Título original: Das Kommunistische Postskriptum. Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 2006. Traducción de Griselda Mársico. CRUCE Editora; Bs. As., primera edición abril de 2015.

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Contenidos:

Introducción

1. La verbalización de la sociedad

2. La paradoja en el poder

3. El comunismo visto desde afuera

4. El gobierno de los filósofos: la administración de la metanoia

Notas


Introducción

El tema de este libro es el comunismo. El modo de hablar sobre el comunismo depende de lo que se entienda por comunismo. En lo que sigue entiendo por comunismo el proyecto de subordinar la economía a la política para dejar que la política actúe con libertad y autonomía. El medio en el que funciona la economía es el dinero. La economía opera con cifras. La política opera con palabras: con argumentos, programas y resoluciones, pero también con órdenes, prohibiciones, decisiones y disposiciones. La revolución comunista es la transferencia de la sociedad desde el medio del dinero al medio del lenguaje. Es un linguistic turn en el plano de la praxis social; porque no alcanza con definir al ser humano como hablante, como lo hace en general la filosofía moderna, sin perjuicio de todas las sutilezas y diferencias que distinguen a las diversas posiciones filosóficas. Mientras viva bajo las condiciones de la economía capitalista, el ser humano necesariamente permanecerá mudo porque su destino no le habla; porque si el humano no es interpelado por su destino, tampoco puede responderle. El acontecer económico es anónimo y no se puede expresar con palabras. Por eso no podemos discutir con él, no podemos hacer que cambie de opinión, convencerlo, persuadirlo, ponerlo de nuestro lado recurriendo a las palabras. Sólo podemos adaptar nuestro propio comportamiento a ese acontecer. Contra el fracaso económico no se puede argumentar, como tampoco el éxito económico necesita fundamentaciones discursivas adicionales. En el capitalismo, la confirmación o refutación definitiva de la acción humana no es verbal sino económica. No se la expresa con palabras sino en cifras. Y así queda abolida la lengua como tal.

Recién cuando el destino deja de ser mudo y de gobernar en un plano netamente económico, cuando es objeto de una formulación verbal y de una decisión política desde un principio, como sucede en el comunismo, el humano se convierte realmente en un ser que existe en la lengua y a través de la lengua. El humano accede así a la posibilidad de argumentar, de protestar, de agitar contra las decisiones fatales. Tales argumentos y protestas no siempre muestran su efecto. A menudo se los ignora o incluso se los reprime, pero en sí no carecen de sentido. Tiene su sentido y está justificado reaccionar ante las decisiones políticas en la lengua como medio porque las propias decisiones han sido formuladas en la lengua como medio. Bajo las condiciones del capitalismo, en cambio, toda crítica y toda protesta necesariamente carecen de sentido; porque en el capitalismo la propia lengua funciona como mercancía, es decir, es muda desde el origen. Los discursos críticos o de protesta se reconocen como un éxito si se venden bien, y como un fracaso si se venden mal. De modo que estos discursos no se diferencian en nada de todas las demás mercancías, que tampoco hablan (o que sólo hablan para hacer autopublicidad).

La crítica del capitalismo no opera en el mismo medio en el que opera el propio capitalismo. Puesto que el capitalismo y su crítica discursiva son incompatibles en términos de medio, no pueden encontrarse jamás. Primero hay que transformar la sociedad, verbalizándola, para luego poder criticarla con sentido. De modo que se podría reformular la famosa tesis marxiana según la cual la filosofía no debe interpretar el mundo, sino transformarlo: para que la sociedad sea criticable primero tiene que volverse comunista. Esto explica la preferencia instintiva por el comunismo que tiene cualquiera que esté dotado de conciencia crítica, porque sólo el comunismo lleva a cabo esa verbalización total del destino humano que abre el espacio para una crítica total.

La sociedad comunista puede definirse como una sociedad en la que el poder y su crítica operan en el mismo medio. Por lo tanto, si ahora nos preguntamos si el régimen de la antigua Unión Soviética puede considerarse comunista -y esta pregunta parece ineludible cuando se habla hoy de comunismo-, a la luz de la definición dada anteriormente la respuesta a esa pregunta es que sí. En términos históricos, la Unión Soviética fue más lejos que cualquier otra sociedad anterior en la realización del proyecto comunista. Durante los años treinta quedó definitivamente eliminado todo tipo de propiedad privada. Eso le dio a la dirigencia política la posibilidad de tomar decisiones independientes de los intereses económicos particulares. No es que esos intereses hayan sido sofocados. Simplemente ya no existían. Todo ciudadano de la Unión Soviética trabajaba como empleado del Estado soviético, vivía en una casa que pertenecía al Estado, compraba en los negocios estatales y viajaba sirviéndose del transporte estatal por el territorio del Estado. ¿Qué intereses económicos podía tener ese ciudadano? Solo el interés de que al Estado le fuera mejor para que el ciudadano pudiera sacar más provecho -no importa si legal o ilegalmente, mediante el trabajo o la corrupción- de ese Estado. De modo que en la Unión Soviética imperaba una identidad fundamental entre el interés privado y el público. La única coerción externa era de carácter militar: la Unión Soviética tenía que defenderse de sus enemigos externos. No obstante, ya en los años sesenta el potencial militar del país era tan grande que un ataque militar exterior podía calificarse de sumamente improbable. A partir de entonces la dirigencia soviética no tuvo conflictos “objetivos”, no tenía oposición interna y tampoco era sometida a coerciones externas que pudieran limitar su poder administrativo interno. De manera que pudo permitirse que sus decisiones prácticas estuvieran guiadas únicamente por su propia razón política, por sus propias convicciones internas. Claro que fue su razón política, puesto que era la razón dialéctica, la que llevó a la dirigencia soviética a eliminar el comunismo por propia y libre decisión. Pero esta decisión no modifica el hecho de que sea necesario pensar que el comunismo tuvo su realización en la Unión Soviética. Al contrario: como se mostrará en lo que sigue, fue esta decisión la que completó la realización, la materialización, la encarnación del comunismo.

En todo caso, no se puede decir que la Unión Soviética haya fracasado económicamente, porque el fracaso económico sólo es posible en el mercado. Pero en la Unión Soviética no existía el mercado. De modo que no se podía constatar “objetivamente”, es decir en términos neutrales, extraideológicos, el éxito o el fracaso económico de la conducción política. En la Unión Soviética había determinadas mercancías que se producían no porque tuvieran salida en el mercado sino porque cuadraban con la visión ideológica del futuro comunista. En cambio las mercancías que no se podían legitimar ideológicamente no se producían. Esto concernía a todas las mercancías, y no solamente a los textos o imágenes de la propaganda oficial. En el comunismo soviético toda mercancía se convertía en un enunciado ideológicamente relevante así como en el capitalismo todo enunciado se convierte en mercancía. Se podía comer, vivir, vestirse como comunista; o como no comunista, o incluso como anticomunista. Por eso en la Unión Soviética se podía criticar y protestar contra los zapatos o los huevos o las salchichas que se ofrecían en las tiendas de la época de la misma manera que se podían criticar las doctrinas oficiales del materialismo histórico, y con los mismos conceptos. Porque esas doctrinas tenían el mismo origen que los zapatos, los huevos y las salchichas: las correspondientes decisiones del politburó del Comité Central del PCUS. Todo lo que era en el comunismo era como era porque alguien había dicho que debía ser así y no de otra manera. Y todo lo que ha sido decidido en la lengua puede también ser objeto de una crítica verbal.

De modo que la pregunta por la posibilidad del comunismo está muy vinculada con la pregunta por la posibilidad de gobernar, de organizar, de administrar políticamente en la lengua y a través de la lengua. Esta pregunta central se puede formular de la siguiente manera: ¿Puede la lengua como tal -y en caso afirmativo, en qué condiciones- llegar a ejercer una coerción suficiente para que se gobierne a la sociedad por medio de la lengua? Esta es una posibilidad que suele ser directamente negada: en especial en nuestra época está muy difundida la concepción de que la lengua en sí es totalmente débil, totalmente impotente. Esta concepción refleja correctamente la situación de la lengua bajo las condiciones del capitalismo. En el capitalismo la lengua es, en efecto, impotente. Partiendo de esta noción de lengua por lo común también se supone, y no careciendo de todo fundamento, que en el comunismo los aparatos de dominación se caracterizan por actuar detrás de la fachada de la lengua oficial y por obligar a la gente a aceptar la lengua del poder. Esta sospecha, en efecto, parece estar suficientemente confirmada por la larga historia de las represiones políticas en los países comunistas.

Pero así queda abierta la cuestión de por qué esos aparatos de represión actuaban a favor de una concepción ideológica determinada, y no, por ejemplo, a favor de las otras concepciones, alternativas. Porque la lealtad de los aparatos a una ideología determinada no se sobreentiende. Para que esos aparatos se vuelvan leales y mantengan su lealtad primero hay que persuadirlos. De lo contrario se quedan quietos y no actúan, tal como ocurrió en el final de los Estados comunistas de Europa del este. Además, bajo las condiciones del comunismo no es posible separar limpiamente estos aparatos del resto de la sociedad, porque en una sociedad compuesta exclusivamente de empleados del Estado -y la sociedad soviética era esa clase de sociedad- la cuestión de quién reprime a quién y cómo no se plantea del mismo modo que en las sociedades en las que los aparatos del poder están separados de la sociedad civil de manera más o menos limpia. Por lo tanto, si hablamos del poder estatal en los Estados comunistas no podemos olvidar que ese poder era comunicado a través de la lengua, con órdenes y disposiciones que podían ser obedecidas o no. Esto es algo que los dirigentes de los países comunistas entendían mucho mejor que sus adversarios. Por esa razón esos dirigentes invirtieron tanta fuerza y energía en darle forma a la lengua de la ideología oficial y conservarla, y cualquier desviación mínima de esa lengua les provocaba una profunda confusión. Porque sabían que aparte de la lengua en realidad no poseían nada; y que si perdían el control de la lengua perdían todo.

La propia doctrina marxista-leninista tiene una noción de la lengua que, como no es infrecuente en ella, es ambivalente. Por una parte, cualquiera que conozca esta doctrina ha aprendido que la lengua dominante siempre es la lengua de las clases dominantes. Por otra parte, también hemos aprendido que la idea que se ha apoderado de las masas se convierte en fuerza material y que el propio marxismo tiene (o tendrá) éxito porque está en lo cierto. En lo que sigue se mostrará que precisamente esa ambivalencia es lo que importa cuando se da forma a la sociedad comunista. Pero primero nos ocuparemos de otra cuestión: cómo debe funcionar la coerción “ideal”, lingüística, que puede “apoderarse” de los individuos y eventualmente también de las masas, para transformarse así en una fuerza revolucionaria, generadora de poder.

1. La verbalización1 de la sociedad

En la tradición filosófica occidental fue Platón el primero en elevar la lengua como medio a la categoría de medio del poder total, de la reorganización total de la sociedad. En su República declara el gobierno de los filósofos como telos de la evolución social. Platón define al filósofo como aquel que, a diferencia del sofista, no representa, legitima y defiende los intereses privados, parciales, haciendo uso de la lengua, sino que piensa el todo de la sociedad. Pero pensar el todo de la sociedad significa pensar el todo de la lengua que habla esa sociedad. En eso la filosofía se diferencia de la ciencia o del arte, que especializan la lengua de una manera u otra. La ciencia pretende hablar únicamente una lengua que esté exenta de contradicciones, que sea lógicamente correcta. El arte pretende hablar una lengua estéticamente ambiciosa. La filosofía, en cambio, es un uso de la lengua que interpela al todo de la lengua. Pero pensar el todo de la lengua e interpelarlo significa necesariamente pretender gobernar la sociedad que habla esa lengua. En ese sentido, el comunismo se sitúa en la tradición platónica; es una forma moderna de platonismo practicante. Por eso resulta obvio buscar en Platón la primera respuesta a la pregunta de cómo la lengua puede ejercer una coerción suficiente, una coerción que le permita al hablante ejercer un gobierno sobre y por medio de la lengua.

En opinión de Sócrates, el héroe de los diálogos platónicos, la capacidad de persuasión que irradian los discursos pulidos, bien construidos, de los sofistas de ninguna manera alcanza para gobernar. La coerción suficiente sólo puede ser la coerción lógica. Es la evidencia lógica de un discurso lo único a cuyo efecto no puede sustraerse quien se ve confrontado con esa evidencia. Sin duda, quien oye o lee un enunciado evidente puede decidir contradecir deliberadamente ese enunciado para afirmar con esa resistencia su libertad interna, absoluta, subjetiva en relación con toda coerción externa, incluida la coerción lógica. Pero -como se dice en estos casos- “ni él mismo se creerá” esa contradicción. Quien no acepta como tal lo lógicamente evidente queda escindido interiormente y debilitado por esa escisión, en comparación con el que acepta y dice sí a la evidencia. Aceptar la evidencia lógica fortalece, en cambio negarla debilita. Allí se manifiesta, para la filosofía clásica, el poder de la razón, que sólo con la lengua, con la lógica, con el ejercicio de la coerción lógica, es capaz de debilitar interiormente -y en definitiva también de vencer- a los enemigos de la razón, que niegan lo evidente.

Pero la cuestión que se plantea es de qué manera se puede y se debe generar tal evidencia lógica. En principio se puede suponer que en un discurso la evidencia lógica se presenta cuando ese discurso no contiene contradicciones internas y por lo tanto es coherente, consecuente en su argumentación. Usualmente, el modelo de este tipo de evidencia es la matemática. En efecto: quien se vea confrontado con el enunciado a + b = b + a, difícilmente podrá sustraerse a la evidencia de este enunciado. Pero ¿cómo se presenta la evidencia lógica en una argumentación política, que no se basa en axiomas y teoremas matemáticos sino que intenta formular qué es bueno y qué es dañino para el Estado? Para Platón, el criterio del discurso lógicamente correcto, convincente, también parece ser -por lo menos a primera vista- su coherencia, es decir, la ausencia de contradicción interna. Si Sócrates diagnostica una contradicción interna en un orador, su discurso queda de inmediato descalificado como no evidente, y el propio orador es desenmascarado como no apto para el ejercicio justo del poder en el Estado. Las preguntas de Sócrates rompen la superficie pulida, centelleante, de los discursos sofistas y dejan al descubierto su núcleo contradictorio, paradójico. Se comprueba que estos discursos sólo superficialmente parecen tener cohesión y coherencia, pero que en su estructura interna, lógica, son confusos y oscuros porque son paradójicos. Por eso estos discursos no sirven como manifestaciones del pensamiento claro, evidente, sino sólo como mercancías en el mercado de las opiniones. La crítica principal que Sócrates dirige a los sofistas es que sólo componen sus discursos por la paga. Aquí se manifiesta la primera determinación de la paradoja. La paradoja que oculta su carácter paradójico se convierte en mercancía.

¿Pero cómo conseguir que la lengua sea completamente evidente, de modo que ya no pueda circular como una mera mercancía oscura en el mercado de las opiniones sino servir a la autorreflexión transparente del pensamiento? Porque recién con una lengua cuya evidencia no es sólo superficial, sino intrínseca se puede generar la coerción lógica que esté en condiciones de gobernar el mundo. A primera vista parece plausible que tal discurso completamente evidente debe estar exento de contradicciones, ser coherente, lógicamente correcto. Los intentos de generar de manera sistemática este tipo de discurso exento de paradojas comienzan a más tardar con Aristóteles y subsisten hasta hoy. Pero el lector atento de los diálogos platónicos advierte que Sócrates de ninguna manera se esfuerza por producir a su vez un discurso coherente, exento de paradojas. Sócrates se conforma con descubrir y poner en evidencia las paradojas de sus adversarios. Y con razón, porque ya al descubrir las paradojas ocultas tras la superficie de los discursos sofistas la evidencia resplandece con tanta intensidad que los oyentes y lectores de los diálogos platónicos se fascinan con ese resplandor y ya no pueden sustraerse a él por mucho tiempo. Alcanza entonces perfectamente con mostrar, dejar al descubierto, revelar la paradoja oculta para hacer surgir la evidencia necesaria. Resulta innecesario generar después un discurso exento de contradicciones. El lector confía en las palabras de Sócrates gracias a la evidencia irradiada únicamente por las paradojas que él descubre. A la luz de esta evidencia Sócrates consigue el derecho de hablar en mitos, ejemplos y símiles sugestivos; y consigue que a pesar de eso le crean. Sócrates tampoco afirma jamás que un discurso genuinamente exento de paradojas, es decir, en el fondo un discurso sofístico perfecto, un discurso no sólo superficial sino intrínsecamente coherente, sea posible o incluso deseable. Al contrario: Sócrates no sólo descubre las paradojas en los demás sino que él mismo se instala en una paradoja al posicionarse únicamente como “filósofo”, es decir, como aquel que si bien ama y busca la sabiduría en el sentido del discurso completamente exento de contradicciones y autoevidente, no dispone de esa sabiduría y con toda probabilidad jamás dispondrá de ella. No puede existir el sofista perfecto. El ideal de un discurso totalmente exento de contradicciones será siempre inalcanzable. Y en el fondo es innecesario.

Por lo tanto, Sócrates se dedica a poner al descubierto las paradojas que diagnostica en los discursos sofistas sólo en apariencia con una intención crítica, es decir, con el objetivo de limpiar esos discursos de su carácter paradójico. Lo que Sócrates muestra es más bien que ningún discurso puede evitar ser contradictorio. El pensamiento genuino, si por pensar se entiende descubrir la estructura interna, lógica de un discurso, no puede describir la naturaleza lógica de ese discurso sino como autocontradicción, como paradoja. El logos es paradójico. Sólo la superficie retórica de un discurso puede comunicar la impresión de la ausencia de contradicciones. La comprensión socrática de la naturaleza paradójica de todo discurso, de toda manifestación, de toda opinión, se correlaciona, por cierto, con el reclamo democrático de que todos los discursos y opiniones estén equiparados. Bajo las condiciones de la libertad de expresión democrática las opiniones, en efecto, no pueden subdividirse en opiniones “coherentes” o “verdaderas” y “no coherentes” o “no verdaderas”, porque semejante subdivisión sería a todas luces discriminatoria y antidemocrática. Sería antidemocrática porque minaría la igualdad de oportunidades de las opiniones y dañaría su competencia libre y justa en el mercado abierto de las opiniones. El axioma del mercado democrático de las opiniones dice: No hay una posición metafísica, metalingüística privilegiada que nos permita distinguir las opiniones no sólo según su éxito en el mercado de las opiniones sino según su verdad, ya sea su coherencia lógica o su verdad empírica. Respecto de la libre circulación de las opiniones sólo se puede decir que algunas opiniones son más populares o tienen más posibilidades de ser mayoritarias que otras, sin que eso las vuelva automáticamente “más verdaderas”. Contra un prejuicio muy difundido, Nietzsche es uno de los pensadores más consecuentes de la democracia y al mismo tiempo el profeta del mercado libre, porque elimina el favorecimiento del “discurso verdadero” y proclama la equiparación lógica de todas las opiniones. Sería absurdo y además directamente reaccionario intentar reintroducir una distinción entre opiniones verdaderas y no verdaderas. Hay que constatar, más bien, que toda doxa es paradójica. Como ya lo ha mostrado Sócrates, ninguno de los que hablan bajo las condiciones de la libertad de expresión sabe lo que quiere decir en realidad.

