanía que le permitirá a ese pueblo darse el gobierno que quiera, o llevar sus conflictos internos al punto de la ruptura revolucionaria sin revoluciones de colores o intervenciones humanitarias. Alguien podría responder que Maduro ya está sacrificando la soberanía de Venezuela con el pago de una deuda externa colosal, y tendría razón. ¿Eso justifica una intervención imperialista para derrocarlo, mediante un golpe de estado y un baño de sangre?

Maduro está desangrando a Venezuela para no defraudar al FMI y mantener el acceso del país al mercado mundial de capitales. La alternativa ofrecida por la derecha continental controlada desde el Pentágono, es poner un gobierno títere que permita a las multinacionales saquear directamente los recursos de Venezuela. La clase obrera de ese país no tiene interés en ninguna de esas “soluciones”. A la izquierda venezolana, donde duermen juntos el Partido Comunista y los liberales progresistas, no se le permitió presentar candidaturas, porque eso habría sido la derrota electoral de Maduro, pero no un triunfo de la izquierda, sino el triunfo de la derecha controlada por la CIA. Por donde se la mire, la situación tiene márgenes muy estrechos.

Como en Palestina el 7 de octubre pasado. Nadie quería que el apartheid continuara, y nadie quería que se desatara un infierno en Gaza. Pero para terminar con el apartheid, hubo que desatar un infierno. Quienes condenaron a la resistencia palestina por tomar ese camino, no tenían ninguna estrategia alternativa para salir de ese horrible callejón sin salida, y sus declaraciones sólo llevaron agua al molino sionista. Hoy es igual: quienes se suman al coro de condenas contra el gobierno del PSUV, da lo mismo si lo hacen en nombre de la democracia o de la revolución proletaria, sin importar lo buenas que sean sus intenciones, avivan el aplastamiento de la soberanía de un país latinoamericano por parte del imperio estadounidense. La realidad va a enviar tarde o temprano sus opiniones al tacho de la basura, pero no sin antes dejar que engrasen la maquinaria imperial que se prepara para reventar la soberanía de los países latinoamericanos, incluidos nosotros.


24-7-24. La fractura del partido comunista en los Estados Unidos

En Estados Unidos casi toda la izquierda gravita en torno a los dos principales partidos capitalistas: el demócrata y el republicano. El Communist Party USA (CPUSA) no es una excepción. Fundado en 1919, el CPUSA tiene una larga historia de crisis y vuelcos, que se volvieron dramáticos tras la disolución de la Unión Soviética en 1991. Allá por el año 2000 los líderes del CPUSA adoptaron la política de apoyar electoralmente al Partido Demócrata, con el propósito de “derrotar a la extrema derecha”. En las elecciones de 2008 el presidente del CPUSA, Sam Webb, llegó al extremo de describir la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca como “la victoria transformadora de un amplio movimiento popular de los trabajadores”. A continuación declaró que rechazaba el marxismo- Leninismo por ser “demasiado rígido”, y añadió que se debía dejar atrás a los partidos comunistas”. En 2014 la Convención Nacional del CPUSA reemplazó a Webb por John Bachtell, cuyo círculo dirigente, absolutamente apegado a la política del “mal menor”, en 2020 apoyó la candidatura de Joe Biden para evitar que ganara Trump.

En lo que va del 2024, el CPUSA ha venido experimentando un quiebre. La ruptura definitiva ocurrió durante su última Convención Nacional, luego de que el comité directivo aprobase unilateralmente la “Resolución 5”, que compromete al partido a “apoyar de forma unitaria y participar en el amplio frente electoral contra los candidatos de la derecha empresarial y del fascismo, para derrotar a Trump”. Algunos delegados del CPUSA se negaron a dar ese apoyo tácito al Partido Demócrata, mientras éste perpetra un genocidio en Palestina y una guerra contra Rusia en Europa. Ellos denuncian que a la Convención asistió el representante de un supuesto “partido comunista de Israel” del que nadie había oído hablar antes, quien exigió que los comunistas estadounidenses condenen el “terrorismo palestino” y apoyen al candidato demócrata. También dicen que cuando exigieron someter a discusión la Resolución 5, el comité directivo dio por cerrada la discusión y excluyó de las reuniones a los militantes disconformes.