Porque la mayoría cree que sus opiniones contradicen otras opiniones, se oponen polémicamente a otras opiniones, pero de hecho esas opiniones sólo se autocontradicen. Todo hablante dice lo que cree querer decir, pero también dice lo opuesto. La contradicción interna, la paradojalidad interna es lo que caracteriza por igual a todas las opiniones que circulan en el mercado libre de las opiniones. Por eso el filósofo puede pensar lo compartido, lo total de todos los discursos y trascender así el mero opinar, sin por ello reivindicar la verdad de la opinión propia. El filósofo más bien no tiene ninguna opinión propia: no es un sofista. El pensamiento filosófico no se instala en el plano de la opinión individual, sino en el plano transindividual de lo que todos los discursos tienen en común en términos lógicos. Este plano más profundo, lógico, que trasciende la superficie del mercado libre de las opiniones, es el plano de la autocontradicción, de la paradoja que constituye la estructura lógica interna de toda opinión. La única diferencia entre los discursos sofistas y el discurso filosófico está en que el discurso filosófico tematiza explícitamente la autocontradicción que los discursos sofistas pretenden ocultar. Por lo tanto, cuando Platón en su República afirma que los filósofos, es decir aquellos que por definición no son sabios sino que simplemente aspiran a la sabiduría, son quienes deben gobernar el Estado, se trata de una paradoja; que para Sócrates evidentemente es una paradoja máxima, de modo que permite capturar la naturaleza paradójica de todo discurso. Esta paradoja de la cual se vale Sócrates para describir su propia situación no debe ser eliminada, no debe ser superada, pero tampoco debe ser deconstruida: esta paradoja es más bien lo que fundamenta la pretensión de poder político del filósofo. Queda claro así que para Platón sólo la paradoja es capaz de generar la evidencia necesaria para gobernar el mundo mediante la coerción lógica. El Estado platónico se basa en la evidencia de una paradoja, y es administrado por la paradoja. El defecto principal del discurso sofista no está en ser paradójico, sino unicamente en ocultar su carácter paradójico. En lugar de dejarla resplandecer, el sofista oculta esta paradoja detrás de la superficie pulida de un discurso que sólo en apariencia es coherente, lógicamente correcto; la paradoja queda así encubierta. La paradoja deja de ser entonces un lugar donde se revela con toda claridad la estructura lógica del lenguaje y se convierte en cambio en el núcleo oscuro del discurso centeIleante, núcleo donde el oyente inexorablemente sospecha la esfera de acción oculta de intereses privados, manipulaciones secretas, apetitos no confesados. Porque los intereses y apetitos, como se sabe, son oscuros y ambivalentes. Se puede decir que el discurso sofista sustituye la paradoja lógicamente evidente por la ambivalencia oscura de los sentimientos. El trabajo del filósofo, en cambio, consiste en hacer que se ilumine la naturaleza puramente lógica, lingüística de la paradoja, para sacar así a la luz el núcleo oscuro del discurso que sólo en apariencia es lógicamente correcto y a la vez convertirlo en luz.

El sofista es un empresario que ofrece la superficie vacía del discurso urdido coherentemente a todos los que quieran ocultarse tras esa superficie. El verdadero encanto de la mercancía lingüística que ofrece el sofista no es tanto su superficie lógicamente correcta como el espacio oscuro detrás de esa superficie, donde el cliente puede instalarse con comodidad. Se seduce al oyente para que se apropie del núcleo oscuro del discurso sofista y lo ocupe con su propio interés. Dicho de otro modo: el discurso que oculta su propia estructura paradójica se convierte en mercancía porque invita a penetrar en su interior paradójico. Pero todo discurso que se presente como lógicamente correcto es un discurso sofista. El espacio oscuro de la paradoja, que se oculta tras la superficie del discurso construido con coherencia, jamás se puede eliminar del todo. Es cierto que las reglas de la lógica formal pretenden excluir la paradoja por completo. Pero por lo menos desde Russell y Gödel sabemos que también la matemática es paradójica, sobre todo cuando los enunciados de la matemática se refieren a sí mismos y al todo de la matemática. La autorreferencialidad del lenguaje de todas formas es inevitable. Claro que se puede lisa y llanamente prohibir hablar sobre el todo del lenguaje, sobre el logos en sí, como en su momento lo reclamó Wittgenstein. Pero semejante prohibición no sólo es innecesariamente represiva sino que a su vez es autocontradictoria, porque para poder prohibir hablar sobre el todo del lenguaje hay que hablar sobre el todo del lenguaje. En última instancia, todo enunciado puede ser interpretado como un enunciado sobre el todo del lenguaje, porque todo enunciado es parte del todo del lenguaje.

El discurso sofista parece coherente sólo porque es parcial, porque se aisla del todo, porque encubre su propia relación paradójica con el todo del lenguaje. Él sofista alega a favor de una posición determinada aun sabiendo que a la vez hay muchos argumentos a favor de la posición contraria. En el afán de construir un discurso coherente y consecuente, el sofista sólo utiliza en su discurso los argumentos que fortalecen la posición que él defiende, y omite mencionar todos los posibles argumentos en contra. De esa manera el sofista sustituye el todo del lenguaje por el todo del capital. La regla más importante de la lógica formal que el discurso construido con coherencia finge seguir es el tertium non datur. Pero el tertium, excluido del lenguaje coherentemente organizado, se convierte en dinero. Y como núcleo oscuro del lenguaje, comienza a gobernarlo tanto desde afuera como desde adentro, a convertirlo en una mercancía. El conflicto de las posiciones, cada una de las cuales defiende de manera coherente y consecuente determinados intereses privados, parciales, particulares, lleva en última instancia a la conciliación. En una disputa de esta clase, la conciliación es imprescindible porque es lo único que puede establecer la paz entre las partes en litigio y mantener así la unidad de toda la sociedad. La conciliación tiene en realidad la forma de la paradoja porque acepta y afirma a la vez dos enunciados opuestos, A y No A. Pero a diferencia de la paradoja, la conciliación no se formula en un medio constituido por la lengua sino por el dinero; porque la conciliación consiste en que tanto los que sostienen A como los que sostienen No A reciben una compensación económica por aceptar la verdad de la contraparte. En este tipo de compensación económica también se compensa económicamente a los sofistas que han argumentado a favor de ambas partes. Por lo tanto, se puede decir que cuando la paradoja es sustituida por la conciliación el poder sobre el todo pasa de la lengua al dinero. La conciliación es una paradoja a la que se le paga para que no se muestre como paradoja.

El filósofo, en cambio, deja que la paradoja oculta resplandezca en toda su evidencia lógica. El brillo resplandeciente se debe en primer lugar al efecto de la súbita franqueza, del desocultamiento de lo oculto, de la puesta al descubierto de lo que antes estaba detrás de la superficie. Mientras la paradoja que estructura el interior del discurso sofista se mantenga en la oscuridad, ese discurso necesariamente estará bajo la sospecha de ser manipulativo y de servir a intereses oscuros. El filósofo confirma esa sospecha al poner al descubierto el núcleo paradójico del discurso sofista. Así esa sospecha revierte -aunque sólo por cierto tiempo- en una confianza incondicional en el filósofo que ha efectuado la puesta al descubierto. El destinatario del discurso sofista es el pueblo. Pero el pueblo es desconfiado por principio. Muy especialmente desconfía del discurso pulido, bien construido, elocuente. Puede ser que se admire al orador por su elocuencia, pero no se confía en él. Sócrates hace suya esa desconfianza del pueblo. Agita contra los sofistas en nombre de la desconfianza del pueblo. No por casualidad en sus discursos siempre se hace mención elogiosa de los artesanos, como los que construyen naves o los médicos, y se los contrapone como modelos positivos a los mentirosos sofistas. Pero al mismo tiempo Sócrates afirma la supremacía de los que se ocupan del todo, de la totalidad, y que no se dedican solamente a las ocupaciones parciales, como hace la mayoría del pueblo. Es decir que también en el aspecto táctico la estrategia de Sócrates es paradójica: se alía con el pueblo contra “los que saben”, y al mismo tiempo con los que saben… contra el pueblo. Así consigue enojar a todos por igual. Pero eso no le preocupa mucho al filósofo, porque el filósofo no pretende seducir, sino conducir. Para eso no necesita lo oscuro, sino la luz. El filósofo pretende ser un gobernante que fascina, ilumina, deslumbra y guía con la luz de la paradoja revelada.

Claro que el complicado juego de confianza y desconfianza que siempre vuelve a producir el efecto de evidencia no llega a proporcionar una explicación suficiente de la naturaleza específica de la evidencia que surge en el discurso filosófico que revela la paradoja. Esta evidencia tiene un carácter muy especial, porque se relaciona con el todo. La paradoja es el ícono de la lengua en su totalidad; porque la paradoja consiste en que A y No A pueden ser pensados y considerados verdaderos simultáneamente. Pero el todo de la lengua no es otra cosa que pensar la unidad de todos los posibles A y No A; lo cual se sigue ya del hecho de que de la paradoja se pueden derivar todas las proposiciones de la lengua según las reglas de la lógica formal. La paradoja es el ícono de la lengua porque abre la perspectiva hacia el todo de la lengua. Pero la paradoja no es más que el ícono de la lengua -y no, digamos, su imagen mimética- porque no reproduce una totalidad de la lengua ya existente desde siempre, previamente dada, sino que hace surgir esa totalidad como forma por primera vez. El ícono como representación de Dios en la tradición cristiana es una imagen de ese tipo, que no tiene modelo, porque el dios de la religión cristiana es invisible. La paradoja que descubre o más bien crea el filósofo es un ícono del logos en su totalidad que posee e irradia una evidencia absoluta precisamente porque esa evidencia no puede ser ensombrecida por la comparación con el original. No obstante, la luz de la evidencia que ha generado la puesta al descubierto de una paradoja puede haberse agotado con el tiempo. Como dirían los formalistas rusos: la paradoja se “automatiza” con el tiempo, y por eso ya no se la percibe como paradoja sino casi como una obviedad. Y entonces la paradoja se oscurece, como se oscurecen los íconos viejos con el tiempo. Cuando pasa eso, la paradoja en cuestión debe ser restaurada o sustituida por una nueva paradoja, por un nuevo ícono del logos. Claro que no todas las paradojas se convierten en paradojas icónicas que irradien un resplandor tan intenso de evidencia y expongan con tanta luminosidad el todo del logos que el excedente de evidencia que producen alcance para hacer que la filosofía gobierne todo el campo político por lo menos por un cierto tiempo histórico.

A lo largo de toda su historia la filosofía siempre ha intentado descubrir o inventar nuevas paradojas para prevalecer sobre la parcialidad del discurso científico y político. La historia de la filosofía se puede presentar como una colección de paradojas icónicas, cada una de las cuales irradia su propia evidencia sin contradecir a otras paradojas, porque las paradojas no pueden contradecirse. Por esa razón las llamadas teorías filosóficas, que en realidad no son tales, pueden coexistir pacíficamente, mientras que las teorías científicas compiten entre sí. Ya en la refundación de la filosofía occidental por parte de Descartes la voluntad de la paradoja tuvo un rol decisivo: la subjetividad pensante fue entendida por Descartes como lugar y medio de la duda. La epojé cartesiana respecto de las opiniones contradictorias con las cuales se confronta constantemente el filósofo como oyente y lector, no significa otra cosa que la decisión de vivir en la paradoja, de tolerar la paradoja, porque la decisión de suspender todas las opiniones es lógicamente tan paradójica como la decisión de aprobar o negar todas las opiniones. El resplandor de evidencia emitido por esta paradoja iluminó toda la modernidad. Y fue esta sola paradoja la que hizo plausibles las argumentaciones en apariencia coherentes, metodológicamente correctas de Descartes, cuya evidencia lógico-formal, observada con mayor detenimiento, es más que problemática. La evidencia del método cartesiano es una evidencia prestada, prestada por la paradoja que constituye el punto de partida de este método. Más tarde la epojé cartesiana fue repetida por Husserl en otra forma. Su método fenomenológico, supuestamente evidente, también vive de hecho de la evidencia de la paradoja que constituye la epojé fenomenológica.

En las últimas décadas se ha intensificado incluso considerablemente la búsqueda de nuevas paradojas brillantes, sobre todo en la filosofía francesa. Más allá de lo que pueda decirse en particular sobre Bataille, Foucault, Lacan, Deleuze o Derrida, hay algo que está fuera de discusión: hablan en paradojas, aprueban la paradoja, aspiran a una paradoja cada vez más radical, omnímoda, se resisten a todos los intentos de aplanar la paradoja, de subsumirla en el discurso correcto en términos lógico-formales. En realidad, estos autores se sitúan así en la mejor tradición filosófica: la tradición platónica. Pero al mismo tiempo se ven -cada uno a su manera- como disidentes de esa tradición. Porque para estos autores la paradoja no irradia la evidencia de la razón, sino que revela lo otro oscuro de la razón, del sujeto, del logos. La paradoja surge para ellos como consecuencia de que la lengua está investida desde el origen por las fuerzas del deseo, de lo físico, de lo festivo, de lo inconsciente, de lo sagrado, de lo traumático y/o como consecuencia de la materialidad, de la corporalidad de la lengua misma, es decir que surge en la superficie verbal, retórica del discurso y no en el plano más profundo, oculto, de su estructura lógica. En consecuencia, quebrar la superficie de un discurso aparentemente coherente, “racional”, no se interpreta como revelación de la estructura lógica interna de ese discurso -de la estructura que es necesariamente paradójica-, sino como manifestación de lo otro del logos, que actúa directamente en la superficie de la lengua, se filtra por esa superficie y así penetra y deconstruye todas las oposiciones lógicas que permiten construir un discurso coherente. Este singular gesto de autonegación del pensamiento filosófico sólo se entiende si se piensa que los autores en cuestión evidentemente sólo aceptan como lengua de la razón la lengua correcta en términos de lógica formal, coherente, exenta de contradicciones. Todo lo que es paradójico es exiliado de la razón y situado en lo otro de la razón. En consecuencia, sólo el sujeto de una lengua coherente, es decir, sólo el sofista, puede ser considerado sujeto de la razón. Pero como al mismo tiempo se afirma que una lengua genuinamente coherente es imposible, se declara la muerte del sujeto de la razón. O al menos se lo confina al oscuro reino de las sombras más allá de la razón. Además, esta revuelta contra el sujeto del discurso sofista, correcto en términos de lógica formal, es entendida como una revuelta política contra las instituciones del poder dominante, porque la modernidad de cuño capitalista es diagnosticada como el ámbito de poder de la razón clara, calculadora, que argumenta sin contradicciones. Cuando se lee a Foucault se tiene efectivamente a impresión de que la industria moderna, las cárceles, los hospitales y la policía tienen como única meta obligar a los individuos a someterse al dominio de la razón correcta desde la perspectiva lógico-formal. Para muchos ese dominio a esta altura parece total, y toda revuelta contra él parece estar condenada al fracaso. El poder y el saber, que está estructurado según las reglas de la lógica formal, constituyen en consecuencia una unidad que ningún hablante puede eludir porque no puede evitar argumentar con coherencia. Por eso para Derrida el encuentro con lo otro de la razón resulta una tarea imposible, ya que es imposible ver lo oscuro en lo oscuro. La deconstrucción sólo puede esperar contra toda razón ese encuentro, pero no puede alcanzarlo jamás. El “sistema” es demasiado fuerte. La razón es demasiado todopoderosa. El cálculo racional es demasiado inevitable. La revuelta contra la razón es necesaria, pero imposible porque no se puede quebrar el imperio de la razón. Por ese motivo, el que hoy en día habla en paradojas aparece como un philosophe maudit que -traumatizado por la vida, llevado por las fuerzas del deseo e irremediablemente perdido en las ambigüedades del lenguaje- hace que el discurso racional explote o se deconstruya en la paradoja.

Sin embargo, un observador imparcial no puede más que asombrarse ante el diagnóstico según el cual la modernidad es gobernada por la razón calculadora, que opera en términos lógico-formales, a cuyo poder el individuo está sometido sin remedio. Esto verdaderamente pone patas arriba las relaciones reales de poder. Los discursos sofistas, de aspecto racional, siguen sirviendo, de hecho, a los intereses particulares y al mercado. La racionalidad funciona aquí como diseño de una mercancía lingüística conforme al mercado; de ninguna manera como insignia del poder. No hay un dominio total de la razón, del sistema, de la estructura. Como se sabe, la mano que gobierna el mercado es invisible, es decir que opera en la oscuridad, en la paradoja. El todo del capitalismo aparece en el medio constituido por el dinero, no por la lengua, sobre todo no por una lengua racional. Como se sabe, para tener éxito en el mercado no se necesitan cálculos, frías construcciones lógicas y reflexiones racionales, sino intuición, carácter obsesivo, agresividad, instinto. De modo que el discurso que busca lo otro oscuro de la razón de ninguna manera es opositor al capitalismo. El discurso del deseo parece iconoclasta porque destroza la superficie pulida del discurso coherente, de modo que esa superficie ya no puede servir como medio para exponer determinados fenómenos, formular determinados proyectos, argumentar a favor de determinados puntos de vista, presentar determinadas “visiones”. Así se convierten también en objeto de crítica las instituciones que emplean y administran ese tipo de discurso. Pero esas instituciones no son instituciones del poder; porque el capitalismo a su vez vive de la crítica a las instituciones, de infiltrarse en las visiones del mundo sólidas. El capitalismo traduce convicciones a intereses y llega a conciliaciones que tienen la estructura de las paradojas. La crítica dirigida contra el ideal de la racionalidad transparente para sí misma afecta solamente a la lengua sofista, instrumental.

Por otro lado, el descubrimiento del núcleo paradójico de un discurso sofista despierta una sospecha mucho más profunda que la de que tras la razón se oculta su otro. La sospecha que se despierta es más bien la de que tras la superficie de una razón convencional, clara, se oculta otra razón, diabólica, malvada, oscura; una razón que piensa en contradicciones y que saca provecho de todos los opuestos por igual. A los sofistas se los ha visto desde siempre como esos diabólicos inconfesos que están en condiciones de argumentar con igual contundencia a favor de posiciones contrarias. Pero sobre todo el capital puede considerarse diabólico, porque puede sacar provecho tanto de A como de No A. Si los trabajadores cobran más pueden comprar más, y aumentan las ganancias. Si los trabajadores perciben sueldos más bajos se puede ahorrar en la mano de obra, y las ganancias siguen aumentando. En la paz las ganancias aumentan gracias a la estabilidad. En la guerra las ganancias aumentan gracias a la nueva demanda, etc. Así surge la impresión de que el capital de ningún modo es anónimo, sino que detrás del capital se oculta un sujeto diabólico que practica un juego “win-win”, en el que siempre gana porque saca igual provecho de resultados opuestos. Claro que esta sospecha más profunda no se puede confirmar ni refutar, puesto que el diabólico sujeto sólo puede ser representado con lo negro en lo negro, y por lo tanto no se lo puede ver. Pero el sujeto diabólico resulta sospechoso de gobernar el mundo en su todo, en su totalidad, precisamente porque el mundo se nos presenta como una unidad de los opuestos, como una paradoja ontológica que no se puede reducir por completo a un discurso coherente.

Ahora bien, el sujeto filosófico, es decir, revolucionario, se constituye precisamente al apropiarse de la razón diabólica, que se mantiene oculta y opera en la oscuridad, y transformarla en la razón dialéctica mediante su verbalización. Recién la sospecha de que no sólo existe el capital, sino también una conjuración mundial del capital, es decir, un poder que opera detrás del capital y por medio del capital y que siempre triunfa cuando el capital gana, es decir, en realidad siempre; recién este tipo de sospecha es la que lleva a la constitución del sujeto que quiere exponer con toda claridad ese poder y apropiárselo. Es fácil decir que tal sospecha es paranoide, infundada, indemostrable, en definitiva una calumnia. Pero toda revolución comienza con una calumnia, como bien ha observado Alexandre Kojéve en sus comentarios sobre la filosofía de Hegel. Y con la misma razón señala Kojève que la responsabilidad por el surgimiento de tal calumnia no es de quien formula y expresa esa calumnia, sino de los que dominan, que con el aura oscura, opaca del poder que los rodea son los que crean la posibilidad de que surja la sospecha.2 La sospecha revolucionaria es el efecto de una paranoia. Pero no se trata de una paranoia “subjetiva”, que pueda curarse con la psiquiatría o el psicoanálisis, sino de una paranoia “objetiva”, cuyas condiciones de surgimiento están en el objeto que se vuelve sospechoso al mostrarse como un objeto oscuro, que se sustrae a la razón que argumenta coherentemente. El mundo entero se nos aparece como un objeto oscuro semejante, que necesariamente se vuelve sospechoso de albergar en su interior una razón diabólica que gobierna mediante paradojas. En el contexto de la cultura occidental el capitalismo por lo general no cae en esa clase de sospechas. Pero el funcionamiento de esa sospecha se puede ilustrar bien con el ejemplo del terrorismo, que en los últimos tiempos se ha vuelto objeto de la paranoia objetiva.

Cuando, por ejemplo, los políticos occidentales reclaman hoy en día que se combata el terrorismo y se preserven a la vez los derechos civiles tradicionales, estamos ante una paradoja porque esas metas se contradicen. En este caso, usualmente se tiende a hablar de una política que busca conciliar dos demandas: seguridad y libertad civil. Sin embargo, la palabra conciliación está fuera de lugar aquí. Se podría hablar de una conciliación si en la sociedad hubiera dos grupos, de los cuales uno quisiera la preservación de las libertades, incluida la libertad para el terrorismo, y el otro la anulación de todas las libertades, incluida la libertad del terrorismo. Pero es totalmente evidente que no hay dos grupos de ese tipo; o si los hay, ambos grupos son muy marginales. Sencillamente, no vale la pena buscar una conciliación entre esos grupos marginales. Los que creen en estas alternativas lógicamente correctas son más bien catalogados como freaks -freaks de la libertad o freaks de la seguridad- y en consecuencia no se los toma realmente en serio. La “sana” mayoría de la población, lo mismo que la política dominante, no cree en esas alternativas exentas de contradicciones, sino que cree en la paradoja. Y demanda una política dialéctica de la paradoja. Esta demanda se deriva de la sospecha de que la política del terror es una política diabólica, y que por consiguiente requiere una respuesta dialéctica, paradójica; porque se parte de que los terroristas quieren eliminar “el orden social liberal”. En este caso, con la puesta en práctica consecuente de las dos alternativas exentas de contradicciones los terroristas ganarán por igual: el terrorismo tendrá éxito porque se le dejará el campo libre para sus actividades terroristas, o tendrá éxito porque la lucha antiterrorista anulará las libertades civiles.

Si la razón terrorista es realmente diabólica es una cuestión sin relevancia. Alcanza con decir que “los motivos de los terroristas son oscuros” para lograr que se suponga tal razón diabólica tras los actos de los terroristas. Lo único importante aquí es que cuando surgen estos objetos oscuros de la paranoia objetiva la respuesta necesariamente será dialéctica, paradójica. De modo que el discurso genuinamente político de la modernidad tiene un aspecto muy diferente del que se le confiere a menudo. Casi siempre la situación es presentada de manera tal que en el contexto de la modernidad racionalista sólo se considera normal a quien piensa de manera coherente, correcta desde la perspectiva de la lógica formal. El que piensa en paradojas, en cambio, es marginalizado, se lo declara loco, anormal, en el mejor de los casos, un poète maudit. Pero la realidad es exactamente al revés. En nuestro tiempo, sólo el que piensa y vive en permanente autocontradicción es el que se considera normal, un individuo medio. La famosa “política de centro” es en realidad la política de la paradoja, que oculta apenas su carácter paradójico detrás de la ilusión de la conciliación. En cambio los que intentan argumentar correctamente en términos lógico-formales, de manera coherente y concluyente, son considerados marginales si no directamente locos; en todo caso se los considera “ajenos al mundo” y no aptos para el ejercicio del poder.

Ahora bien, el poder soviético se definió explícitamente como gobierno de la razón dialéctica, paradójica; como respuesta al carácter paradójico del capital y de la mercancía, tal como fue descripto por Marx. El partido comunista combate la conspiración del capital apropiándose de esa conspiración, conformando una contraconspiración y colocándose como sujeto de esa contraconspiración en el centro de la sociedad: como partido de gobierno. La revolución comunista es la puesta al descubierto, confirmación y materialización de la sospecha de que detrás de la ilusión de una sociedad abierta se ocultan espacios cerrados de un poder manipulador, conspirativo, que tiene su lugar en la paradoja oscura. Puesta al descubierto, divulgación, apropiación de esa paradoja son actos genuinamente filosóficos que autorizan al filósofo a hacerse cargo del poder. El poder soviético debe ser interpretado sobre todo como intento de hacer realidad el sueño de toda la filosofía desde su fundación platónica, y de establecer el gobierno de los filósofos. Todo dirigente comunista que se preciara se consideraba un filósofo cuya praxis constituía en primer lugar un aporte al desarrollo de la teoría comunista. En ese sentido, una derrota práctica podía considerarse tan instructiva, y por consiguiente tan valiosa, como un éxito. Aquí el poder comunista se diferencia, por cierto, de los regímenes fascistas con los que se lo compara a menudo; porque estos regímenes, aunque totalitarios, no son suficientemente totales. El discurso fascista sigue siendo un discurso sofista porque sostiene explícitamente que hace va1er el interés de una raza determinada o de un Estado determinado contra otras razas o Estados. En cambio el discurso comunista, dialéctico materialista, tiene únicamente el todo como objeto. Esto sin duda no significa que este discurso no tenga enemigos, pero no se deja arrebatar su poder soberano de determinar por sí mismo quiénes son sus enemigos. El comunismo no conoce una relación amigo-enemigo que lo preceda y lo determine. Aun cuando el movimiento comunista sostenga que defiende los intereses de la clase obrera contra la clase burguesa, la división de la sociedad en determinadas clases que subyace a esta aspiración es, a su vez, un producto de la teoría marxista. En consecuencia, la dirigencia comunista siempre se reservó el derecho de determinar por sí misma quién cuándo y por qué debe ser declarado miembro del proletariado o de la burguesía. Ser total significa no tener enemigos, excepto aquellos que uno se ha hecho a sabiendas y deliberadamente.

2. La paradoja en el poder

La Unión Soviética se concebía, en efecto, como un Estado gobernado únicamente por la filosofía: la dirigencia comunista estaba legitimada como dirigencia principalmente porque sostenía una doctrina filosófica determinada: el marxismo-leninismo. Otra legitimación no tenía esta dirigencia. Por eso filosofar fue siempre el primer deber para la dirigencia comunista. La doctrina marxista-leninista era entendida como la unidad del Materialismo Dialéctico, el Materialismo Histórico y el Comunismo Científico. El Materialismo Dialéctico se consideraba la parte más importante, decisiva, de esta tríada, porque las demás partes resultaban de la aplicación de las tesis generales del Materialismo Dialéctico a la comprensión de la historia y a la planificación del futuro comunista.

Ahora bien, la ley central del Materialismo Dialéctico era la unidad y el conflicto de los opuestos. Seguir esta ley significaba de hecho pensar en paradojas, aspirando a la paradoja máxima, la más radical, como meta del pensamiento. Vale aclarar que la aspiración a una paradoja cada vez mayor como ícono lógico, verbal, del todo es algo que el Materialismo Dialéctico tomó de la dialéctica hegeliana. Pero Hegel utiliza el resplandor de la evidencia que irradia su discurso paradójico únicamente para legitimar el Estado moderno, que a su vez ya no es pensado como paradójico. Para Hegel, el pensamiento paradójico es parte del pasado. Aquí Hegel repite en el fondo la misma figura conceptual que ya encontramos en Platón o en Descartes: se formula una paradoja definitiva (el más sabio es el que no dispone de sabiduría; sólo quien duda de todo, incluida su existencia, sabe que existe) y con la evidencia de esa paradoja se legitima el discurso posterior, que ya no es paradójico sino correcto en términos lógico-formales. Esta confinación hegeliana de la paradoja al pasado fue objetada en su momento por Kierkegaard, quien mostró que la paradoja de la fe, que consiste en que uno cree reconocer lo divino sólo en un finito determinado, individual, y no en todo finito (por ejemplo, sólo en Jesucristo y no en cualquier predicador ambulante), no puede ser confinada al pasado.3 La paradoja no sólo debe fundamentar un gobierno, sino que debe más bien ejercer el gobierno.

Pero el Materialismo Dialéctico no es más que la afirmación de que no sólo en el pasado se pueden localizar las contradicciones, porque la propia “realidad material” es intrínsecamente contradictoria, paradójica. Incluso si las contradicciones son descubiertas y son objeto de reflexión “en el espíritu”, no se las puede eliminar, siguen teniendo efecto en la realidad. No es posible superar las contradicciones, encerrarlas en la memoria. Sólo es posible administrarlas, y su administración deberá ser real, material. Lo “material” del Materialismo Dialéctico no significa la primacía de la materia como la entienden las ciencias positivas. La fórmula clave del Materialismo Dialéctico, que tenían que aprender todos los estudiantes soviéticos, decía: El ser determina la conciencia. La palabra “materia” ni siquiera aparece en esta fórmula. Por “ser” se entiende aquí el carácter contradictorio del ente en su totalidad, que determina la conciencia individual porque la conciencia no puede evitar quedar envuelta en esas contradicciones.

Pensar en términos dialéctico-materialistas significa, por lo tanto, pensar en términos consecuentemente contradictorios, pensar en paradojas. Todas las formulaciones centrales del Materialismo Dialéctico se distinguen por su carácter consecuentemente paradójico. Y a la inversa: todo intento de disminuir el grado de paradojalidad del Materialismo Dialéctico, de aplanar o incluso de eliminar esa paradojalidad, era condenado como síntoma de “parcialidad”, de la incapacidad de pensar el carácter contradictorio del todo. La crítica de la parcialidad desempeñaba en el régimen lógico del Materialismo Dialéctico el mismo papel que la crítica de la contradicción interna en el contexto de la lógica formal. Si un enunciado era catalogado como parcial y no dialéctico, era desestimado automáticamente, y su autor descalificado. Pero ser parcial significaba más o menos lo mismo que ser correcto en términos lógico-formales, no ser paradójico. El régimen lógico del Materialismo Dialéctico era diametralmente opuesto al régimen lógico del pensamiento burgués, lógico-formal. Las proposiciones que desde la perspectiva de la lógica formal eran paradójicas, y por ende no válidas, desde la perspectiva del Materialismo Dialéctico eran las únicas verdades que podían captar la realidad. Los enunciados exentos de contradicciones desde el punto de vista lógico, en cambio, eran desestimados por parciales, y por consiguiente no válidos.

La exigencia de máxima contradicción interna valía no sólo para el discurso filosófico, sino también para el político. Un ejemplo temprano es la famosa discusión que se desencadenó con particular virulencia en el ala izquierda de la socialdemocracia rusa en 1908. La cuestión que había que discutir era la siguiente: ¿hay que participar de las elecciones que han sido convocadas bajo la supervisión del régimen zarista y conforme a sus reglas, y enviar a los diputados a la Duma (parlamento), o hay que seguir negando la legitimidad del régimen zarista y luchar contra este régimen desde la clandestinidad? Esta cuestión había escindido profundamente al partido en “liquidadores”, que querían renunciar a la lucha clandestina y reorganizar la socialdemocracia como un partido político que operara exclusivamente en la legalidad, y los “otsovistas”, que exigían que los diputados socialdemócratas abandonaran la Duma y que todo el partido pasara a la clandestinidad. Lenin propuso en aquel momento una solución para el problema que hizo escuela: enviar a los diputados a la Duma y también combatir el régimen, incluida la Duma, desde la clandestinidad. Para Lenin, la paradoja consistente en que entonces el partido combatiría a sus propios diputados después de haberlos enviado a la Duma no era motivo para cuestionar la propuesta. Al contrario: para Lenin, precisamente el carácter paradójico de su propuesta la hacía dialéctica, y por consiguiente correcta; correcta en el sentido de que la lucha proletaria abarcaba así el todo del campo social: se la llevaba a cabo tanto dentro de la Duma con medios pacíficos como fuera de la Duma, preparando la revolución. Aquí se ve con claridad el beneficio que surge de formular un programa político como paradoja: de esa manera se enfoca la totalidad del campo político y se actúa no por exclusión sino por inclusión.

También las discusiones partidarias posteriores tuvieron el mismo trámite. Cada discusión concluía con una formulación que tenía la forma de la paradoja. Después de la revolución, por ejemplo, Trotski abogó por darles a los obreros una rigurosa organización cuasi militar, que los tuviera preparados para el combate, y por obligar a los campesinos a alimentar a los ejércitos de trabajadores proletarios. Otros, como por ejemplo, Bujarin y Rýkov, tenían una posición más moderada. Querían que los campesinos se “integraran” de la manera más pacífica posible al socialismo y estaban dispuestos a aceptar que por ese motivo el crecimiento de la industria fuera un poco más lento. Así se constituyeron desviaciones a izquierda y derecha de la línea general de partido, cuyas luchas internas definieron la vida del país durante mucho tiempo, hasta que a comienzos de los años treinta triunfó la línea general, representada por Stalin, siendo liquidados en el transcurso de la década los disidentes a izquierda y derecha. ¿Pero cómo se define esa línea general? Se la puede formular como la suma de las demandas de las oposiciones de izquierda y de derecha. En todos los textos y discursos de Stalin, así como en los documentos oficiales del partido de esa época, no es posible descubrir nada que no se conociera ya de los discursos y escritos de diversas oposiciones. La única diferencia -aunque decisiva- es que aquí se aceptan y afirman simultáneamente las demandas opuestas de las distintas oposiciones intrapartidarias. Por ejemplo, había que combinar el crecimiento más rápido posible de la industria con el florecimiento de la agricultura, que se condicionarían mutuamente en forma dialéctica, etc.

La lógica de las discusiones intrapartidarias de esos años se puede resumir, por lo tanto, del siguiente modo: una desviación se consideraba desviación no en virtud de lo que afirmaban los representantes de esa desviación, sino como consecuencia de su negativa a aceptar como una afirmación también verdadera lo contrario de lo que ellos afirmaban. Eso descalificaba a los disidentes como “parciales”. En efecto: todas sus demandas eran aceptadas por la línea general, todas sus afirmaciones siempre encontraban ya cabida y consideración en la paradoja dominante. Así que se podía preguntar: ¿Qué más quieren los disidentes en realidad? La respuesta sólo podía ser que no sólo querían algo sino que querían todo, porque no sólo afirmaban algo -lo cual se reconocía como perfectamente legítimo- sino que iban más allá y negaban lo contrario de lo que afirmaban. Para la lógica formal, que aspira a la ausencia de contradicción en sus enunciados, este segundo paso, es decir, la negación de lo contrario de lo que se afirma, en realidad no se considera otro paso: la negación de lo contrario de lo que uno afirma sólo parece ser una consecuencia trivial de esa afirmación. Pero para el Materialismo Dialéctico el segundo paso es lógicamente independiente del primero, y al mismo tiempo es decisivo, porque precisamente este segundo paso decide sobre la diferencia entre la vida y la muerte.

El Materialismo Dialéctico cree que la vida es intrínsecamente contradictoria. Por eso el Materialismo Dialéctico pretende captar la vida en paradojas, para poder gobernarla. Para el Materialismo Dialéctico lo que está vivo es únicamente el todo, la totalidad. Por eso cuando dice A no quiere que le impidan decir al mismo tiempo No A, porque si se prohibiera No A, esto significaría para el Materialismo Dialéctico excluir a No A del todo, y entonces el todo dejaría de ser todo y de estar vivo. Y además: el Materialismo Dialéctico no sólo quiere hablar sobre la vida, quiere más bien que su propio discurso sea un discurso vivo. Y estar vivo significa para el Materialismo Dialéctico justamente ser contradictorio, paradójico. Las máquinas se diferencian de los seres humanos sobre todo porque piensan correctamente desde una perspectiva lógico-formal. Si se confronta a una máquina con una paradoja, la máquina necesariamente fracasa. El ser humano, en cambio, puede vivir bien en la paradoja y mediante la paradoja. Más aún: en realidad sólo puede vivir realmente en la paradoja que le permite acceder a lo total de la vida. Vale aclarar que lo total es diferenciado aquí rigurosamente de lo universal. La universalidad de un enunciado significa su validez general. Pero desde la perspectiva del Materialismo Dialéctico la pretensión de validez general de un enunciado es vista meramente como una parcialidad radical, porque la alternativa queda totalmente excluida. Quien pretende el estatus de universalidad para sus enunciados parciales, lógicamente correctos, actúa contra la razón dialéctica del partido, que no piensa en términos universales sino totales.

Esta declaración selló la suerte de las oposiciones. Todas ellas fueron acusadas por la dirigencia estaliniana de querer matar con sus formulaciones parciales, universalistas, correctas en términos lógico-formales, en apariencia exentas de contradicciones, el lenguaje comunista, un lenguaje vivo por ser paradójico. En la línea general -y por lo tanto con vida- quedaron sólo quienes estaban dispuestos a usar un lenguaje vivo, es decir, los que comprendieron que de la corrección de la afirmación propia no se sigue en absoluto que lo contrario de esa afirmación no sea correcto. La lógica del Materialismo Dialéctico es una lógica total, a diferencia de la lógica formal o de la lógica dialéctica de cuño hegeliano. La lógica formal excluye la paradoja, la lógica dialéctica hegeliana hace que la paradoja se diluya en el tiempo. La lógica total afirma la paradoja como principio de la vida, que también incluye la muerte, como ícono del todo, de lo total. La lógica total es total porque hace aparecer lo total en su esplendor, porque piensa y afirma al mismo tiempo la totalidad de todos los enunciados posibles. La lógica total es una lógica genuinamente política: es paradójica y ortodoxa a la vez.

El Materialismo Dialéctico soviético oficial suele ser visto -en especial por la izquierda occidental- como rígido, dogmático y por ende intelectualmente improductivo, y en última instancia como irrelevante desde el punto de vista teórico. Con la caracterización del pensamiento oficial soviético como dogmático en cierto sentido se puede estar de acuerdo. Pero esa caracterización sola no alcanza para apreciar correctamente ese pensamiento, porque no se aclara el significado de la palabra “dogmático”. Cuando se dice de una persona que piensa dogmáticamente lo que se quiere decir por lo general es que esa persona tiene una determinada visión del mundo y que persevera en esa visión, más allá de todas las objeciones que puedan demostrar que esa visión es intrínsecamente contradictoria o que está en contradicción con la realidad. Tal insensibilidad se atribuye casi siempre a la obstinación personal, al enceguecimiento ideológico de ese individuo, o peor aún: a su negativa consciente a reconocer las verdades desagradables y a sacar conclusiones inevitables. La ideología soviética se distingue, en efecto, por una cierta inmunidad con respecto a las pruebas que demuestran que es intrínsecamente contradictoria y que además está en contradicción con la realidad. Pero la razón de esa inmunidad no está en su terquedad o insensibilidad con respecto a tales argumentos. La razón de esa inmunidad es más bien la convicción de la ideología soviética de que la demostración del carácter contradictorio de su visión del mundo no refuta esa visión, sino que la confirma.