El sector disidente se retiró de la Convención, anunciando su intención de “reconstituir” el partido comunista de los Estados Unidos sobre nuevas bases, con un nuevo nombre, y con un programa socialista. Hace pocos días presentaron públicamente el nuevo partido, llamado American Communist Party (ACP), liderado por un comité de diez militantes, y que parece reunir a una treintena de ‘clubes” locales en unos quince estados. En estos momentos hay una auténtica guerra de guerrillas polítca entre el CPUSA y el ACP, que se disputan el liderazgo de numerosos “clubes” comunistas por todo Estados Unidos. EL ACP dice ser “la reconstitución formal del CPUSA”, y se plantea como “el Partido Comunista oficial del territorio actual de Estados Unidos y Canadá”. Sus líderes afirman que su objetivo es organizar la militancia, e “incorporar tecnología para descentralizar la actividad práctica del Partido”, empleando “criterios objetivos para incentivar la obtención de resultados tangibles y prácticos a escala nacional”.

Los líderes del recién constituido ACP acusan al CPUSA de haberse convertido en un partido de la clase media profesional dedicado exclusivamente a una política de lobbies y declaraciones, sin arraigo en el pueblo, ajeno a las luchas de la clase obrera, y entregado al oportunismo y a la agenda identitaria del progresismo globalista. Afirman que la camarilla dirigente del CPUSA está completamente corrompida y que ha llevado a ese partido a la muerte. En cuanto al nuevo ACP, lo describen como un partido marxista-leninista que basa su acción no en doctrinas abstractas sino en la práctica histórica real, tal como en su momento lo hicieron sus referentes Marx, Engels, Lenin, Stalin, y Mao. El objetivo declarado del ACP es conducir a Estados Unidos hacia un “socialismo con características norteamericanas”, que permita a la clase trabajadora de ese país prosperar y sobreponerse de la mejor forma posible al colapso de su hegemonía imperial global.

Una de las líneas estratégicas centrales del ACP afirma que la clase trabajadora estadounidense necesita desesperadamente un referente político que exprese sus verdaderos intereses de clase, y que esa búsqueda se está manifiestando, al menos parcialmente, en el neo-conservadurismo del movimiento MAGA (“Make America Great Again”). Afirman que Trump es un plutocrata del que no se puede esperar ninguna política que no sea pro- capitalista, pero que eso a largo plazo no tiene importancia, porque Trump es simplemente el instrumento temporal de un movimiento patriótico arraigado en el pueblo estadounidense, que seguirá desarrollándose a pesar de los sucesivos resultados electorales. Los detractores del ACP en la izquierda, acusan a sus líderes de ser fascistas encubiertos, “incels” homofóbicos y social-chovinistas que habrían adoptado una retórica socialista para desviar las luchas populares hacia el molino de la extrema derecha, tal como hizo Hitler en los años 1930.

Algunos partidarios del recién creado partido han dicho que es al revés: que son ellos, los comunistas marxistas del ACP, quienes están utilizando la retórica conservadora del MAGA a fin de posicionarse como referente político para la clase obrera en los Estados Unidos. Es muy pronto para saber qué tan lejos llegará esa polémica, pero tanto de un lado como del otro, hay quienes insisten en que dado el cataclismico escenario geopolítico global de hoy, estas convulsiones en el minúsculo movimiento comunista estadounidense, a la larga tendrán una importancia decisiva para el mundo entero.