En efecto, a quien hubiera estudiado el Materialismo Dialéctico en la Unión Soviética las críticas occidentales a esta doctrina no podían sino causarle asombro. Porque esas críticas funcionaban exactamente como las argumentaciones de las distintas oposiciones intrasoviéticas antes del afianzamiento de la ortodoxia estalinista. Para algunos la ortodoxia estalinista no era lo suficientemente humanista; para otros era demasiado humanista porque apostaba demasiado al individuo y tenía muy poco en cuenta las dinámicas anónimas del desarrollo social. Para algunos esta ortodoxia era demasiado dialéctica, para otros era muy poco dialéctica. Para algunos esta ortodoxia era demasiado voluntarista, en cambio para otros le faltaba precisamente el activismo. La lista de ejemplos es interminable. Si en aquellos años un estudiante del Materialismo Dialéctico se quedaba perplejo ante esas críticas, sus profesores en el fondo le daban un solo consejo: pensar esas críticas todas juntas. Quien lo hace obtiene como resultado el Materialismo Dialéctico. Sobre todo en los años sesenta y setenta aparecieron en la Unión Soviética cientos y miles de publicaciones con la crítica de la crítica occidental a la ideología soviética. Todas esas publicaciones sostenían, en el fondo, una sola tesis: las críticas en cuestión se contradicen, y así producen, tomadas en conjunto, un enunciado del Materialismo Dialéctico. Así quedaba demostrada sin gran esfuerzo la superioridad del Materialismo Dialéctico con respecto a todos sus críticos: con la simple y sola aplicación de las reglas de la lógica total. Esta aplicación era deliberadamente repetitiva porque la situación se repetía constantemente: la ideología soviética era criticada por dos posiciones contrapuestas, que así la confirmaban. Esta repetitividad producía la impresión de que el Materialismo Dialéctico es una doctrina cerrada, que excluye toda oposición. Pero era el caso contrario: la lógica total es una lógica abierta porque acepta al mismo tiempo A y No A, y en consecuencia no excluye a nadie. El Materialismo Dialéctico funciona más bien como exclusión de la exclusión. Acepta toda oposición. Pero no acepta la negativa de esa oposición a aceptar la oposición que se le opone. El Materialismo Dialéctico pretende ser absolutamente abierto, excluyendo así todo lo que no quiere ser tan abierto como él.

Esta clase de lógica total tiene, por cierto, una larga prehistoria. Para no adentrarnos demasiado en el pasado: los dogmas del cristianismo no son más que paradojas. La divina trinidad es descripta como identidad de uno y tres. Jesucristo es descripto como unidad de lo divino y lo humano, que si bien son incompatibles también son inseparables: Cristo es todo hombre, todo Dios y al mismo tiempo la unidad de Dios y el hombre. Ya con estos ejemplos se ve con claridad que la ortodoxia cristiana piensa en paradojas. Pero a la vez este pensamiento de ninguna manera es ilógico. Puesto que el pensamiento teológico pretende pensar el todo, excluye consecuentemente todo lo que no es suficientemente paradójico: todo lo que es demasiado correcto desde la perspectiva lógico-formal, coherente, exento de contradicciones y por consiguiente parcial. Todas las doctrinas teológicas que pretendían ser lógicamente correctas y, por ejemplo, ver en Cristo sólo a Dios o sólo al hombre eran catalogadas como herejías por la dogmática cristiana, y sus representantes perseguidos por la Iglesia. Al mismo tiempo, la dogmática eclesiástica no constituye otra cosa que la suma de esas herejías. Como la dogmática comunista, la dogmática cristiana pretende ser totalmente abierta, inclusiva; y persigue las herejías sólo porque estas pretenden excluir a las herejías opuestas.

A la vez, el pensamiento teológico busca la máxima paradoja posible, que excluya de manera absolutamente radical la posibilidad de subsumir esa paradoja en un pensamiento coherente, correcto desde la perspectiva lógico-formal, parcial. Cuando Tertuliano dice credo quia absurdum, seguramente no quiere decir que está dispuesto a creer cualquier absurdo sólo porque es un absurdo. Lo que quiere decir es más bien que sólo lo absurdo del cristianismo puede cumplir con los criterios lógicos de lo perfectamente absurdo, es decir, del carácter perfectamente paradójico, y que por eso sólo el cristianismo satisface la pretensión de servir como ícono del todo. Por lo tanto, la lógica total del comunismo es sucesora de la lógica total de la dogmática cristiana y de su búsqueda de la autocontradicción perfecta. La razón es que el comunismo es la forma más perfecta del ateísmo, una tesis que Marx y Lenin nunca se cansaron de repetir. Ni la lógica formal ni la lógica dialéctica permiten pensar el todo: la lógica formal excluye la paradoja, la dialéctica temporaliza la paradoja. De esa manera, el pensamiento “divino”, teológico, que puede pensar el todo porque sigue las reglas de la lógica total, sigue siendo superior a todo pensamiento meramente “humano”. El pasaje al ateísmo radical sólo se puede efectuar si la razón humana se apropia de la lógica total de la ortodoxia paradójica, no dejándole a lo divino más lugar lógico libre, vacante.

Ahora bien, sin duda se puede decir -y en efecto se lo ha dicho con frecuencia- que la lógica total, que argumenta en paradojas, lleva a que el individuo que la practica en algún momento empiece a pensar y actuar de un modo cínico y oportunista. La arbitrariedad del poder se torna ilimitada porque las reglas de la razón ya no le ponen límites. En este sentido, la lógica total del Materialismo Dialéctico está brillantemente parodiada en 1984, la novela de Orwell. Pero lo brillante de esa parodia no debe ocultarnos que ella misma no es más que un reflejo del esplendor de la evidencia generado originalmente por el pensamiento paradójico. La lógica total sigue siendo una lógica. La razón paradójica, dialéctica, sigue siendo una razón que tiene sus reglas; porque pensar consecuentemente en paradojas supone una dificultad enorme. La historia de las herejías cristianas y comunistas es suficiente para demostrar esa dificultad. La herejía es para la lógica total lo que es la incoherencia para la lógica formal. Y evitar el aplanamiento de la paradoja es por lo menos tan difícil como evitar la paradoja misma. A la teología cristiana le llevó siglos de esfuerzo intelectual llegar a formulaciones perfectamente paradójicas, o que por lo menos parecen serlo. Para eso tuvo que librar una lucha constante con las herejías que podían debilitar la paradoja en una dirección u otra haciendo que la teología se viera sometida a las reglas de la lógica formal y perdiera su pretensión de totalidad. De la misma manera, al poder soviético le llevó décadas de discusiones intensas, intelectualmente ambiciosas, llegar a las formulaciones paradójicas casi perfectas que resumen la ortodoxia estalinista.

La famosa Historia del partido comunista de la Unión Soviética (1938), hecha bajo la supervisión de Stalin, relata la historia del movimiento comunista sobre todo como la historia de la lucha contra las diversas herejías, en busca de una ortodoxia perfectamente paradójica. Lo más interesante es el capítulo del libro que está dedicado exclusivamente a exponer el Materialismo Dialéctico e Histórico. Cuenta la leyenda que fue el propio Stalin quien escribió este capítulo. Y, en efecto, a cualquiera que haya leído mucho de Stalin el estilo del capítulo le suena inconfundiblemente familiar. Sea como fuere, se trata aquí de un texto en el que el discurso filosófico soviético oficial ha adquirido su forma canónica, ortodoxa, de la que más adelante ya casi no se desvió.

Al comienzo del capítulo se caracteriza el Materialismo Dialéctico del siguiente modo: “Algunos filósofos de la antigüedad entendían que el descubrimiento de las contradicciones en el proceso discursivo y el choque de las opiniones contrapuestas era el mejor medio para encontrar la verdad. Este método dialéctico de pensamiento, que más tarde se hizo extensivo a los fenómenos naturales, se convirtió en el método dialéctico de conocimiento de la naturaleza, consistente en considerar los fenómenos naturales como sujetos a perpetuo movimiento y cambio y el desarrollo de la naturaleza como el resultado de las contradicciones existentes en esta, como el resultado de la acción mutua de las fuerzas contradictorias en el seno de la naturaleza.” (p. 141)4 Stalin (si realmente se trata de Stalin) destaca más adelante que el método dialéctico puede y debe pensar el todo, la totalidad: “Por eso, el método dialéctico entiende que ningún fenómeno de la naturaleza puede ser comprendido si se le enfoca aisladamente, sia conexión con los fenómenos que le rodean.” (p. 142) Y más adelante Stalin remite a formulaciones de Lenin al respecto: “Dialéctica en sentido estricto, es -dice Lenin- el estudio de las contradicciones contenidas en la misma esencia de los objetos.” (p. 146)5 Y Stalin declara entonces: “Tales son, brevemente expuestos, los rasgos fundamentales del método dialéctico marxista”. (ibid.)

Queda claro así que para Stalin el todo del mundo es intrínsecamente contradictorio y que esas contradicciones a la vez se reproducen constantemente en cada cosa del mundo. Por lo tanto, entender el mundo significa entender la contradicción que define la configuración del mundo en un momento dado. La dinámica de la evolución social está determinada para Stalin sobre todo por las contradicciones entre base y superestructura. Las fuerzas de producción jamás se expresan simplemente a través de las relaciones de producción y sus respectivas instituciones culturales. La superestructura no es un mero reflejo pasivo de la base. Porque el orden institucional y la reflexión teórica jamás pueden reflejar con neutralidad, con objetividad, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. Puede suceder más bien que la superestructura se atrase con respecto al desarrollo de las fuerzas productivas, y por lo tanto demore el desarrollo social, o que preceda a ese desarrollo y por lo tanto lo impulse conscientemente. En el primer caso se trata de una superestructura reaccionaria; en el segundo, de una progresista.

Por un lado, Stalin afirma: “Esto quiere decir que, en política, para no equivocarse y no convertirse en una colección de vacuos soñadores, el Partido del proletariado debe tomar como punto de partida para su actuación, no los ‘principios’ abstractos de la ‘razón humana’, sino las condiciones concretas de la vida material de la sociedad, que constituyen la fuerza decisiva del desarrollo social; no los buenos deseos de los ‘grandes hombres’, sino las exigencias reales impuestas por el desarrollo de la vida material de la sociedad.” (p. 155) Pero por otro lado, las ideas no son una cuestión secundaria: “Pero las ideas y teorías sociales no son todas iguales. Hay ideas y teorías viejas que han cumplido ya su misión y que sirven a los intereses de fuerzas sociales caducas. Su papel consiste en frenar el desarrollo de la sociedad, su marcha progresiva. Y hay ideas y teorías nuevas, avanzadas, que sirven a los intereses de las fuerzas de vanguardia de la sociedad. El papel de éstas consiste en facilitar el desarrollo de la sociedad, su marcha progresiva, siendo su importancia tanto más grande cuanto mayor es la exactitud con que responden a las exigencias del desarrollo de la vida material de la sociedad. En relación con esto, dice Marx: ‘La teoría se convierte en una fuerza material tan pronto como prende en las masas’ (C. Marx y F. Engels, Obras Completas, I, p. 406)”. (p. 156)6

Stalin rechaza, por lo tanto, a los teóricos que se niegan a conceder a la superestructura un rol activo en el proceso histórico. Pero al mismo tiempo argumenta contra la otra desviación, la opuesta, que exagera el rol configurador de la superestructura: “El fracaso de los utopistas, incluyendo entre ellos los populistas, los anarquistas y los socialrevolucionarios, se explica, entre otras razones, porque no reconocían la importancia primaria de las condiciones de vida material de la sociedad en cuanto al desarrollo de ésta, sino que, cayendo en el idealismo, erigían toda la actuación práctica, no sobre las exigencias del desarrollo de la vida material de la sociedad, sino, independientemente de ellas y en contra de ellas, sobre ‘planes ideales’ y ‘proyectos universales’, desligados de la vida real de la sociedad.” (p. 155) Por lo tanto, la historia es descripta por Stalin como un proceso impulsado por la contradicción permanente entre la base y la superestructura de la sociedad, en el que ninguna de las dos partes puede prevalecer.

Pero la cuestión central que se plantea es la del medio en el que surge esa contradicción que impulsa el proceso histórico. En efecto: Si la base y la superestructura están en contradicción, en una relación de tensión, hay que presuponer un medio que no sea ni base ni superestructura pero que al mismo tiempo incluya tanto a la base como a la superestructura, de modo que la contradicción entre ambas pueda surgir y articularse en ese medio. De todas formas, Stalin recién plantea la pregunta por este tipo de medio mucho más tarde, en 1950. Y la responde del siguiente modo: ese medio e la lengua.

En los escritos tardíos de Stalin, que se publicaron poco antes de su muerte, se reflexiona con cierta demora sobre el linguistic turn revolucionario que políticamente el partido comunista soviético había realizado mucho antes. Stalin redacta esos escritos en una forma algo inusual: como respuestas a preguntas que supuestamente le fueron planteadas por gente “sencilla”. En el primer texto se trata de respuestas a las preguntas de un “grupo” anónimo “de camaradas jóvenes”, que presuntamente le pidió a Stalin que manifestara en la prensa su opinión sobre los problemas de la lingüística. Luego siguieron las respuestas a las preguntas de la camarada Krashenínnikova, de la que no se dan otros datos y que tampoco nadie conocía; y más tarde, respuestas a las preguntas de los camaradas Sanzhéev, Belkin, Furer y Jolópov, también desconocidos para la mayoría de los lectores y cuyo origen y posición eran un misterio. De modo que se tiene la impresión de que Stalin incursionó en el género literario del soliloquio, distribuyendo las preguntas que él mismo se hacía entre los personajes ficticios para mantenerse en el plano de lo fragmentario y a la vez conferirle a todo el texto un carácter vivo y provisorio. Las respuestas fueron reproducidas durante varios días en el periódico Pravda como una novela por entregas. Cada nuevo complejo de preguntas atribuido a una nueva persona apuntaba a precisar y completar las respuestas que, en opinión de Stalin, en el soliloquio anterior habían sido formuladas de manera incompleta o sin la suficiente claridad. Toda la empresa es un ejemplo singular de una autoentrevista realizada en público, absolutamente experimental, insegura, que no tiene un verdadero principio ni fin. De todas formas, hay algo que queda claro al leer este peculiar testimonio de la vida interior de un dirigente político: Stalin tenía tanto apuro por publicar de inmediato los conocimientos a los que había arribado, inconclusos, fragmentarios, provisorios, porque tenía la sensación de haberse encontrado con algo muy importante y no quería dejar al mundo ni un minuto en la ignorancia de su descubrimiento.

Lo que motivó originalmente esta autoentrevista de Stalin fue la tesis de N. Y. Marr, influyente lingüista soviético de la época, de que la lengua forma parte de la superestructura. Stalin objeta con vehemencia esta tesis cuestionando que la lengua sea específica de la clase, que es lo que vale siempre para la superestructura, y afirma: “Si la lengua existe, si ha sido creada, es precisamente para que sirva a la sociedad, considerada como un todo; para que sea común a todos los miembros de la sociedad y única para ésta; para que sirva por igual a sus miembros, sea cual fuere la clase a la que pertenezcan. […] En ese sentido, la lengua, que se diferencia en principio de la superestructura, no se distingue de los instrumentos de producción, por ejemplo, de las máquinas, que son tan indiferentes a las clases como la lengua y que pueden servir por igual tanto al régimen capitalista como al socialista.” (p. 4 s.)7 (Pravda, 20-6-1950). Pronto queda claro, entonces, por qué Stalin reacciona con tanta vehemencia a la tesis del carácter superestructural de la lengua. La superestructura no es total: al distinguirse de la base, es limitada. Si la lengua forma parte de la superestructura, eso significa que su influencia también es limitada. Y esta limitación no le gusta para nada a Stalin. La razón es clara: puesto que en la Unión Soviética todo lo económico era decidido y controlado en la lengua, la pretensión de liderazgo del propio Stalin sería limitada y su poder para disponer sobre la organización de la base de la sociedad soviética quedaría recortado si la lengua quedara encerrada en el ámbito restringido de la superestructura.

Por eso Stalin afirma: “La lengua, por el contrario, está ligada directamente a la actividad productora del hombre, y no sólo a la actividad productora, sino a cualquier otra actividad del hombre en todas las esferas de su trabajo, desde la producción hasta la base, desde la base hasta la superestructura. […] Por eso, la esfera de acción de la lengua, que abarca todos los campos de la actividad del hombre, es mucho más amplia y variada que la esfera de acción de la superestructura. Más aún, es casi ilimitada”. (p. 7) Pero Stalin logra clarificar definitivamente su intención al formular lo siguiente: “A diferencia de la superestructura, que no está ligada a la producción directamente, sino a través de la economía, la lengua está directamente ligada a la actividad productora del hombre, lo mismo que a todas sus demás actividades en todas las esferas de su trabajo, sin excepción.” (p. 22) Stalin quiere garantizar que la lengua tenga un acceso directo a la producción, “inmediato”, es decir, no mediado por la economía, para que la lengua se convierta en el medio en el que la superestructura consigue el poder de organizar directamente a la base.

Ahora bien, Stalin recién se da cuenta más tarde, es decir después de publicar su primer soliloquio, del peligro de que el medio de la lengua pueda entenderse meramente como algo que vincula la base y la superestructura, y no como algo que impera sobre ellas. Esta es la impresión a la que Stalin quiere anticiparse en sus respuestas a la camarada Krashenínnikova. Stalin vuelve a afirmar: “En pocas palabras: no puede incluirse a la lengua ni en la categoría de las bases ni en la categoría de las superestructuras. Tampoco puede incluírsela en la categoría de los fenómenos ‘intermedios’ entre la base y la superestructura, pues tales fenómenos ‘intermedios’ no existen.” (p. 34) Y luego vuelve a preguntarse: “Pero, ¿quizá puede incluirse la lengua en la categoría de las fuerzas productivas de la sociedad, por ejemplo, en la categoría de los instrumentos de producción? En efecto, entre la lengua y los instrumentos de producción hay cierta analogía: los instrumentos de producción, lo mismo que la lengua, manifiestan cierta indiferencia hacia las clases y pueden servir por igual a las diversas clases de la sociedad, tanto a las viejas como a las nuevas. ¿Ofrece esta circunstancia fundamento para incluir la lengua en la categoría de los instrumentos de producción?” (p. 34 s.) La respuesta es: “No, no lo ofrece”, porque la lengua como tal no produce bienes materiales. Pero además tampoco necesita producirlos porque es material desde siempre. Stalin polemiza en el mismo texto con la opinión de Marr de que puede haber un pensamiento sin lenguaje: “No existen pensamientos desnudos, libres del material idiomático, libres de la ‘materia natural’ idiomática.” (p. 37) (Pravda, 29 de junio de 1950)

Ahora queda bien claro: la lengua no es superestructura ni base, ni es fuerza productiva. Pero es tanto superestructura como base y fuerza productiva, porque sin la lengua no hay ni puede haber nada. Y no sólo es fuerza productiva cuando “se apodera de las masas”, sino que es netamente material en su origen y está ligada “directamente” a todo lo material, eludiendo a la economía. Dicho de otro modo: la lengua es perfectamente capaz de sustituir por completo a la economia, al dinero, al capital, porque tiene un acceso. directo a todas las actividades y a todos los ámbitos de la vida humana. Por lo tanto, lo decisivo para que la lengua funcione como lengua no es su rol como materia prima para la producción de las distintas mercancías lingüísticas, que se vinculan con el resto de los ámbitos de la vida a través de la economía al ser sometida la circulación de estas mercancías a las condiciones generales del mercado. La lengua tiene más bien la capacidad de vincular base y superestructura en forma directa, inmediata, y de anular así a la economía. Es evidente que precisamente esta capacidad de la lengua es la que es realizada en una sociedad socialista, comunista.