“Lo genuino se prueba en el fuego, y lo falso no faltará en nuestras filas. Al final, terminará por surgir entre nosotros aquel que demuestre que la espada del entusiasmo es tan buena como la espada del genio.” (Engels, Anti-Schelling, 1841)


16-7-24. Un tiro por la culata: el caos como apuesta de negocios

Desde 1835 en Estados Unidos han ocurrido, literalmente, docenas de atentados contra candidatos presidenciales y presidentes en ejercicio. Algunos tuvieron éxito (como en los asesinatos de A. Lincoln, W. McKinley y J. F. Kennedy), y aún no hay evidencias de que esas muertes hayan hecho del mundo un lugar mejor para vivir. Así que, para empezar, tengamos claras dos cosas: primero, que el atentado contra Trump el 13 de julio no es algo muy fuera de lo común; y segundo, que si el tirador hubiese acertado el disparo, eso no nos habría proporcionado necesariamente una vida más segura o siquiera un poco más soportable.

Hoy se puede afirmar con algún grado de certeza que: 1) No hubo auto-atentado: Trump no necesita esa puesta en escena para asegurar su ventaja electoral, y la balística implicada en el hecho supone un riesgo demasiado alto para una ganancia tan incierta. 2) La historia del tirador solitario sin conexión con nada, es difícil de creer. Se sabe que el público estuvo varios minutos advirtiéndole al personal de seguridad que un hombre armado tomaba posición de tiro, y los agentes no hicieron nada sino hasta que el tipo ya había atacado. Incluso hay un agente que asegura haber recibido la orden de no reaccionar.

Hay que preguntarse qué habría supuesto en la práctica el asesinato de Trump el 13 de julio. Muy probablemente, la suspensión de las elecciones y un decreto de Ley Marcial al menos en Pennsylvania. Hay quien dice que un escenario así podría parecerse bastante a un golpe de estado. Teniendo en cuenta la crisis desatada en enero de 2021 debido a ciertas dudas en el conteo de votos, con un asalto armado al Capitolio y movilización de la Guardia Nacional en prevención de disturbios mayores, no es descabellado pensar que el asesinato de Trump podría haber marcado el inicio de una guerra civil en Estados Unidos.

Lo cual nos lleva al siguiente escenario: quienes estén detrás del atentado del 13 de julio, deben estar lo bastante desesperados como para apostar por una grave crisis política en la que nadie tiene garantía alguna de salir ganando. En tal caso, la continuación de Trump como candidato y presidente sólo puede intensificar esa desesperación, y probablemente eso llevará a nuevos atentados, con los mismos resultados previsibles. Si fallan, Trump se hará más fuerte. Si tienen éxito, puede que eso implique poner fin a la democracia electoral estadounidense tal como ha sido hasta hoy. Quizás implique, incluso, una guerra civil.

La pregunta obvia que surge entonces es: ¿qué sector económico y político puede estar sintiendo sus intereses tan gravemente amenazados por la candidatura de Trump, como para arriesgarse a desatar el caos sociopolítico o hasta una guerra civil en Estados Unidos? En otras palabras: ¿a quién habría beneficiado la desaparición de Donald Trump como candidato y posible próximo presidente? Desde luego, esta pregunta sólo se puede responder tomando en cuenta la situación geopolítica global actual, que está orbitando principalmente en torno a la guerra en Ucrania y al genocidio sionista en Gaza.

La guerra en Ucrania es parte de la estrategia de la OTAN para debilitar a Rusia y China como competidores de la hegemonía estadounidense. El principal promotor de esa estrategia es la oligarquía anglosionista dueña de las empresas armamentísticas y de tecnología (y de los activos financieros asociados) que lucran cuando hay guerra, y dejan de lucrar cuando no la hay. Sin una OTAN empeñada en atacar a Rusia, esas empresas simplemente dejarían de ser rentables, y esa oligarquía vería dañados sus intereses.

Pues bien, durante su anterior presidencia Trump insistió en que la OTAN está obsoleta, y amenazó con retirar de ella a Estados Unidos. En febrero de 2024 dijo que si vuelve a ser presidente, no le dará ayuda militar a los países de la OTAN que no paguen sus cuotas, lo cual es igual que negar el sentido de la propia existencia de esa organización. Trump no es un pacifista ni mucho menos: simplemente representa a un sector de la clase capitalista que tiene sus intereses puestos en otros negocios, y que no cree en sacrificar la integridad geopolítica de Estados Unidos en pos de una nueva guerra en Europa.

En Washington, Boston y New York, quienes sí están profundamente comprometidos con la estraegia de la OTAN, son las redes político- empresariales que dirigen al Partido Demócrata, lideradas principalmente por los clanes Obama y Clinton. Son esas redes las que llevan generaciones enriqueciéndose a manos llenas mediante apuestas bursátiles que apuntan a las empresas de armamento y tecnología que ellos mismos emplean como contratistas en sus guerras teledirigidas en Europa y Medio Oriente. Es esa oligarquía anglosionista la que lo perdería todo si la OTAN dejara de atacar a Rusia.

Sumemos a eso que Trump, aún siendo el mesías del pueblo evangélico estadounidense, se lleva mal con Netanyahu, se lleva bien con Mahmoud Abbas, y dice querer la creación de un estado palestino. El cóctel está servido. Obviamente, ni el fin de la guerra en Ucrania ni el fin del genocidio en Gaza dependerán jamás de la decisión de una sola persona, por más Trump que sea. Pero todo indica que los Señores de la Guerra se han sentido lo bastante inquietos como para arriesgarse una vez más a tirar del gatillo, esta vez bajo condiciones tan volátles, que un evento así podría llevar a Estados Unidos a reventar en pedazos.


9-7-24. La solución comunista al problema de la vivienda

La primera premisa de toda existencia humana es que el ser humano debe estar en condiciones de vivir para hacer historia. Pero la vida implica ante todo comer y beber, disponer de una vivienda, de ropa y muchas otras cosas. (Karl Marx & Friedrich Engels, La ideología alemana)

El problema de la vivienda es un tema primordial para los comunistas. En las sociedades capitalistas millones de personas sobreviven en condiciones de vivienda desesperadas. La mayoría de quienes acceden a una vivienda apenas consiguen pagar los arriendos siempre en alza. Los más afortunados desperdician sus vidas pagando dividendos que absorben hasta la mitad del ingreso familiar.

En América Latina el déficit es de más de 60 millones de viviendas. En Chile faltan unas 700 mil, y la “solución” capitalista aplicada por los gobiernos de derecha y de izquierda, consiste en expulsar a la gente sin casa de sus campamentos precarios, dejándolos en la calle.

El gobierno surgido de la revolución proletaria de octubre de 1917 en Rusia nacionalizó las mansiones, y repartió entre el pueblo las propiedades vacías. Los arriendos se mantuvieron por debajo del 4% de los ingresos. La prioridad del Estado fue asegurar un nivel de vida decente para todos, para lo cual declaró abolida la propiedad privada de la tierra. El gobierno derogó el derecho de propiedad privada de edificios cuyo valor excediera un cierto límite establecido por los órganos locales de poder. Antes de terminar ese primer año de la revolución, muchos grandes edificios residenciales habían sido nacionalizados.

La política de vivienda consistió en redistribuir el stock existente, confiscando para ello las viviendas pertenecientes a la nobleza y la burguesía. Eso permitió que cientos de miles de trabajadores fueron trasladados de los barrios marginales a casas nacionalizadas. El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos emitió una orden que daba a quienes vivieran en condiciones de hacinamiento o insalubridad, el derecho a confiscar y ocupar edificios vacíos aptos para ser habitados. También se alentó a los trabajadores para que crearan órganos de inspección, comités de inquilinos y tribunales para resolver los conflictos derivados del arriendo de edificios.

En el centro de Moscú unos 5 mil departamentos grandes y cómodos que estaban vacíos en 1914 fueron requisados para albergar a decenas de miles de personas que vivían hacinadas. El Octavo Congreso del Partido declaró en marzo de 1919 que “el poder soviético, para resolver el problema de la vivienda, ha expropiado completamente todas las viviendas pertenecientes a los capitalistas y las ha entregado a los soviets de las ciudades; ha reubicado en las casas de la burguesía a las familias obreras de la periferia de las ciudades, y ha asignado los mejores edificacios a las organizaciones de trabajadores”.