Que la lengua adquiera así una definición intrínsecamente contradictoria, paradójica, porque no se la define como base ni como superestructura, ni como algo que no es base ni superestructura, es algo que a Stalin, por cierto, no le preocupa. Al contrario, tiende a protestar contra los que califica de “dogmáticos”8 y “talmudistas” (p. 49). Estos se caracterizan por entender el marxismo como un “dogma muerto”. Con dogma Stalin se refiere en este caso a un enunciado exento de contradicciones, que aspira a una validez universal y que se resiste a la “contradicción viva”. Con consecuente dureza reacciona Stalin ante la supuesta crítica del camarada Jolópov, que dice haber descubierto una contradicción entre afirmaciones antiguas y nuevas de Stalin sobre la lingüística. Stalin no discute que esa contradicción exista, pero se niega a aceptar la contradicción como una crítica. Escribe: “Por lo visto, el camarada Jolópov ha descubierto una contradicción entre estas dos fórmulas y, firmemente convencido de que debe ser suprimida, considera necesario desembarazarse de una fórmula, como injusta, y asirse a la otra fórmula, como justa para todos los tiempos y todos los países; pero no sabe a qué fórmula precisamente asirse. Resulta algo así como una situación sin salida. El camarada Jolópov ni siquiera sospecha que ambas fórmulas pueden ser justas, cada una para su época.” (p. 49) Y Stalin continúa: “Así les ocurre siempre a los dogmáticos y a los talmudistas, que, sin penetrar en la esencia de las cosas y citando mecánicamente, sin relación con las condiciones históricas a que se refieren las citas, se ven siempre en una situación sin salida.” (ibid.) (Pravda, 2 de agosto de 1950)

Stalin suaviza un poco su aprobación de la contradicción refiriéndose a que las afirmaciones opuestas de las que se trata se relacionan con distintas épocas y por eso en realidad no entran en contradicción. Pero en el mismo texto resalta la estabilidad transhistórica de la lengua. A espíritus menos simples que el “camarada Jolópov” no se les ocultaba en absoluto que los textos de Stalin sobre lingüística servían de hecho para introducir la contradicción como regla suprema de la lógica. En esa época se había desatado en la Unión Soviética una guerra ideológica en el frente de la biología. La pregunta planteada era cómo se puede distinguir lo vivo de lo muerto, de lo mecánico, de la máquina. Los que estaban en el poder sospechaban que la genética estaba del lado de la muerte porque pretendía someter lo vivo a la combinatoria muerta de los signos. Que la lógica formal tuviera un papel en todo eso hacía la cosa más sospechosa todavía: la lógica formal se entendía como lógica de las máquinas, no de las personas como seres vivos. Ahora bien, en su breve libro La importancia de los trabajos del camarada Stalin sobre cuestiones de lingüística para el desarrollo de la biología soviética,9 A. I. Oparin ve, no sin razón, el paralelo entre las expresiones de Stalin sobre la lengua y las posiciones de Lysenko, que lideraba el bando victorioso de la antigenética. En este contexto, Oparin cita a Lysenko, quien considera que “el objetivo de la fecundación es crear un cuerpo unitario, biológicamente contradictorio, es decir, viable”. Aquí se formula con toda claridad que sólo lo que es intrínsecamente contradictorio puede ser considerado vivo y viable. Lo vivo en sí es entendido aquí como una figura lógica determinada: la figura de la paradoja.

El comunismo de cuño estaliniano se revela así definitivamente como una reactivación del sueño platónico del gobierno de los filósofos, que opera únicamente por medio de la lengua. En el Estado platónico, la lengua de los filósofos se convierte por obra del estamento de los guardianes en una fuerza directa que cohesiona a ese Estado. En el Estado estaliniano no era distinto. Eran los aparatos del Estado los que traducían en acción la lengua del filósofo, y como es de público conocimiento, esa traducción era siempre en extremo brutal. Y sin embargo se trata aquí del gobierno de la lengua, porque sólo por medio de la lengua el filósofo podía obligar a esos aparatos a obedecerle y actuar en nombre del todo. A diferencia de la monarquía clásica, el dominio no es legitimado aquí mediante el cuerpo del monarca (más precisamente, mediante el origen de su cuerpo). El dirigente fascista, dicho sea de paso, también deriva su legitimidad del origen racial de su cuerpo; en ese sentido, el fascismo es una variante democrática de la monarquía. El cuerpo del dirigente comunista, en cambio, es irrelevante para su pretensión de poder. El dirigente comunista sólo puede legitimarse pensando y hablando más dialécticamente, es decir, en realidad más paradójicamente, más totalmente que todos los demás. Si falta esa demostración lingüística, el dirigente tarde o temprano pierde la legitimación.

La aspiración al gobierno de los filósofos, no obstante, es lisa y llanamente parte de la definición de filosofía. Si no se pretende gobernar el todo del mundo, ¿por qué pensar entonces ese todo? Quien quiera eliminar la pretensión de poder total de la filosofía, eliminará la propia filosofía. Lo único que quedará entonces será la historia de la filosofía. Ahora bien, es necesario aclarar aquí un malentendido común que también enturbia la imagen del Estado platónico: el llamado al gobierno de los filósofos suena antidemocrático para mucha gente porque se piensa que la filosofía es un saber especial que la mayoría de los individuos no posee. Se tiene así la impresión de que un gobierno de los filósofos significa un gobierno de elite, que excluye a la mayoría de la gente. Pero: ¿quién es filósofo? Filósofo es todo el que habla mientras habla (o calla elocuentemente), porque toda lengua se relaciona de manera directa o indirecta con el todo y por consiguiente es filosóficamente relevante. En su momento Wittgenstein intentó depurar la lengua cotidiana de la lengua específicamente filosófica, es decir, de la lengua que se relaciona con el todo y por eso tiene que ser paradójica, para que el pueblo se volviera enteramente afilosófico y fuera inmune para siempre al peligro del gobierno de los filósofos. Como se sabe, no lo logró. En lugar de eso, hacia el final de su vida Wittgenstein tuvo que admitir que el anclaje de la filosofía en la lengua misma es demasiado profundo -lo cual para Wittgenstein significa que la lengua desde el origen está demasiado enferma-, de modo que todo el que habla no puede evitar filosofar, es decir, referirse en una forma paradójica al todo de la lengua. El intento de impedir esa referencia no haría más que llevar a una forma específica, totalmente pervertida por ser autodestructiva, del gobierno de los filósofos.

Otro malentendido consiste en que en la actualidad la participación de la lengua suele entenderse como el acceso a redes de comunicación en las que las mercancías lingüísticas circulan bajo las condiciones generales del mercado. Reiteradamente se escuchan demandas tales como que determinados grupos sociales, étnicos o de otra índole deberían poder comunicar en palabras sus inquietudes y que por eso deberían tener acceso a las redes de comunicación. Esas demandas seguramente son legítimas y loables. Pero estamos hablando de la exposición verbal de intereses y pretensiones que son particulares. Por lo general, esos intereses y pretensiones son expuestos con claridad, precisión y coherencia para poder, en definitiva, conciliarse con otras pretensiones, opuestas. Se trata, por lo tanto, de una ampliación del discurso sofista, no de una puesta al descubierto de la dimensión filosófica de la lengua. En primer lugar, al comenzar a circular por las redes comerciales de comunicación que existen las respectivas pretensiones se convierten ellas mismas en mercancías. Y en segundo lugar, el inevitable carácter intrínsecamente contradictorio de esas pretensiones es disimulado haciendo que esas contradicciones se conviertan en conciliaciones en el medio que constituye el dinero. En tanto información y comunicación la lengua pierde su unidad. Se desintegra en diversos discursos cerrados, coherentes, lógicamente correctos, que en el mercado funcionan como mercancías y solamente mantienen su coherencia porque proyectan sus contradicciones al todo del capital, y se hacen pagar por ello. Por lo tanto, la mera exigencia de que se formulen en palabras las pretensiones individuales, particulares, para facilitarles el acceso a las redes pluralistas de comunicación no alcanza para afianzar el dominio de la lengua. Para eso primero hay que poner al descubierto y tematizar lo que tienen en común, lo transindividual de todas las pretensiones y opiniones individuales posibles: su estructura lógica inevitablemente paradójica, autocontradictoria.

La lengua sólo puede triunfar sobre la economía si comienza por el todo, por lo total. En ese sentido, el Estado soviético fue una forma del gobierno de los filósofos. Pero el Estado comunista se diferenciaba del Estado platónico porque en el Estado comunista cada individuo estaba obligado a ser un filósofo, y no sólo la capa gobernante. El soviético sólo podía satisfacer sus necesidades más elementales si era reconocido por el Estado como alguien que piensa filosóficamente. Eso significa que tenía que sentir cada día la temperatura del todo de la lengua para sobrevivir ese día y esa noche. No se trataba solamente de sensibilidad con respecto a la evolución de la situación política, ideológica, cultural del país en sí, sino a la evolución en todo el planeta. Quien no supiera cómo le estaba yendo al partido comunista en Chile y qué nuevas y dañinas aventuras estaba encarando el imperialismo norteamericano en ese preciso momento se arriesgaba a que no le autorizaran una nueva vivienda, un aumento de sueldo o un viaje al extranjero, porque para eso se necesitaba una recomendación de la organización local del partido, y esta sólo daba este tipo de recomendaciones si tenía la sensación de que el soviético en cuestión era genuinamente soviético, es decir, que tenía un pensamiento lo suficientemente filosófico como para poner sus necesidades parciales en el contexto del todo.

La exigencia de pensar y sentir en términos omnilingüísticos y globales era paradójica porque presuponía que el soviético en cuestión pensaba al mismo tiempo tanto soviética como antisoviéticamente. Porque responder correctamente las preguntas planteadas no hubiera sido posible en absoluto si el destinatario de la pregunta no hubiera estado perfectamente informado acerca de qué respuestas se consideraban antisoviéticas, porque de lo contrario era imposible evitar esas respuestas. Todas las discusiones soviéticas presuponían que todos los participantes pensaban desde siempre antisoviéticarnente o que por lo menos sabían con toda precisión qué significaba pensar antisoviéticamente. No por casualidad en esa época todas las declaraciones oficiales dirigidas contra la propaganda antisoviética empezaban casi siempre con las siguientes palabras: “Contra las afirmaciones ampliamente conocidas de fulano o mengano…”, aunque las afirmaciones en sí jamás se daban a conocer oficialmente. La dirigencia comunista descontaba que cada uno conocía esas afirmaciones desde siempre o que -conforme a la lógica total del Materialismo Dialéctico- podía inferirlas rápidamente por sí solo. Por lo tanto, la principal exigencia que se le planteaba al soviético no era pensar soviéticamente, sino pensar al mismo tiempo soviética y antisoviéticamente; pensar, por consiguiente, en términos totales. Por eso muchos de los ideólogos del Materialismo Dialéctico se desconcertaron cuando en la época de Brezhnev los primeros disidentes comenzaron a proclamar públicamente “verdades” sobre la Unión Soviética. Todo el tiempo se escuchaba en ese entonces: Lo que dicen estos disidentes es algo muy conocido, si todos siempre han pensado así, sólo que los textos de los disidentes son muy ingenuos, muy parciales, muy poco dialécticos en su armado. Sólo más tarde se percibió que precisamente lo no dialéctico de los textos de los disidentes fue lo que les abrió el amplio mercado mediático de las actuales redes de comunicación. El primer mercado que nació en la Unión Soviética fue el mercado de las opiniones no dialécticas, correctas desde la perspectiva de la lógica formal, coherentes, es decir, disidentes, heréticas. Pero acostumbrarse al mercado, incluido el mercado de los medios, le resulta difícil a quien ha probado el vino de lo total. Está demasiado embriagado como para reconocer dónde están sus intereses. En realidad, ya no tiene intereses. En algún momento los olvidó o incluso los perdió por completo. Y quedaron en un lugar que ya nadie conoce.

Pero la verbalización total del ser social de todos modos no promete un apaciguamiento de los conflictos sociales, sino, por el contrario, su profundización. En las condiciones que impone la economía capitalista la paradoja puede interpretarse como conflicto de intereses y resolverse por ende mediante una conciliación en el dinero como medio, por lo menos provisoriamente. En la lengua como medio no se puede pagar la paradoja, y por consiguiente tampoco se la puede anular. Eso significa: si el comunismo se entiende como la transferencia de la sociedad a la lengua como medio, su promesa no es un idilio sino la vida en la autocontradicción, en la situación de extrema escisión y tensión internas. El filósofo platónico no encuentra un idilio cuando, tras haber visto el resplandor del logos, vuelve al infierno de la sociedad humana. Stalin compara indirectamente su Materialismo Dialéctico con el Nuevo Testamento cuando compara a sus adversarios con escribas y talmudistas. De modo que lo que le promete al logos hecho carne -en este caso, al partido comunista y al pueblo soviético- no es otra cosa que martirio.

En ese sentido es particularmente esclarecedor un pasaje de la Historia… en el que se hace referencia a Lenin de la siguiente manera: “Refiriéndose a la concepción materialista de un filósofo de la antigüedad, Heráclito, según el cual ‘el mundo forma una unidad por sí mismo y no ha sido creado por ningún dios ni por ningún hombre, sino que ha sido, es y será eternamente un fuego vivo que se enciende y se apaga con arreglo a leyes’, dice Lenin: ‘He aquí una excelente definición de los principios del materialismo dialéctico’ (Lenin, Cuadernos filosóficos, pág. 38)”.10 Por lo tanto, el materialismo dialéctico es una invitación a atravesar el fuego eternamente vivo. Y atravesar el fuego sin quemarse, como se sabe, es algo que sólo puede hacer quien es él mismo un fuego. Dicho sea de paso, esto es algo que las masas soviéticas tuvieron claro desde un principio. La canción más popular de los tiempos de la guerra civil decía en algunos de sus versos: “Por el poder soviético / marchamos al frente audaces / y moriremos todos / todos en este combate”. Esa promesa también fue cumplida. Así sucedió efectivamente. El fuego encendido por el cortocircuito de las oposiciones se propagó. Casi todos sufrieron quemaduras. Muchos murieron quemados. Luego se extinguió el fuego eterno vivo, con arreglo a sus propias leyes y hasta la próxima vez.

3. El comunismo visto desde afuera

Sin embargo, desde afuera el comunismo sólo muy rara vez fue percibido como un fuego que ha sido encendido y propagado por la paradoja lógica, como un vivir en autocontradicción que lo consume todo. La representación del comunismo que predomina, tanto en los simpatizantes como en los adversarios, es la de un idilio organizado en términos lógico-formales y técnico-racionales. Esta es la percepción que por lo general se tiene en mente cuando se plantea si los antiguos regímenes de socialismo de Estado del este europeo pueden considerarse comunistas o no. La abrumadora mayoría de los izquierdistas occidentales sostiene que estos regímenes no hicieron realidad la utopía comunista, sino que la traicionaron. La razón que aducen casi siempre es la total racionalización y burocratización de la vida soviética. Por racionalización se entiende aquí el imperio de la razón instrumental, organizada desde una perspectiva lógico-formal, fría, inhumana. Dicho brevemente: se critica al realsocialismo por haber querido convertir a los seres humanos en autómatas, en máquinas que debían funcionar según un programa, excluyendo y reprimiendo lo genuinamente humano, que consiste en que el individuo no es sólo un animal que piensa racionalmente, también es un animal que desea. En esta apreciación, dicho sea de paso, no hay mucha distancia entre la izquierda y la derecha occidentales. La diferencia está únicamente en que la derecha sospecha en toda utopía un atentado contra la libertad del deseo humano, porque considera inevitable e insalvable el conflicto entre razón y sentimiento, mientras que la izquierda cree en una “verdadera utopía” en el sentido de la reconciliación, o al menos del equilibrio, entre razón y deseo.

La percepción del comunismo como un imperio de la fría racionalidad donde los humanos se transforman en máquinas está influida sobre todo por una gran tradición literaria de proyectos de sociedades utópicas y de polémicas antiutópicas, porque en los tiempos de la Guerra Fría occidente tuvo vedada la experiencia directa del comunismo soviético. Esa tradición literaria va de Platón a Zamiatin, Huxley y Orwell, pasando por Tomás Moro, Campanella, Saint-Simon y Fourier. Ya sea positiva o negativamente, en esta tradición la sociedad utópica es descripta como una sociedad enteramente racionalizada, funcionalizada, rígida, en la que todos sus miembros tienen una función claramente delimitada, en la que toda su vida cotidiana se reglamenta estrictamente, en la que tanto para la sociedad en su conjunto como para cada uno de sus miembros está descartada la posibilidad de desviarse de un programa social planeado con precisión Iógica y estipulado con claridad. Que la desviación esté descartada no necesariamente significa, por cierto, que esté prohibida. En una sociedad utópica la desviación más bien es impensable porque en esa sociedad todos sus miembros tienen el mismo grado de instrucción, todos piensan lógicamente, todos son capaces de comprender la necesidad fundada racionalmente de actuar de una manera y no de otra. En la sociedad utópica no hay más coerción que la de la lógica, y por eso tampoco hay un motivo racional para desviarse del programa social. No obstante, el logos que se encarna en tal sociedad utópica es el logos de la ciencia, exento de contradicciones, coherente, racionalista. No es el logos de la filosofía, intrínsecamente contradictorio, paradójico.

Particularmente en los escritos críticos de la utopía, en los escritos antiutopistas, la sociedad comunista, “totalitaria”, es descripta como una sociedad organizada racionalmente de cabo a rabo, como el imperio irrestricto del logocentrismo. Lo humano del ser humano se manifiesta allí en la resistencia a ese orden racional, en la capacidad de desviarse del programa estipulado socialmente. La antropología moderna no ve la posición del humano entre el animal y Dios, como antes, sino entre el animal y la máquina. Los autores de las primeras utopías tendían a afirmar lo mecánico en el ser humano para distinguir con mayor precisión al humano del animal, porque veían en lo animal el máximo peligro para el humano. Los autores de las antiutopías posteriores afirmaban en cambio lo animal, lo pasional, lo instintivo del ser humano para distinguirlo con mayor precisión de la máquina, porque veían en lo mecánico un peligro mayor para el humano que en lo animal. Si se sigue a esta antropología, la resistencia a la coerción de la lógica fría, mecánica, sólo puede venir de las fuentes de lo irracional: del más allá de la razón, del reino de los sentimientos, que no se pueden eliminar con argumentos, que son inmunes a lo lógico porque son originalmente ambivalentes, contradictorios. Por lo general son el deseo sexual, el amor, los que incitan a los héroes de las novelas antiutópicas a ofrecer resistencia a la lógica coercitiva de una sociedad utópica enteramente racionalizada. Los escritos teóricos dirigidos contra el proyecto social utópico en el fondo argumentan igual que las novelas antiutópicas. Nietzsche apela a la añoranza de la muerte en el humano cuando quiere ironizar sobre el ideal de la existencia segura en una sociedad perfecta. Bataille habla del exceso, de eros y de la fiesta como fuentes de la soberanía; fuentes que la sociedad comunista quiere secar en nombre de la organización racional del proceso de producción social, pero no puede.

Por lo tanto, la argumentación contra el proyecto de la utopía adopta casi siempre la forma de la argumentación en nombre del deseo ambivalente contra el imperio de la racionalidad mecánica, coherente, exenta de contradicciones. Se pretende mostrar que los humanos no sólo son los portadores de la lógica, sino también seres poseídos por sentimientos que son irracionales porque son contradictorios. Y eso significa que la eliminación de las contradicciones sociales por vía de la realización de un proyecto utópico no puede salir bien porque la causa de esas contradicciones es mucho más profunda que la razón: reside en la propia naturaleza humana, que está emparentada con la naturaleza animal. Si se entiende la lógica como un sistema de reglas universales, esta lógica tiene que sucumbir ante la naturaleza humana porque el humano es singular en su carácter autocontradictorio y no se lo puede subsumir como caso individual en una regla general. Y eso significa además que quien aspira a realizar la utopía tiene que combatir al humano en cuanto tal. Y entonces es el humano el que sucumbe, o la utopía sucumbirá ante el humano. Todo utopismo racionalista resulta ser misantrópico porque pretende matar al animal que hay en el humano y transformar al humano en una máquina. Ahora bien, considerado desde esta perspectiva el comunismo soviético parece una forma especialmente radical, y en esa radicalidad también especialmente ingenua y brutal, de la modernidad racionalista. Cuando uno mira las películas occidentales de la época de la Guerra Fría donde aparecen representados comunistas del este, llama la atención que por lo general estén caracterizados como robots, espectros, máquinas inhumanas, vacías en su interior, sin cuerpo.

La mejor metáfora de la percepción occidental de la imagen comunista del ser humano se puede hallar en la película Invasion of the body snatchers y sus diversas remakes.11 La sociedad totalitaria, enteramente racionalizada, se afianza en esta película mediante la desencarnación parcial del humano. La apariencia humana, la superficie de la figura humana se conserva. Pero se trata de una cáscara vacía: el interior, la carne humana en sí, falta. Por eso también faltan todos los instintos, sentimientos e impulsos contradictorios que podrían ofrecer resistencia al control totalitario. Los humanos subencarnados, sin carne, quedan totalmente a merced de la racionalidad utópica porque les faltan las fuerzas oscuras del deseo, la vitalidad animal de la revuelta, que se necesitan para resistirse a la racionalidad mecánica. Los habitantes de la utopía o, si se quiere, de “Matrix”, son esos humanos subencarnados, parcialmente desmaterializados, virtualizados. No otra cosa dice Derrida, por cierto, en su libro sobre los Espectros de Marx, escrito tras la caída del comunismo oriental.12 Para caracterizar la manifestación intramundana del comunismo, Derrida recurre a la metáfora del Manifiesto comunista que describe al comunismo como un fantasma: un fantasma que aparece a lo largo de toda la historia universal. Derrida compara el fantasma del comunismo con el espectro del padre de Hamlet, tal como lo describe Shakespeare. Quien observa a este espectro sólo ve su exterior, la superficie, la armadura, pero no sabe qué se oculta detrás. Y, sobre todo, no se sabe si efectivamente hay algo oculto detrás, si el espectro más bien no está vacío en su interior: un puro significante sin contenido, sin carne, sin deseo. Para el observador externo, el comunismo soviético -probablemente por su conducta estereotipada, ritualizada, estudiada- evidentemente no parecía una encarnación de la utopía comunista, sino la continuación del fantasma comunista. Aunque cite el Manifiesto comunista o Hamlet, la descripción de Derrida recuerda más que nada a la película Body snatchers. En consecuencia, el fantasma del comunismo nunca terminó de encarnarse realmente, le falta la carne, no es más que una aparición: la realidad del comunismo no tiene profundidad, se trata aquí de una mera superficie medial.

Ahora bien, esta impresión que ha tenido occidente del comunismo oriental no se puede explicar exclusivamente por el hecho de que los frentes de la Guerra Fría hayan librado a los intelectuales occidentales de tener que entrar en contacto físico con el comunismo. La propaganda comunista oriental de la misma época contribuyó enérgicamente a componer esa imagen. Los líderes comunistas se presentaban como autómatas preprogramados que emitían declaraciones aburridas o ejecutaban rituales incomprensibles de una manera estereotipada, nada ingeniosa, con rostros rígidos y sin una pizca de ironía. Y que precisamente en Francia el partido comunista fuera particularmente activo e influyente tampoco cambió nada al respecto; porque también en Francia los comunistas se mostraron como “snatched”: como figuras a las que les han robado la carne. Su lenguaje también parecía congelado, tautológico, se convirtió en una langue de bois. Pero las razones históricas concretas por las que el comunismo soviético fue percibido como un reino de autómatas, de hombres fantasmas virtualizados, subencarnados, no son tan importantes aquí como el hecho mismo de que en occidente la Guerra Fría entre el este y el oeste fue estilizada principalmente como una lucha entre cuerpo y máquina, entre sentimiento y fría racionalidad, entre deseo y lógica, entre amor y utopía. Por eso la CIA promovía las exposiciones de Pollock y otros expresionistas abstractos: sus imágenes funcionaban como manifestaciones de la revuelta cuasi animal contra la fría lógica de la utopía racionalista. Por eso en la película más famosa de la Guerra Fría, Ninotchka, de Ernst Lubitsch, el lujo sensual, occidental se impone a la lógica fría, ascética de la comisaria rusa. El viejo chiste: “Ex Oriente lux, ex Occidente luxus”13 es en el fondo la mejor síntesis de toda la historia de la Guerra Fría.

Esta afirmación es importante porque permite entender mejor la genealogía de la crítica al logocentrismo, al imperio de la fría racionalidad, que se posiciona en la actualidad como crítica de izquierda a las instituciones de la sociedad capitalista. Originalmente, esta era una crítica “antitotalitaria”, es decir, estaba dirigida contra el adversario de occidente en la Guerra Fría, contra la Unión Soviética. Pero con el tiempo se fue usando cada vez más contra las propias instituciones occidentales, percibidas a su vez como frías, racionalistas, calculadoras e inhumanas, es decir, en cierto modo como “totalitarias”. Este discurso es, entonces, una crítica al comunismo soviético que fue refuncionalizada como autocrítica de occidente. Al mismo tiempo, casi siempre se olvida, o mejor dicho se reprime, la genealogía anticomunista de este discurso. Sin embargo, esta genealogía tiene una importancia decisiva para el funcionamiento del discurso sobre el deseo, porque toda sociedad está dispuesta a aceptar una crítica que ya ha demostrado su efectividad en la lucha contra los adversarios de esa sociedad. En este sentido, es característica la evolución que ha sufrido la figura del Gran Hermano. Originalmente, Orwell la esbozó para parodiar el sistema político soviético. Pero con el tiempo comenzó a funcionar como denominación de todo Estado policial. Y puesto que es en occidente donde más desarrolladas están las posibilidades técnicas de la vigilancia, hoy en día el uso más frecuente de esta figura es para caracterizar la manía de la seguridad de los Estados occidentales. Una crítica de este tipo parece muy radical, pero tiene la ventaja de no cuestionar los límites de la Guerra Fría, tampoco hoy, cuando hace tanto que ha terminado. De modo que el discurso crítico tal como funciona actualmente en occidente resulta ser de una homogeneidad asombrosa. Se critica siempre lo mismo con los mismos argumentos. La diferencia está únicamente en que la derecha dirige esta crítica por lo general a los Estados no occidentales (el comunismo o actualmente el Islam son criticados sobre todo como ideologías que reprimen el cuerpo y la sexualidad), y en cambio la izquierda practica la misma crítica como autocrítica de occidente; y en el centro se la practica en ambas direcciones como un justo “tanto uno como el otro”, pero con moderación.

Esta homogeneidad asombrosa, única en la historia, del discurso crítico occidental, que cambia de vez en cuando de dirección, pero nunca su naturaleza, seguramente no puede explicarse sólo por la presión ideológica a la que estuvo sometida la opinión pública occidental en tiempos de la Guerra Fría. En gran medida esta homogeneidad se debe al hecho de que en occidente el discurso crítico circula sobre todo como mercancía en el mercado mediático. Se trata de un discurso sofista estandarizado que se puede utilizar a gusto para cualquier estrategia política. Porque: ¿dónde no se reprime el cuerpo? ¿dónde no está traumatizado el individuo? ¿dónde no está sometido el sujeto a deseos contradictorios? ¿dónde no está lo humano amenazado por la máquina? La respuesta es: en todas partes suceden estas cosas. Es decir que se trata de una crítica con un potencial de venta potencialmente infinito. Pero el discurso del deseo también se adecúa bien al mercado por su contenido, porque representa una escala en el camino de las distintas religiones, ideologías y ciencias hacia su comercialización exitosa. En cuanto deja de hablar del “espíritu” y traduce sus anticuados conceptos al lenguaje del deseo, la ideología o religión enseguida se vuelve apta para el mercado. En cierto modo, el propio Materialismo Dialéctico fue ya un paso en esa dirección. Pero el rol decisivo le cupo aquí a Alexandre Kojève, quien en su famoso seminario sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel, que dictó en París entre 1933 y 1939, transformó la historia del Espíritu Absoluto de Hegel en la historia del deseo (désir): del contradictorio deseo del deseo del otro. En especial en Lacan y Bataille, que pertenecían al círculo íntimo de discípulos de Kojève, es fácil reconocer su influencia; Bataille fue quien más lejos llegó por el camino de la economización teórica del deseo. Como se sabe, Kojève prefirió la solución práctica del problema y tras la interrupción de su seminario por la guerra pasó directamente a formular la política económica de la Europa de posguerra.

La extrema homogeneidad del discurso crítico occidental es algo que se soslaya con frecuencia, sobre todo cuando se deplora la ausencia del discurso crítico en los Estados no occidentales. En estos casos el viejo fantasma del (anti)comunismo experimenta su fantasmal resurrección. Se percibe a los ciudadanos de los Estados que no han adoptado el modelo de democracia occidental como aquellos que prefieren la obediencia ciega a la libre expresión de las opiniones, que no tienen el valor de dirimir públicamente los conflictos sociales y en lugar de eso invocan una autoridad, etc. Dicho de otro modo: la falta de democracia se atribuye al afán de homogeneidad social. Y como remedio se recomiendan la pluralidad, la sociedad abierta, el reconocimiento de la heterogeneidad, de las diferencias. No en todos los casos, pero sí en muchos, se trata de un diagnóstico equivocado. En el mundo hay, efectivamente, sociedades que se entienden a sí mismas como comunidades tradicionales y no como sociedades modernas, para utilizar una terminología corriente, y en ese sentido son premodernas. Estas comunidades son tan homogéneas -o más bien se autoperciben como tan homogéneas- que piensan que no necesitan instituciones de la democracia pluralista al estilo occidental. En el caso de estas sociedades es válida la crítica de que no han avanzado lo suficiente en el proceso de diferenciación interna.

Pero esta clase de sociedades tradicionales, “cerradas”, no debería confundirse con un tipo totalmente distinto de sociedades: aquellas donde la diferenciación social está tan avanzada que ya no es posible mantenerlas cohesionadas recurriendo a la mediación democrática. Estas sociedades internamente están tan escindidas y son tan contradictorias que ya no son capaces de llegar a un consenso en el sentido de la clásica corrección lógico-formal, al que aspira el proceso democrático de cuño occidental. Sólo un gobierno cuyo pensamiento y acción también estén marcados por las contradicciones internas puede responder a estas contradicciones y escisiones extremas. La sociedad se pone de acuerdo, pero se pone de acuerdo en la contradicción interna, en la paradoja. Aquí la diferenciación no está ausente, ha ido demasiado lejos. Uno vacila en llamar posdemocráticas a estas sociedades porque no está claro de antemano que esté descartada para siempre la posibilidad del acuerdo, y por ende del giro hacia la democracia de cuño occidental. Pero en todo caso, estas sociedades extremadamente heterogéneas son una variante de la modernidad; incluso su variante extrema. Esta variante adquiere importancia sobre todo cuando se piensa no en términos nacionales sino globales, porque las contradicciones que operan a nivel global no pueden ser reguladas o superadas mediante un acuerdo global de la humanidad consigo misma. Después de todo, tampoco hay que olvidar que el Estado platónico surgió precisamente como proyecto de un gobierno posdemocrático de los filósofos que debía mostrarse capaz de administrar las escisiones y contradicciones que la democracia no estaba en condiciones de eliminar.

Claro que hoy en día la política por lo general no se entiende como administración de la polis, como se la describe por ejemplo en la República de Platón, sino como acción en un campo social abierto, agonal, heterogéneo. En consecuencia, clausurar con una administración ese campo político abierto, por más que fuera una administración que piensa y actúa dialécticamente, parece equivaler a eliminar la política. Por eso la teoría política de las últimas décadas tiende a tematizar la heterogeneidad irreductible de los diversos discursos y prácticas de orden político, que hace de todo acuerdo entre ellos un falso acuerdo. Ni siquiera hay disposición a aceptar un acuerdo sobre la diferencia, lo que en la jerga política se denomina “agreement to disagree”. Por eso, un defensor consecuente de lo abierto evitará describir el campo político valiéndose de oposiciones rígidas. Cuestionará, en cambio, no sólo la posibilidad de un acuerdo genuino de las partes en conflicto sino también la posibilidad de acuerdo consigo mismas de las respectivas partes en conflicto. En definitiva, la heterogeneidad del campo político sólo puede ser garantizada por la no identidad de las fuerzas políticas que conforman ese campo. Cada discurso político individual, así como cada praxis política individual, tienen que ser entendidos de tal manera que se autocontradigan, que no puedan garantizar su propia identidad, se pierdan en paradojas y ambivalencias, se deconstruyan. Recién entonces el campo político se vuelve radicalmente heterogéneo, inacabable por principio. Es como en las películas de Hollywood con final abierto: el malvado desaparece en la noche, el héroe se aleja cabalgando hacia el amanecer. Batman forever. Democracia después de la democracia. Justicia después de la justicia. A esperar la próxima película.

En esta perspectiva infinita de lo políticamente abierto y heterogéneo el comunismo soviético, evidentemente, no sale bien parado. Su aspiración a una victoria política definitiva y a la consecuente administración total de la sociedad conforme a la teoría política propia parece más bien una traición a la auténtica tarea del movimiento comunista, que consiste en seguir siempre en la lucha por los oprimidos, los perjudicados y los explotados, metiéndose cada vez más en el espacio libre de las propias ambigüedades, incertidumbres y contradicciones. Pero el comunismo, como hemos dicho, no niega de ninguna manera su carácter contradictorio, que comparte con todos los demás discursos. Y sin embargo -o precisamente por eso- el Materialismo Dialéctico se considera superior a todos los demás discursos. El Materialismo Dialéctico se ve en condiciones de captar lo que esos discursos tienen en común; lo que tienen en común y que ellos mismos pasan por alto. Pero el Materialismo Dialéctico no busca lo que esos discursos individuales tienen en común allí donde eventualmente se los podría llevar a un acuerdo: ya el carácter inevitable del conflicto de clases se encarga de que semejante acuerdo resulte imposible. Lo común es diagnosticado más bien allí donde todos los discursos no sólo contradicen a los demás sino que se autocontradicen. El Materialismo Dialéctico se constituye como doctrina sobre el carácter intrínsecamente contradictorio de todas las cosas y discursos, incluido él mismo. Por eso el carácter contradictorio, paradójico, de todo discurso le ofrece al Materialismo Dialéctico la posibilidad de administrar el campo de todos los discursos sin homogeneizarlo. Así el Materialismo Diahéctico le concede al sujeto la oportunidad de apropiarse de este campo paradójico, ambivalente, heterogéneo, y de administrarlo sin caer al mismo tiempo en la parcialidad. Claro que eso presupone que los opuestos que llevan a la paradoja no sólo no pueden ser superados y anulados, sino tampoco deconstruidos. En efecto: si todas las oposiciones quedan disueltas por un trabajo sin fin de deconstrucción, no pueden surgir más contradicciones y tampoco paradojas. El campo discursivo sólo muestra entonces diferencias, no contradicciones. Pero es fácil comprender por qué razón es imposible de hecho realizar tal trabajo sin fin de deconstrucción: se puede pensar el campo político como infinitamente heterogéneo; pero es infinitamente heterogéneo sólo en el plano de la imaginación, virtual. Como campo material siempre es finito. Y es finito porque el capital es finito.

La sociedad moderna, capitalista, se define por el hecho de que en ella las cosas son como son porque falta dinero para darles otra forma. En efecto: hoy en día cuando uno va a la casa de unos conocidos, a una escuela, una iglesia o un bar y pregunta por qué lo que ve allí es como es y no de otro modo, la respuesta que recibe inexorablemente es que ya hace mucho que está el plan de hacer algo totalmente distinto, mejor, más moderno, a un mayor nivel de eficiencia, de progreso tecnológico y de diseño actual, pero que, lamentablemente, sigue faltando el dinero. Por eso lo que está queda provisoriamente como está: hasta que llegue el dinero que permita hacer todo de otra manera. La razón de que las cosas sean finitas, de que tengan una presencia, una forma, de que se ofrezcan a la mirada del observador como estos objetos concretos es que están subfinanciadas. Si su financiamiento fuera infinito, se las cambiaría, mejoraría, actualizaría, modernizaría constantemente; y por consiguiente se las descorporizaría. El financiamiento sin fin transformaría el mundo entero en un cuerpo sin órganos deleuziano en el que todas las cosas se licuarían, se inmaterializarían por completo. En la sociedad capitalista el dinero cumple el mismo rol que el tiempo en la filosofía de Heidegger. El ente es como es, según Heidegger, porque le falta tiempo para llegar a ser de otra manera. Pero ya hace mucho que sabemos que el tiempo en realidad es dinero. En el capitalismo, el poder configurador del capital se manifiesta en su ausencia, en el subfinanciamiento.

Para que en el conflicto sin fin las diferencias y heterogeneidades se hagan cada vez más diferentes y heterogéneas también se necesita dinero: conferencias, simposios, proyectos y publicaciones que son financiados por diversas fundaciones. A tanta financiación, tantas diferencias y heterogeneidades, tantas identidades culturales y sexuales. Es exactamente como con las partículas elementales. Por un lado, las partículas elementales son primarias porque son aquello de lo que está compuesta toda la materia. Pero con respecto a la financiación son secundarias, porque cuanto mayor sea el tamaño del acelerador que libera las partículas elementales en la fisión de la materia, más partículas se descubrirán. Y el tamaño del acelerador depende únicamente de su financiación. Aunque en la modernidad se celebra la creatividad como origen de todas las cosas, no es a la creatividad que le deben su forma real todas las cosas, sino a su limitación, a su interrupción, a su clausura por subfinanciamiento. Como se sabe, el mundo surgió porque Dios al séptimo día decidió descansar. Si Dios hubiera desarrollado una creatividad infinita todavía estaríamos esperando los resultados.

Pero el grado de apertura de una sociedad no debe medirse en primer lugar según el acceso de sus miembros a las redes de comunicación, cuyo volumen necesariamente es finito. Si bien en la vida cotidiana decimos de un individuo que es abierto cuando le gusta comunicarse con otros individuos, ser abierto también puede significar estar escindido. De una herida, por ejemplo, se dice que está abierta porque abre el cuerpo. En ese sentido, se puede ser solitario, estar aislado, no ser comunicativo, y al mismo tiempo estar interiormente escindido, ser no idéntico, abierto. El sujeto del Materialismo Dialéctico es abierto porque su pensamiento está escindido, es paradójico y heterogéneo. Y también es abierto cuando se trata del sujeto comunista que gobierna en un país aislado. La escisión interna y la tensión interna que esa escisión provoca hacen que lo abierto en el pensamiento del sujeto individual, finito, se manifieste con mayor claridad aún que la mala infinitud, la infinitud no dialéctica de una repetición tediosa de la comunicación invariable: trabajo de la diferencia, constatación de la heterogeneidad. La comunicación sin fin no abre al sujeto, lo automatiza, lo tautologiza, lo trivializa. El sujeto abierto surge más bien porque ese sujeto se apropia del campo abierto de la lengua, escindido, como si fuera suyo, se autoescinde, se hace paradójico y heterogéneo. Tal sujeto abierto es a la vez el sujeto revolucionario.