El Partido Comunista afirmó que era necesario en todos los sentidos “poner fin al hacinamiento y a las condiciones insalubres de los viejos bloques, demoler los edificios que no son aptos para vivir, reconstruir las casas viejas y construir otras nuevas que sean apropiadas para las condiciones de vida de las masas trabajadoras, y reubicar racionalmente a los trabajadores”.

El Comisariado del Pueblo para la Salud estableció el espacio mínimo habitable requerido en 8,25 metros cuadrados por persona, 30 metros cúbicos de espacio para cada adulto, y 20 metros cúbicos para niños menores de 14 años. Sólo en Moscú, entre 1918 y 1924 medio millón de familias obreras afectadas por las consecuencias de la guerra civil fueron trasladadas a mejores viviendas. Lo mismo en Leningrado y otras ciudades.

Sólo en 1920 se construyeron 254 edificios residenciales y se repararon 2.347 antiguos en las 58 provincias de la república. Esto no era más que un modesto comienzo, pero fue un indicio de la determinación del gobierno soviético para resolver el problema de la vivienda. Entre 1923 y 1927 se construyeron más de 12,5 millones de metros cuadrados de espacio habitable en la URSS, y en los cinco años siguientes otros 28,85 millones de metros cuadrados. Entre 1926 y 1939 aparecieron 213 nuevas ciudades y 1.323 nuevas comunidades urbanas.


6-7-24. La izquierda chilena ante la guerra europea que viene. Una explicación breve y sencilla de por qué Boric dice que Putin es de ultraderecha, entre otras estupideces

En 1991 la Unión Soviética fue disuelta y sometida a una “terapia de choque” capitalista. En sus territorios se impuso la economía de mercado y los bienes públicos fueron privatizados, de un día para otro surgió una nueva oligarquía, y la mayoría de los rusos se hundieron en la miseria. Durante los años 90 creció el crimen, la corrupción, las adicciones y la tasa de suicidios. La esperanza de vida cayó y hubo cinco millones de muertes en exceso. Ocurrieron dos golpes de estado fallidos, y Rusia tuvo como presidente a Boris Yeltsin, quien tenía un grave problema de alcoholismo y en las cumbres internacionales literalmente se caía de borracho mientras los gobernantes occidentales se reían de él en su cara. En 1999 los oligarcas rusos echaron a Yeltsin y le dieron el puesto a Vladimir Putin, un funcionario irrelevante que dirigía la oficina de seguridad en Moscú.

Se suponía que Putin iba a obedecer sin chistar al clan empresarial que lo llevó a la presidencia, pero Vladimir resultó ser un tipo algo impredecible: en medio de oscuras tramas que implicaban al gobierno, la mafia y ataques terroristas, mandó al exilio a algunos oligarcas, encarceló a otros, restituyó el antiguo himno de la Unión Soviética y declaró que “quienes quieren restaurar el comunismo no tienen cabeza; pero quienes no lo echan de menos no tienen corazón”. De esa forma logró sintonizar con ese 75% de rusos que todavía dicen extrañar el socialismo y que la URSS fue la mejor época de Rusia. ¿Es entonces Putin un político de izquierda, un socialista? Ni en broma. Sean cuales sean sus sentimientos personales, y sin importar lo que él diga sobre la época soviética, Putin es sólo un hábil político burgués que dirige un enorme país capitalista en beneficio de su clase explotadora.

El gobierno de Putin reprime a las disidencias, fomenta la despolitización de las masas, y a cambio de esa apatía política ofrece desarrollo económico y amplios márgenes de libertad privada. Su administración ha sido descrita como “la etapa más avanzada y final del capitalismo criminal en Rusia”. Putin gobierna para la oligarquía, y no necesita profesar ideología alguna, ni de izquierda ni de derecha. Lo suyo es un nacionalismo pragmático que busca darle a los capitalistas rusos la mayor ventaja posible en el escenario geoeconómico mundial. Por eso puede apoyar a los ultraderechistas Trump o Le Pen, y al mismo tiempo forjar alianzas con los “comunistas” chinos y norcoreanos, sin contradecirse. Esto no es difícil de comprender, si se presta la suficiente atención. ¿Por qué entonces el presidente de Chile insiste en describir a Putin como un “ultraderechista”?