En cambio la izquierda burguesa, que deplora la limitación que el mercado capitalista le impone al campo político heterogéneo, es crítica del capitalismo, pero no es revolucionaria. Protesta contra el mercado porque piensa que con su cálculo finito, racional, el mercado hace homogéno lo heterogéneo, clausura lo abierto. La izquierda pretende en cambio defender la heterogeneidad sin fin, el trabajo sin fin de la diferencia, lo incalculable, lo no economizable, lo radicalmente otro, contra el poder del mercado. Es una intención buena y noble, pero, dicho en el lenguaje marxista ortodoxo, es “idealista”. Es idealista no en el sentido de una oposición “metafísica” de espíritu y materia que hubiera que deconstruir, sino porque aspira a lo infinito, que no puede materializarse, hacerse realidad, encarnarse. La referencia a la infinitud hace que en el mejor de los casos la crítica anticapitalista se quede en mera crítica, una crítica que por eso mismo a su vez se vuelve infinita, repetitiva, tautológica. En el peor de los casos, tal crítica revierte en la apología del mercado.

En los tiempos del Antiguo Régimen feudal, la referencia a las jerarquías celestiales, que se extendían por encima de las jerarquías terrenales hacia las inmensidades del cielo, era crítica de estas jerarquías terrenales porque servía para relativizar el poder terreno. Pero a la vez esa referencia también era apologética, porque las jerarquías terrenales podían interpretarse sin más como fragmentos finitos de las jerarquías celestiales infinitas, legitimándose así como infinitas. Lo mismo pasa con la referencia al juego sin fin de los significantes o al trabajo de la diferencia. Se critica al mercado finito porque es finito. Sobre todo se critica al mercado porque engendra triunfadores y perdedores, porque le ofrece al individuo no sólo la chance de triunfar sino también de fracasar. En las condiciones que impone el mercado capitalista la diferencia se convierte en competencia. Se le ponen así ciertos límites al despliegue sin fin de las diferencias. Esta limitación también es aprobada por los llamados pensadores “neoliberales”. Karl Popper, quien originalmente acuñó el concepto de “sociedad abierta”, lo popularizó y lo esgrimió contra Platón, Hegel y Marx, también concedió una chance de fracaso definitivo a las teorías científicas: según Popper, una teoría no puede ser confirmada definitivamente, pero sí puede ser refutada definitivamente si se comprueba que determinados hechos la contradicen. Tampoco una empresa puede tener jamás un éxito definitivo en el mercado abierto, pero sí puede fracasar definitivamente. También un discurso puede fracasar definitivamente en el mercado de los discursos. Para los defensores de la apertura y la heterogeneidad infinitas semejante posibilidad de un fracaso definitivo es inquietante; porque en la perspectiva infinita del trabajo sin fin de la diferencia el fracaso definitivo no es posible. Como en el paraíso de las viejas religiones, allí todas las diferencias siguen siendo diferentes. En ese sentido Derrida habla sobre la deconstrucción como una justicia definitiva. Se trata de la justicia mesiánica, divina, que compensa todo fracaso terrenal con trabajo sin fin de la diferencia; al mismo tiempo, la diferenciación terrenal, como fragmento del trabajo sin fin de la diferencia, es tanto criticada y deconstruida como aceptada. El reino irreductible, no homogeneizable, infinito, virtual de las heterogeneidades y las diferencias en realidad no es más que el pluralismo burgués sin perdedores del mercado, el capitalismo como utopía, el mercado en estado paradisíaco. En el lenguaje ortodoxo-marxista se trata, evidentemente, de un opio neoteológico para el pueblo, claro que esta vez para el pueblo de los intelectuales, que quieren seguir cultivando sus diferencias al infinito.

El sujeto revolucionario, en cambio, no opera con diferenciaciones, sino con órdenes, prohibiciones y disposiciones. El lenguaje del sujeto revolucionario es netamente performativo. La credibilidad de ese lenguaje resulta únicamente de su propio carácter paradójico. En eso el sujeto revolucionario se asemeja sobre todo al artista, cuyo lenguaje también es netamente performativo. El artista no fundamenta su arte, tampoco lo explica. Siendo abierto, actúa en lo abierto. Hacer arte significa disponer que las cosas serán así no de otro modo, y sin una sola fundamentación “objetiva”. Claro que esto no significa un “anything goes”, un vale todo en el arte. Una praxis artística sólo es reconocida como tal si es paradójica. Si el arte tiene aspecto de arte no se considera arte sino kitsch. Si el arte tiene aspecto de arte, sencillamente es no arte. El arte debe tener aspecto de arte y a la vez de no arte para poder ser reconocido como arte. Evidentemente, se trata de una exigencia que sólo se puede cumplir en la práctica. Parte de ese cumplimiento es también la decisión de poner punto final en algún momento y suspender el trabajo sobre la obra. Y no porque falte la financiación sino porque la obra perdería su carácter paradójico si el trabajo tuviera una duración infinita. Sin una suspensión eventual de la praxis artística no puede tener lugar el arte. Esta reflexión puede servir para aclarar por qué suspender el proyecto del comunismo tampoco significa una traición al comunismo.

4. El gobierno de los filósofos: la administración de la metanoia

Por qué los partidos comunistas del este, empezando por el partido comunista soviético y el chino, dejaron de trabajar en el proyecto comunista y se dedicaron en cambio a construir el capitalismo en sus países es una pregunta que sólo se puede responder si se la trata en el contexto de la Dialéctica Materialista. La Dialéctica Materialista piensa, como hemos dicho, la unidad de A y No A. Si A es un proyecto, No A es el contexto de ese proyecto. Seguir impulsando el proyecto A sin cesar significa actuar parcialmente, porque entonces será ignorado para siempre el contexto de ese proyecto, es decir, No A. Más aún: el contexto de un proyecto se convierte en su destino porque dicta las condiciones en las cuales será realizado el proyecto. Quien aspira al todo tiene que pasar del proyecto a su contexto. Y puesto que el contexto del comunismo soviético era el capitalismo, el próximo paso en la realización del comunismo tenía que ser el pasaje del comunismo al capitalismo. Esto no significa, por cierto, refutar el proyecto de construir el comunismo en un país, sino confirmarlo y realizarlo definitivamente, porque el comunismo adquiere así su lugar histórico no sólo en el espacio sino también en el tiempo, es decir, se convierte en una formación histórica consumada, que también puede llegar a ser reproducida, repetida.

El problema central de una sociedad que se entiende como sociedad abierta está en limitar sus proyectos, en ponerles fin. En una sociedad de ese tipo es casi imposible pensar un proyecto como finito. El crecimiento económico, la investigación científica, la lucha por la justicia social, pero también el trabajo de la diferencia o el deseo sólo pueden pensarse como infinitos en una sociedad abierta. Si se le pone límites a la realización de esos proyectos, esos límites son dictados únicamente por las condiciones “objetivas” en las cuales se desarrollan y hacen realidad esos proyectos. De modo que los proyectos en una sociedad abierta sólo se hacen realidad en la medida en que en algún momento se los interrumpe desde afuera. Sobre el subfinanciamiento como causa principal de que los proyectos en algún momento sean abandonados y así adquieran por fin una forma, es decir, sean realizados, ya hemos hablado. La otra razón para la suspensión de los proyectos es el cambio generacional. Mueren todos los protagonistas del proyecto, la nueva generación pierde el interés, el proyecto se pasa de moda. Así los proyectos constantemente quedan “superados”, en lugar de ser realizados. El ritmo al que vive una sociedad abierta moderna está determinado casi exclusivamente por lo biológico. Cada generación dispone de un cierto lapso, por lo general una década, en el que puede formular y desarrollar sus proyectos. Claro que se puede seguir trabajando después, pero todo lo que uno piense o haga entonces se considerará, por definición, superado e irrelevante. de modo que la economía y la biología cumplen en una sociedad abierta la función de limitar, de poner fin, de materializar los proyectos, que de lo contrario jamás habrían adquirido una forma, un cuerpo.

Es decir que en una sociedad abierta también tiene lugar la limitación de la infinitud mental, proyectiva, que Hegel denominó la mala infinitud. Por lo tanto, la pregunta aquí no es si tiene lugar una clausura -sin duda tiene lugar-, sino cuándo y cómo tiene lugar. En una sociedad abierta capitalista la clausura es administrada principalmente por el capital. La meta de la filosofía, en cambio, siempre ha sido no dejar que le dicten la clausura, la limitación, la interrupción, el cambio desde afuera, sino apropiárselos y administrarlos ella misma. Un proyecto también puede acabarse por un cambio consciente de perspectiva: del proyecto en sí a lo que constituye el contexto de ese proyecto. En la tradición filosófica tal cambio de perspectiva se denomina metanoia. Se puede hablar de la metanoia como pasaje de la perspectiva propia, subjetiva, a la perspectiva general, a la metaposición. También se habla de metanoia en el sentido de la profesión de fe cristiana, que también cambia la perspectiva desde la cual se mira el mundo. Cuando Husserl exige la reducción fenomenológica, que consiste en sustituir la “actitud natural” por la “actitud fenomenológica”, también se trata de una exigencia de metanoia. La famosa fórmula de McLuhan, “the medium is the message”, también es de hecho una invitación a la metanoia, es decir, a que la atención pase del mensaje a su medio. Pero la metanoia no se realiza en una sola dirección. Tras adquirir la perspectiva general del bien como tal, Platón se pregunta cómo podría cobrar materialidad la idea del bien en el Estado intramundano. Husserl se plantea cómo asignar un lugar histórico a la disposición a la reducción fenomenológica. Si la metanoia es el pasaje del objeto al contexto, hay también una metanoia inversa, que pregunta por el contexto del contexto, volviendo así a la perspectiva anterior en otro nivel de reflexión.

En la actualidad hay una tendencia a afirmar que es imposible conquistar una metaposición, y por ende una metanoia, que uno no puede cambiar arbitrariamente su perspectiva original: La posibilidad de la metanoia parece estar anclada únicamente en la metafísica, es decir, en el privilegio otorgado al alma en relación con el cuerpo. Pero si no hay un alma inmortal que pueda trascender al cuerpo finito, parece también imposible alcanzar una metaposición, porque el cuerpo siempre tiene una naturaleza determinada y un lugar en el mundo, que le dictan al individuo la perspectiva que no puede cambiar arbitrariamente. Este argumento fue expuesto con particular vehemencia por Nietzsche, y desde entonces ha adquirido casi el estatus de una obviedad, de modo que a todo el que habla hoy se le pregunta en primer lugar de dónde viene y desde qué perspectiva habla. Race, class y gender sirven por lo general como coordenadas del espacio en el que todo hablante está posicionado desde el origen. A ese mismo posicionamiento original sirve también el concepto de identidad cultural. Aunque estos parámetros no son interpretados como determinantes “naturales” sino como construcciones sociales, eso prácticamente no disminuye su efecto; porque las construcciones sociales pueden ser deconstruidas, pero no se las puede eliminar, modificar o cambiar arbitrariamente. De modo que la única elección que tiene el sujeto es la de seguir cultivando al infinito o seguir deconstruyendo al infinito la identidad cultural que viene pautada ya por su cuerpo (o por la codificación social de ese cuerpo). Pero ambas infinitudes son, dicho en términos hegelianos, malas infinitudes, porque no se sabe cómo limitarlas, cómo ponerles fin. La única esperanza es que la reflexión sobre la propia perspectiva cese en algún momento porque se acaba el dinero necesario para seguir impulsando esa reflexión. O también que en algún momento por fin uno se muera y ya deje de ser importunado por preguntas del tipo “de dónde venimos”, porque entonces será más importante a dónde hemos ido.

Pero no hay una sincronización perfecta de alma y cuerpo. La metafísica clásica anticipaba la vida del alma tras el fin del cuerpo. La metanoia, que era entendida como un pasaje de la perspectiva usual, intramundana, “natural” a otra perspectiva general, metafísica, significaba abstraerse de la propia existencia intramundana, con la esperanza de que el alma siguiera viviendo tras la muerte del cuerpo. Hoy la metanoia funciona como anticipación de la supervivencia del cuerpo como cadáver, tras la muerte del alma. De modo que resulta posible cambiar la perspectiva mediante una metanoia también bajo los presupuestos de un materialismo consecuente, antes de que el cambio de perspectiva sea dictado desde afuera, por la economía o la biología. Porque la metanoia no sólo es posible cuando se piensa al humano como subencarnado, es decir, cuando su alma sobrevivirá a su cuerpo, sino también cuando el humano, como sucede en la modernidad, se considera sobreencarnado, es decir, cuando se piensa que el alma vive menos que el cuerpo. Tras la muerte del alma el cuerpo es transportado como cadáver a un lugar distinto de aquel en el que se hallaba en vida: al cementerio. Foucault tiene razón al contar el cementerio, junto con el museo, la clínica, la cárcel o el barco -se puede agregar también el basural-, como otro lugar, como heterotopía. De modo que el humano puede vivir una metanoia imaginándose ya en vida su cuerpo como cadáver, obteniendo así una perspectiva heterotópica.

Si se quiere, también es posible pensar la deconstrucción como efecto de esta clase de “otra” metanoia, como tematización de una descomposición posmortal que “ya siempre” ha empezado en la vida. Lo mismo vale para el “cuerpo sin órganos” deleuziano, cuya mejor representación también es como cadáver en estado avanzado de descomposición. Lo mismo vale para el interés de la cultura de masas por las figuras que simbolizan la supervivencia del cuerpo tras la muerte del alma: vampiros, zombis, etc. Para nuestros fines es importante retener sobre todo que el proceso de la metanoia, que es ineludible para explorar el todo, no contradice la tesis central del materialismo en cuanto a la imposibilidad de la supervivencia del alma tras la muerte. Pero la metanoia no sólo es una anticipación, al mismo tiempo acelera la limitación, la finalización de la mala infinitud por obra de la naturaleza o la economía. Esta aceleración del pasaje -en comparación con el pasaje “natural” o “económico”- tiene una importancia decisiva para cualquier política. La administración de la metanoia nos abre la posibilidad de ser más rápidos que el tiempo. Se trata aquí de una suerte de ascesis temporal: uno se da menos tiempo del que la naturaleza o la economía le pondrían a disposición.

En general, la ascesis consiste en permitirse menos de lo que está permitido desde afuera. Esto de ninguna manera significa que uno internalice los límites trazados desde afuera por sentirse débil. Así describió Nietzsche la ascesis en su momento, errando su dimensión más importante. La ascesis no consiste en aceptar pasivamente los límites que nos imponen desde afuera, sino en trazarse límites mucho más estrechos de lo necesario. Recién cuando se trazan límites más estrechos a las posibilidades propias se gana en soberanía, autoría, autonomía. Se suele caracterizar el arte de la modernidad como una serie de rupturas de tabúes, como una ampliación constante de la posibilidad de hacer arte. Pero de hecho es justamente al revés: la modernidad constantemente ha introducido nuevos tabúes, nuevas reducciones. Por ejemplo, los artistas se autoimpusieron sin ningún motivo visible usar sólo figuras geométricas abstractas, sólo ready-mades o sólo palabras. Las formas del nuevo arte se deben únicamente a la elección propia de estas tabuizaciones, restricciones y reducciones ascéticas. Este ejemplo muestra que lo nuevo no surge por expansión, sino por reducción, por un nuevo tipo de ascesis. La metanoia lleva a una renuncia: la renuncia a seguir haciendo siempre lo mismo, a seguir siempre por el mismo camino, a querer seguir metiéndose siempre en la misma mala infinitud. Badiou habla de la fidelidad al acontecimiento de la revolución.14 Pero la fidelidad a la revolución es la fidelidad a la infidelidad. La ascesis temporal significa el deber de ser infiel: provocar el pasaje, el cambio, la metanoia también y precisamente cuando las circunstancias externas no nos obligan a tal metanoia.

Para Hegel, de paso, era central la idea de que lo que define el pensar es el cambio constante de los pensamientos. Por eso era sumamente escéptico con respecto al propósito de mantenerse fiel a las propias opiniones y pensamientos. En efecto: aun cuando alguien sea consecuente en sostener, por ejemplo, una opinión política, de modo que jamás exprese o acepte una opinión opuesta, eso no significa que ese alguien se mantenga siempre fiel a su opinión política. Porque en algún momento también pensará en otras cosas, por ejemplo en comer, dormir o cualquier otra ocupación cotidiana. Pero así piensa en lo otro de su opinión política, en el No A, en el contexto donde se articula su opinión. Pero así acepta también el statu quo, que a su vez tiene una dimensión política, posiblemente una dimensión que contradice de hecho la opinión política a la que él pretende ser fiel. Pensar no significa otra cosa que cambiar constantemente los pensamientos que uno tiene “en la cabeza”. No por casualidad Hegel dice que la guillotina revolucionaria es una auténtica reproducción del pensar porque hace rodar las cabezas más o menos con la misma velocidad con la que cambian los pensamientos en esas cabezas.15 Hegel quería introducir una lógica -una lógica dialéctica- en ese proceso de variación de los pensamientos, pero se puede coincidir con Kierkegaard en que semejante lógica en definitiva es arbitraria. Sencillamente, no tenemos criterios claros para afirmar que un proyecto, ideología o religión “ha caducado” o “está superado históricamente”. Quedamos atrapados en la paradoja, y no podemos dejar librada la solución al simple curso del tiempo. Una metanoia, en definitiva, resulta imposible de fundamentar, es puramente performativa, revolucionaria.

Para Hegel, el mundo tal como es era el producto de estos saltos dialécticos, de la metanoia reiterada del Espíritu Absoluto. Pero en algún momento, la propia autonegación constante del Espíritu Absoluto tenía que volverse absoluta, y obligar al Espíritu a calmarse, a detenerse. Para Hegel la realidad ha sido abandonada por el Espíritu, es lo que ha quedado tras la historia del Espíritu. Cuando el Espíritu ya no está, también la dialéctica parece detenerse, y la situación se estabiliza. Ahora bien, el Materialismo Dialéctico trasladó en cambio la contradicción a las cosas mismas, a los cuerpos, a lo material. Aunque el alma abandone el cuerpo, el intercambio del cuerpo con su entorno no se detiene; ese intercambio sólo adopta otra forma. Lo cuantitativo se hace aquí cualitativo, pero eso no detiene todo el proceso dialéctico. Donde antes había alma, ahora ha devenido el cadáver. Pero si se la piensa dialécticamente la diferencia no es tan grande como parece a primera vista.

El poder soviético fue sobre todo administración de la metanoia, de la transición constante, del constante cesar y recomenzar, de la contradicción intrínseca. El cadáver de Lenin, que se exhibía y se sigue exhibiendo en el Mausoleo, es el ícono inalterable de la metanoia materialista, de la transformación permanente que practicó la dirigencia comunista soviética. El cambio es antiutópico, es una traición a la utopía, si se piensa la utopía como un orden definitivo, completamente racional. Pero el cambio, si deja de ser un cambio ciego, efectuado por la naturaleza o por las fuerzas del capitalismo, adquiere una dimensión de clemencia. El cambio es verbalizado, se vuelve metanoia, y ofrece así la posibilidad de hablar con él, de criticarlo, de lamentarlo. Tanto Lenin y Stalin como más tarde Mao usaron su poder para volver siempre a desatar y administrar revoluciones. Querían ser siempre más dialécticos que la propia historia, querían adelantarse al tiempo. Su mayor temor era llegar tarde, perderse el momento indicado para el cambio. Esta demanda de un giro, de un nuevo comienzo, dominó a la Unión Soviética aun tras la muerte de Stalin; porque poco después comenzó la desestalinización masiva. Incluso mencionar el nombre de Stalin en público estaba prohibido, o por lo menos reducido a un mínimo absoluto, no hubo más acceso a sus escritos, sus actos fueron borrados de los libros de historia. Después vino el período del llamado estancamiento, con Brezhnev. En el fondo, este período fue la variante soviética de la belle époque: la gente comenzó a aburrirse. El partido reaccionó al aburrimiento creciente con consignas estalinistas: reestructuración y aceleración (perestroika i uskorenie). Como en la época de Stalin, se pensó y practicó la reestructuración, el cambio o la metanoia como un camino hacia la aceleración. Una vez más, se quería ir más rápido que la historia, que el tiempo.