El presidente Boric forma parte de la izquierda blanca, progre, anticomunista, eurocéntrica y colonialista que hegemoniza el descontento social en muchos países occidentales. En Europa esa izquierda está representada, entre otros, por la Fundación Friedrich-Ebert (autora del borrador de constitución que Apruebo Dignidad llevó a la Convención del 2021), y por la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas. Ambas organizaciones son firmes aliadas del régimen nazi de Ucrania, y respaldan incondicionalmente los intereses de la oligarquía militar-industrial anglosajona. Apoyaron a la CIA y la OTAN cuando éstas orquestaron un golpe de estado criminal en Kiev, y hoy forman parte del esfuerzo de guerra que está aniquilando a la población ucraniana y pulverizando a ese país. En otros post ya hemos explicado por qué EEUU y la Unión Europea hacen esta guerra: es por dinero.

Si Boric dijo que Putin es un imperialista de ultraderecha que invadió Ucrania, lo dijo sólo para ganarse el aplauso de los progres alemanes, que son siervos fieles de los intereses de EEUU. La realidad es exactamente al revés: EEUU está ejecutando en Ucrania un plan propuesto en 1997 por el asesor del Pentágono Zbigniew Brzezinski, que consiste en expandir la OTAN hacia el Este presionando las fronteras de Rusia. El primer acto de ese plan fue el bombardeo de Belgrado en 1999 y la destrucción de Yugoeslavia para posicionar a la OTAN en los Balcanes. Siguiendo el mismo guión, en 2014 la CIA organizó un golpe de estado sangriento para derrocar al presidente ucraniano Yanukovich, quien se oponía a que Ucrania sirviera a ese plan expansionista de Brzezinski. Desde entonces Ucrania está bajo una brutal dictadura nazi liderada por Zelenzky.

No estamos sugiriendo que Putin sea inocente, o que sea un camarada, ni nada parecido. Pero atengámonos a la realidad: la Federación Rusa es un país enorme que no tiene necesidad de expandirse hacia Europa, y Putin dice la verdad cuando afirma que Rusia se está jugando la existencia. El objetivo de EEUU y la Unión Europea es devolver a Rusia a la catástrofe de los años 90, para facilitar la penetración de los capitales anglosajones en su territorio. Entonces, por más capitalista que sea Rusia y Putin, no es cierto que tengan una política de “expansión imperialista” como dice Boric. El presidente chileno sólo está repitiendo como un mono amaestrado la propaganda del Pentágono y la OTAN, porque está en los genes políticos de su coalición, el Frente Amplio, respaldar servilmente los intereses del imperialismo anglo-estadounidense. Como Bachelet, como Piñera.

Examinemos, por último, las excusas de Boric para acusar a Putin de ser “de ultraderecha”. Para empezar, hay un tema cultural: Putin es conocido por defender valores tradicionalistas y oponerse a las políticas identitarias, y el progresismo asocia automáticamente esa actitud con la ultraderecha. Pero hay un espectro más amplio de tendencias que sostienen esa actitud reacia al identitarismo. Por ejemplo, el partido de Sahra Wagenknecht en Alemania, que se sitúa en una extrema izquierda de línea dura, y acusa al progresismo de distraer a la gente de otros problemas económicos y sociales mucho más relevantes. Putin no forma parte de esa extrema izquierda dura, pero eso no le convierte en ultraderechista. La articulación putinista entre burocracia estatal e intereses oligárquicos no encaja bien en esas distinciones ideológicas. Más bien las usa oportunistamente.

Otro tema que lleva a Boric a acusar a Putin de ser ultraderechista, es que Putin mantiene mejores relaciones con la extrema derecha europea, que con la izquierda progresista occidental. Esto tiene una razón de ser. El hecho de que la izquierda blanca progresista apoye con fuerza al imperialismo de EEUU y la OTAN, ya es motivo suficiente para que Putin busque estar en buenos términos con los enemigos de sus enemigos. Pero además sucede que los efectos de la crisis financiera global del 2008 llevaron a los partidos de la extrema derecha europea a adoptar una retórica de defensa soberanista del interés nacional, opuesta al globalismo y a la sumisión de los estados europeos a los intereses de EEUU a través de la UE. Putin no necesita ser ultraderechista para llevarse bien con esos partidos: simplemente tienen los mismos intereses geoestratégicos, al menos por ahora.

Finalmente, está la simpatía de Putin hacia Trump. Esto se explica fácilmente: Trump representa a una parte del Partido Republicano que quiere dejar atrás la des-industrialización y la dominación del mercado mundial a través del dólar, política seguida por EEUU desde los 70. Trump entiende que la dominación geopolítica a través de medios financieros es un juego peligroso en el que EEUU ya ha perdido frente a China y los BRICS. Para revertir esa tendencia, quiere una política proteccionista, aislacionista y de intervención global limitada, porque entiende que el momento imperial de EEUU está quedando atrás y es demasiado arriesgado tratar de perpetuarlo por vías puramente militares. El trumpismo no quiere una guerra frontal con Rusia, y Putin puede ser un hijo de perra oligárquico, pero no es tonto y sabe lo que le conviene. En comparación, Boric da lástima.


30-6-24. La “guerra contra las drogas” impulsada por el primer gobierno comunista en China

En la historia moderna pocas veces ha habido una “guerra contra las drogas” que haya tenido algún éxito. Uno de esos episodios excepcionales tuvo lugar en China, durante la revolución proletaria de 1949. Durante el siglo previo, China había estado bajo el dominio colonial de Inglaterra y Francia. El comercio de opio enriquecía a los comerciantes europeos, y al mismo tiempo mantenía subyugada a la población china. La adicción masiva tenía efectos sociales parecidos a los que hoy tiene en nuestro continente la adicción a la pasta base, el tusi y el fentanilo. Las “guerras del opio” del siglo 19 fueron disputas entre los imperialistas europeos y las élites chinas, que luchaban por controlar las ganancias del narcotráfico. Se daban casos como el de Ma Fuxiang, que prohibió el comercio de opio en sus provincias sólo para poder ejercer él mismo el control monopólico.

El nuevo gobierno consideró al narcotráfico como el principal problema social a resolver: su primera medida fue r los centros de cultivo y distribución de drogas. Castigó con severidad a los capos de la droga, y también a las élites políticas que se habían coludido con ellos. Esos grupos fueron juzgados por cometer graves crímenes contra el pueblo. Los comunistas pusieron las necesidades sociales por encima de los intereses económicos. Los responsables de la epidemia de adicción fueron castigados din importar la pérdida de ingresos. Los traficantes de poca monta recibían castigos menores, y eso les estimulaba a delatar a sus proveedores. Nadie quería enfrentarse a un estado fuerte que tenía el apoyo de las masas populares. Pero lo que realmente definió la “guerra comunista contra las drogas” no fue la intensidad de la represión, sino de dónde vino: de las masas. Las autoridades se aseguraron de conectarse con la gente común en vez de castigarla. Querían enseñarles que el objetivo del plan era su prosperidad colectiva, y les dieron un papel crucial en la campaña anti-drogas.

Tras una exitosa campaña anti-drogas en la ciudad de Tjanjin en 1953, con participación activa de las masas, en toda China el pueblo se unió a la lucha colectiva por una sociedad mejor. Hoy día China tiene una de las legislaciones más severas del mundo relacionadas con el tráfico de drogas. Mientras los adictos reciben asistencia médica, los traficantes enfrentan castigos muy duros. China tiene actualmente una de las cifras de drogadicción más bajas entre los países industrializados. Su tasa de mortalidad por abuso de drogas es treinta veces menor que la de Estados Unidos.