Ese acontecimiento único en la historia que fue la auto-eliminación pacífica del comunismo por iniciativa y bajo la conducción del partido comunista suele ser trivializado, porque siempre se lo vuelve a estilizar como derrota en una guerra -en este caso, en la Guerra Fría- o como resultado de la lucha por su libertad de los pueblos sometidos al yugo del comunismo. Pero estas dos explicaciones tan conocidas no son correctas. La Guerra Fría no fue una guerra, sino una metáfora de la guerra: es decir que es una guerra que sólo se podía perder metafóricamente. En el plano militar la Unión Soviética era una potencia intocable. Todos los pueblos que defendieron su libertad quedaron completamente pacificados aun antes de la caída del Muro. Para mediados de los ochenta el movimiento de los disidentes rusos estaba completamente liquidado. En Polonia, las fuerzas de seguridad también pusieron fin a tiempo al movimiento Solidaridad. En Pekín se reprimieron con éxito los disturbios y se restableció el orden. Precisamente la derrota total de toda oposición interna y la absoluta inmunidad ante cualquier posible intervención externa fue lo que movió a las dirigencias soviética y china a emprender la transición hacia el capitalismo. Si ambas dirigencias no se hubieran sentido totalmente seguras, jamás hubieran emprendido una reestructuración tan potente y semejante aceleración.

La impresión de derrota surge a veces del hecho de que la Unión Soviética se haya disuelto en el transcurso de esa reestructuración. Como desde afuera la Unión Soviética es vista casi siempre como el “imperio ruso”, su disolución suele interpretarse como una derrota de Rusia en su lucha contra las aspiraciones independentistas de otros pueblos. Pero de alguna manera se olvida que fue precisamente Rusia la que disolvió la Unión Soviética cuando el gobierno ruso -en ese momento bajo Yeltsin- se retiró de la Unión Soviética de común acuerdo con Ucrania y Bielorrusia. De esa manera directamente les fue impuesta la independencia a las otras repúblicas soviéticas. Se trata aquí de un giro introducido desde arriba, desde el centro, por iniciativa de la dirigencia; de una dirigencia educada en la convicción de que su tarea no consistía en tolerar pasivamente la historia sino en darle forma dialécticamente. Los marxistas siempre creyeron que el capitalismo es la mejor máquina para acelerar la economía. Es algo que Marx siempre destacó y que usó como argumento contra el “comunismo utópico”. La propuesta de domesticar el capitalismo, de instrumentalizarlo y hacerlo trabajar por el triunfo del comunismo en el marco de un orden socialista y bajo el control del partido comunista estuvo en consideración ya desde la Revolución de Octubre. Se discutió mucho sobre esa posibilidad, y también se hizo alguna que otra prueba, aunque de manera muy inconsecuente. Pero en última instancia esa idea no se puso en práctica antes porque la dirigencia comunista no se sentía lo bastante segura y temía perder el poder en ese experimento. En los años ochenta y noventa se sintieron lo bastante fuertes como para animarse a hacer el experimento. Todavía sigue siendo muy pronto para juzgar si el experimento ha fallado. En China el partido comunista sigue firme en el poder. En Rusia el control central se fortalece constantemente, en lugar de debilitarse. Se sigue probando el modelo, que bien puede resultar exitoso.

En este sentido es interesante recordar que tanto las condiciones como el procedimiento para disolver la Unión Soviética fueron proyectados y creados en realidad por Stalin. En la llamada “Constitución estaliniana” de 1936, el artículo 17 decía: “Cada república federada conserva el derecho a separarse libremente de la URSS”.16 Posteriormente este artículo fue incorporado sin modificaciones a la última constitución soviética, la de 1977, como artículo 72.17 La importancia de este artículo queda bastante clara si se tiene presente que la cuestión que desencadenó la única guerra civil en la historia de los Estados Unidos fue si los diversos Estados podían abandonar la Unión libremente. A las diversas repúblicas, en cambio, se les concedió el derecho constitucional de separarse sin ningún tipo de limitaciones o condiciones. Allí se ve que la Unión Soviética de Stalin desde un principio fue concebida no como un Estado unitario sino como una unión laxa de Estados independientes. Ya en ese entonces algunos especialistas en derecho internacional objetaron que con semejante constitución quedaba preprogramada una eventual disolución de la Unión Soviética. Pero Stalin se mantuvo firme en la decisión de conservar el artículo respectivo sin correcciones. La razón sólo podía ser que Stalin quería definir la Unión Soviética dialécticamente: como Estado y no Estado al mismo tiempo.

Es cierto que la constitución estaliniana heredó esta definición de los documentos anteriores de la Unión. Pero que se la haya conservado sólo se puede interpretar como respuesta a la crítica -sobre todo de Trotski- apuntada contra la tesis de Stalin de que era posible construir el socialismo en un país. De modo que este país, uno solo, donde debía construirse el socialismo fue presentado como una alianza de pueblos, como un grupo de países; más como una comunidad de Estados socialistas contrapuesta a la comunidad de Estados capitalistas que como un Estado único, unitario, aislado. Esta concepción de una comunidad de Estados también fue impuesta en forma consecuente en la vida cotidiana de la Unión Soviética. Cada república tenía su gobierno, su parlamento, su administración, su lengua. Se organizaban visitas oficiales de los dirigentes partidarios y funcionarios del Estado de una república a otra, así como encuentros de escritores, festivales culturales, intercambios de especialistas, etc. La vida interna del Estado estaba dispuesta como un escenario internacional. Pero el rol decisivo lo tenía el rubro “nacionalidad” en el pasaporte de cada ciudadano soviético. La función de ese rubro era y sigue siendo un enigma para los extranjeros que piensan la nacionalidad como ciudadanía, pero para todos los ciudadanos de la Unión Soviética tenía un rol importante, en todos los planos de su vida. La nacionalidad significaba en este caso pertenencia a un pueblo, origen étnico. Sólo se podía elegir la nacionalidad si los padres eran de distintas nacionalidades. Si no, se heredaba la nacionalidad de los padres. En cada asunto práctico -sobre todo en la búsqueda de trabajo- se preguntaba por la nacionalidad, y a menudo también por la nacionalidad de los padres. De modo que el internacionalismo soviético no significaba un universalismo parcial, que superara, que borrara las diferencias étnicas. Al contrario: la organización de la Unión Soviética como una comunidad de Estados socialista, internacionalista, hizo que ninguno de sus ciudadanos olvidara jamás de dónde venía. Unicamente el partido comunista, que encarnaba la razón dialéctica, podía decidir dónde terminaba el nacionalismo y dónde comenzaba el internacionalismo, y a la inversa.

Y no menos dialéctico fue el proceso de privatización por medio del cual se organizó la transición del comunismo al capitalismo. Los teóricos y los que pusieron en práctica el comunismo soviético consideraron que la eliminación completa de la propiedad privada de los medios de producción era el presupuesto decisivo para construir primero la sociedad socialista y luego la comunista. Sólo la estatización total de toda propiedad privada podía originar la plasticidad social total que el partido comunista necesitaba para obtener un poder completamente nuevo, inmenso, para configurar la sociedad. La eliminación de la propiedad privada significó un corte radical con el pasado e incluso con la historia en general, que era entendida como historia de las relaciones de propiedad privadas. Pero sobre todo se le concedió así al arte la preeminencia sobre la naturaleza, sobre la naturaleza humana y sobre la naturaleza como tal. Si se eliminan los “derechos naturales” del ser humano, incluido el derecho a la propiedad privada, y se cortan también sus lazos “naturales” con su origen y su herencia y su “propia” tradición cultural, el individuo puede reinventarse con total libertad. Sólo el individuo que ya no posee nada está libremente disponible para cualquier experimento social. La eliminación de la propiedad privada significó, por lo tanto, el pasaje de lo natural a lo artificial, del reino de la necesidad al reino de la libertad (política y configurativa), del Estado tradicional a la obra de arte integral.

Por eso la reintroducción de la propiedad privada constituye, por lo menos a primera vista, un presupuesto igualmente decisivo para poner fin al experimento comunista. En consecuencia, la desaparición de un Estado gobernado por el comunismo no constituye un acontecimiento meramente político. La historia nos enseña que ha habido con frecuencia cambios de gobiernos, de sistemas políticos o relaciones de poder sin que hayan afectado sustancialmente los derechos de posesión privada. En este caso, la vida social y económica mantiene su estructura de derecho privado aun cuando la vida política se halle en un proceso de transformación radical. En cambio, tras la despedida de la Unión Soviética ya no hubo contrato social. Territorios gigantescos se convirtieron en un desierto jurídico sin dueño que debía ser reestructurado, como en los tiempos del lejano oeste norteamericano. Es decir, había que parcelarlos, repartirlos y liberarlos a la apropiación privada, siguiendo las reglas dictadas por la propia conducción del Estado. De esta manera no puede haber, evidentemente, un retorno completo a un estado previo a la estatización de los bienes, la eliminación de la sucesión, la ruptura con el origen de la riqueza propia.

En última instancia, la privatización resulta ser un constructo político tan artificial como antes lo fue la estatización. El mismo Estado que estatizó en su momento para construir el comunismo privatiza ahora para construir el capitalismo. En ambos casos la propiedad privada está subordinada en igual medida a la razón de Estado, manifestándose así como artefacto, como producto del arte de gobernar que planifica conscientemente. Por lo tanto, la privatización como (re)introducción de la propiedad privada no lleva de nuevo a la naturaleza (a la herencia natural y al derecho natural). El Estado poscomunista, como su predecesor comunista, es un poder que configura, no un mero poder que administra. La situación poscomunista se caracteriza, por lo tanto, por revelar lo artificial del capitalismo al presentar la génesis del capitalismo como un proyecto netamente político de reestructuración social, y no como resultado de un proceso “natural” de desarrollo económico.

La construcción del capitalismo en los países del este europeo, pero sobre todo en Rusia, no es consecuencia de la necesidad económica o política y tampoco de una transición histórica inevitable y “orgánica”. Se tomó más bien la decisión política de reconvertir a la sociedad de la construcción del comunismo a la construcción del capitalismo; y de producir artificialmente una clase de propietarios privados con ese objetivo -y en plena sintonía con el marxismo clásico-, para después convertirlos en los principales sostenes de esa construcción. Justamente por el proceso de privatización lo privado descubre su dependencia fatal del Estado. Se trata del despedazamiento violento y la apropiación privada del cuerpo muerto, del cadáver del Estado socialista, que recuerdan a las fiestas sagradas de otros tiempos, en las que los miembros de un pueblo o de una tribu se comían juntos al animal totémico muerto. Por un lado, ese tipo de fiesta significaba la privatización del animal totémico porque cada uno recibía una parte pequeña, privada; pero justamente por eso esta fiesta fundaba, por otro lado, un elemento común de la tribu, supraindividual, supraprivado. La dialéctica materialista del cadáver demuestra aquí su eficacia incesante.

El verdadero reto del socialismo de cuño estaliniano consistía en su antiutopismo, es decir, en la afirmación de que en la Unión Soviética la utopía en el fondo ya estaba realizada. El lugar real donde se estableció el campo socialista fue proclamado el no lugar de la utopía. No se necesita -ni se necesitaba ya entonces- especial esfuerzo o intelección para demostrar que esa afirmación es contrafáctica, que el idilio oficial está manipulado desde el Estado, que la lucha sigue, sea la lucha por la propia supervivencia, sea la lucha contra la represión y la manipulación, sea la revolución permanente. Y, sin embargo, la célebre afirmación “Está consumado” es tan imposible de volar de un plumazo con la mera remisión a las injusticias e insuficiencias fácticas como los no menos célebres principios “Atma es Brahma” o “Samsara es Nirvana”, porque se trata de una unidad paradójica de antiutopía y utopía, infierno y paraíso, condena y salvación. La no menos paradójica metanoia de la reprivatización le ha dado definitivamente su forma histórica al acontecimiento del comunismo. Así el comunismo de hecho ya no es una utopía: su encarnación terrena está terminada. Terminada significa aquí: concluida y por ende disponible para una repetición.

Tal repetición sin duda no puede significar un retorno al comunismo soviético, que es un fenómeno único en la historia y definitivamente concluido. Pero otros intentos de instalar un gobierno por medio de la lengua, es decir, un gobierno de los filósofos, son muy probables. En realidad, son inevitables. La lengua es más general, más democrática que el dinero. Además, como medio es más efectiva que el dinero porque lo que se puede decir es más que lo que se puede comprar o vender. Pero la verbalización de las relaciones de poder en la sociedad, sobre todo, le da a cada individuo la posibilidad de contradecir al poder, al destino, a la vida; de criticarlos, acusarlos, maldecirlos. La lengua es el medio de la igualdad. Si el poder se verbaliza, queda obligado a actuar bajo las condiciones que impone la igualdad de todos los hablantes, lo quiera o no. Por otra parte, la igualdad de la lengua se distorsiona, o incluso se destruye, si se exige que todos los hablantes argumenten correctamente desde una perspectiva lógico-formal. Pero la tarea de la filosofía reside precisamente en liberar a los individuos de la opresión ejercida por la lengua correcta en términos lógico-formales. La filosofía también es una suerte de deseo, porque se la define como un amor por la sabiduría no satisfecho e imposible de satisfacer. Pero es un deseo que se ha verbalizado por completo, haciendo transparente su carácter paradójico. La filosofía es una institución que le brinda al ser humano la posibilidad de vivir en la autocontradicción sin tener que ocultarla. Por eso jamás se podrá reprimir del todo el deseo de ampliar esa institución a toda la sociedad.

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Notas

1 En la lengua general, y en algunos lenguajes especializados (gramática, pedagogía, psicología), el verbo versprachlichen tiene el mismo alcance que verbalizar en español: significa poner en palabras, expresar, darle forma verbal a algo. En el contexto de la filosofía habermasiana, por otra parte, el sustantivo Versprachlichung ha sido traducido como lingüistización (Cf. Jürgen Habermas, “La lingüistización de lo sacro”, en Teoría de la acción comunicativa, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1987, t. II, pp. 111-160), y el término ha sido adoptado también en la producción en español sobre ese aspecto de la filosofía de Habermas. Sin embargo, introducir lingüistización y lingüistizar en la presente traducción habría significado, a nuestro juicio, violentar un texto que se caracteriza por la ausencia de terminología y neologismos, y cuya estrategia discursiva consiste fundamentalmente en apostar a la claridad expositiva y ha sobriedad lingüística. Por lo tanto, decidimos realizar el mismo movimiento que el autor en su lengua original: adoptar una palabra ya existente y ampliar su significado, que se va construyendo en el texto a partir de las definiciones que da el autor y del uso contextualizado. El lector, por lo tanto, deberá tener presente ese uso específico de verbalización; y por otro lado, deberá tener en cuenta que esta acepción nueva entra en competencia con una acepción que, en otro contexto filosófico, encontrará traducida como lingüistización. [NdT]

2 Alexandre Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, París, 1947, p. 136 s. [trad. esp.: La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel, trad. de Juan José Sebreli. ed. corregida, revisión a cargo de Alfredo Llanos, Buenos Aires, Ediciones Librería Fausto, 1999, p. 138 s.].

3 Sören Kierkegaard, Philosophische Brocken, Düsseldorf / Colonia, 1960, p. 60 ss. [trad. esp.: Migajas filosóficas o un poco de filosofía, edición y trad. de Rafael Larrañeta, 2da ed., Madrid, Trotta, 1997, p. 67 ss.].

4 Aquí y en lo que sigue se cita por la edición: Historia del partido comunista de la Unión Soviética. Texto oficial, aprobado por el Comité Central del PC de la URSS, editado por Orestes Ghioldi, Buenos Aires, 1940, cap. IV: “Los mensheviques y los bolsheviques durante el período de la reacción stolypiniana. Los bolsheviques pasan a formar un partido marxista independiente (1908-1912)”, 2. “Sobre el materialismo dialéctico y el materialismo histórico”, pp. 140-177 [Geschichte der Kommunistischen Partei der Sowjetunion (Bolschewiki) – Kurzer Lehrgang, Berlín, 8′ ed., 1951, cap. 4: “(1908-1912). Menschewiki und Bolschewiki in der Periode der Stolypinschen Reaktion. Formierung der Bolschewiki zu einer selbständigen marxistischen Partei”, § 2: “Über dialektischen und historischen Materialismus”, pp. 83-102].

5 W. I. Lenin, Aus dem philosophischen Nachlaß, Berlín, p. 188 [cf. V. I. Lenin, Cuadernos filosóficos, Buenos Aires, Estudio, 1960, p. 246].

6 Cf. Karl Marx, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, trad. de A. R. y M. H. A., Buenos Aires, Ediciones Nuevas, 1968, p. 30.

7 Aquí y en lo que sigue se cita por: J. V. Stalin, El marxismo y los problemas de la lingüística, Pekín, Ediciones en lenguas extranjeras, 1976 ll. W. Stalin, “Über die Fragen der Sprachwissenschaft”, en Werke, Dortmund, 1979, vol. 15, pp. 113-136).

8 El autor sugiere aquí una corrección a la traducción alemana de la cita, que consiste en sustituir el término Buchstabengelehrte (aproximadamente: eruditos en letras, literati) por Schriftgelehrte (escribas o doctores de la ley). (NdT)

9 А. I. Oparin, Значение трудов товарища И. В. Сталина по вопросам языкознания для развития соеетской биологической науки, Moscú, Pravda, 1951, р. 11.

10 Historia del partido comunista, op. cit., p, 140. Cf. V. I. Lenin, Cuadernos filosóficos, op. cit., p. 241.

11 Muertos vivos, 1956, dirección de Don Siegel; 1977, dirección de Philip Kaufman; 1992, dirección de Abel Ferrara.

12 Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, 1993, p. 23 ss.

[trad. esp. Espectros de Marx: el Estado de la deuda, el trabajo
del duelo y la nueva Internacional
, trad. de José Miguel
Alarcón y Cristina de Peretti, Madrid, Trotta, 1995, p. 17 ss.]

13 “De oriente viene la luz, de occidente viene el lujo”.

14 Alain Badiou, Über Metapolitik, Zurich / Berlín, 2003, p. 138 ss. [trad. esp.: Compendio de metapolítica, ed. de Alejandro A. Cerletti, trad. de Juan Manuel Spinelli, Buenos Aires, Prometeo, 2009, p. 99 ss.]

15 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Phánomenologie des Geistes, Frankfurt/M., 1970, p. 435 ss. |trad. esp.: Fenomenología del espíritu, trad. de Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra, México, Fondo de Cultura Económica, 1973, P- 34-6 ss.].

16 Constitución (Ley fundamental) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Buenos Aires, Anteo, 1957, p. 11.

17 Cf. Constitución (Ley fundamental) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Buenos Aires, Mundo Actual, 1977, p. 45.