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En septiembre de 1966 un joven líder de la ultraderecha católica brasileña, Fabio Xavier da Silveira, vino a Chile para advertirle a los terratenientes del sur sobre los peligros de la reforma agraria impulsada por el gobierno de Frei. Su tesis era la siguiente: cuando una reforma, por tímida que sea, relativiza las estructuras de propiedad vigentes, esto crea un efecto dominó que tarde o temprano llevará a una revolución contra toda la propiedad capitalista.

Fabio da Silveira hablaba en nombre de un sector de la burguesía latinoamericana que desconfiaba de las estrategias progresistas horneadas en Washington. En efecto, la reforma agraria que da Silveira había venido a denunciar, era parte de la Alianza para el Progreso, una especie de Plan Marshall1 dirigido hacia América Latina con el propósito de disuadir la insurgencia campesina que en otras regiones había desencadenado poderosos movimientos de liberación nacional. Fabio da Silveira y sus amigos opinaban que esa insurgencia había que combatirla no dándole tierras a los campesinos, sino disciplinándolos para que no se les olvide quién manda. Era tal su desconfianza hacia la estrategia disuasiva de la Alianza para el Progreso, que tras ser expulsado de Chile por el gobierno democratacristiano, da Silveira escribió un libro de denuncia titulado Frei, el Kerensky chileno.2

El libro se publicó en 16 ediciones, con un total de 128.800 ejemplares, en Argentina, Venezuela, Colombia, Ecuador e Italia. El gobierno de Frei prohibió su venta en Chile e hizo gestiones diplomáticas para impedir su difusión en otros países, pero no pudo impedir que numerosos ejemplares entraran al país por correo o fueran introducidos por turistas que volvían del extranjero. Cuando tres años más tarde Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales, muchos pensaron que Fabio da Silveira había escrito un libro profético. Estaban convencidos de que si Frei era un símil de Kerensky, entonces Allende debía ser el equivalente de Lenin.

Esa analogía era absurda. Aleksandr Kerensky fue un aspirante a revolucionario que no supo cómo darle impulso a una revolución, mientras que Eduardo Frei era un político conservador comisionado por el imperio estadounidense para evitar que en Chile tomara vuelo una revolución. V. I. Lenin fue un revolucionario que sí supo cómo darle impulso a una revolución, mientras que Salvador Allende era un político socialdemócrata convencido de que Chile no estaba listo para una revolución (pero sí para unas reformas estructurales que elevasen la condición material y social de las clases trabajadoras). En la izquierda revolucionaria, es decir mucho más a la izquierda que lo que el programa de la UP representaba, hubo quienes propusieron una analogía diferente, quizás un poco menos disparatada: el “Kerensky chileno” no era Frei, sino el propio Allende; lo cual implicaba que, en tal caso, si se quería buscar una figura equivalente a la de Lenin, había que buscarla, sin duda, en Miguel Enríquez.

De nada valía reclamar entonces, y de nada vale reclamar hoy, que el proceso de 1970-73 era un caso singular con características específicamente chilenas, no comparable con la revolución rusa ni con ninguna otra revolución previa. Por el contrario, si esas analogías estaban presentes en el imaginario político de la época, y si hoy siguen siendo pertinentes, es porque el proceso chileno de 1970-73 fue tan sólo un episodio más de un movimiento histórico de gran envergadura, que ha venido desplegándose al menos desde finales del siglo XVIII, y sigue empujándonos hoy hacia un futuro incierto. La ciencia que más debe importarnos es la historia, y desde el punto de vista de la historia vista en su conjunto, el 11 de septiembre de 1973 ocurrió apenas hace unas horas. Nos está sucediendo ahora.

Volvamos a la imagen que, pese a todo, predominó en el imaginario político chileno de fines de la década de 1960: la imagen que Fabio da Silveira logró instalar con los casi 130 mil ejemplares vendidos de su librito Frei, el Kerensky chileno. Si damos crédito a los análisis que algunos años más tarde hizo la intelectualidad revolucionaria sobre el proyecto allendista,3 debemos concluir que en realidad a Salvador Allende y a los partidos de la UP no les sentó del todo mal la analogía propuesta por el ultraderechista brasileño. Antes de ese momento, Allende ya había sido derrotado en tres elecciones presidenciales, y la causa de esas derrotas estaba ya bastante clara: por una parte, el socialismo moderado de Allende parecía ofrecer no mucho más que el reformismo de la democracia cristiana, aunque al precio de una mayor conflictividad política, de modo que los electores naturalmente terminaban votando por el reformismo más tranquilo de los democratacristianos; por otro lado, la persistente campaña de difamación financiada por el Pentágono, en la que se retrataba a Allende como un comunista totalitario, no hacía sino reforzar esa tendencia. En 1969 el allendismo sabía que ese cuarto intento iba a ser el último, el definitivo: si la estrategia de mostrar a un Allende moderado había fracasado no una sino tres veces, quizás había llegado el momento de adoptar una estrategia mucho más audaz, tratando de sacar provecho de la caricatura maximalista que hasta entonces había sido usada para denigrarlo. Dada esta nueva estrategia, la imagen de Frei como “el Kerensky chileno” fue recibida casi como una bendición caída del cielo.

La noción de que Frei era un Kerensky, sutilmente hacía relucir sobre Allende el aura épica del revolucionario sagaz que la historia le había conferido a Lenin. Los dirigentes de la UP nunca propusieron abiertamente esta analogía, pero en la campaña presidencial de 1970 y durante los tres años que duró el “gobierno popular”, explotaron esa imagen para reforzar el mensaje demagógico de que en Chile estaba aconteciendo una auténtica revolución socialista. El hecho de que esta revolución no incluyese una insurrección violenta, ni control proletario de la producción, ni el armamento del pueblo -estos son los rasgos que definen a una revolución socialista-, sólo confirmaba que Chile era muy especial, tanto que iba a enseñarle al mundo entero cómo hacer una revolución socialista sin pasar por el descalabro de una guerra civil.

Desde el principio hubo gente que comprendió lo absurdo de tal pretensión, y no faltaron quienes advirtieron que ésta sólo podía conducir a una catástrofe. Los tres años de la UP y su conclusión trágica demostraron que en definitiva la sociedad chilena sí era especial, pero no por lo que ella se imaginaba. No porque hubiese descubierto el Grial de la revolución socialista pacífica y respetuosa del Estado de Derecho burgués, sino porque demostró cuán capaz es un pueblo de convencerse a sí mismo de que el rey va bien vestido cuando en realidad va desnudo.

Tampoco vale de nada intentar rescatar ahora de entre los escombros una u otra estampita santificada por una fe sin convicción. Allende no traicionó nada ni a nadie: se comportó honestamente como un político socialdemócrata que intenta sintonizar con los anhelos populares para ganar una elección presidencial, ni más ni menos. Su trágico final sólo confirma que en 1970 esos anhelos eran demasiado ambiciosos como para que un socialdemócrata pudiese seguirles el paso, para empezar. Los partidos de la UP, por su parte, no intentaron darle alas a una novedosísima receta revolucionaria que sí sintonizaba con la demanda de poder popular: más bien intentaron pilotar un avión que desde el despegue estaba condenado a estrellarse, mientras trataban de convencer a los pasajeros de que si se quedaban bien quietos en sus asientos la cosa podía terminar bien.

En esta metáfora los pasajeros, o sea la clase obrera chilena, los campesinos, los estudiantes, los pobladores, se comportaron en general a la altura de sus propias aspiraciones, excepto por una cosa: dado que no habían creado a tiempo su propia vanguardia intelectual y política, no tuvieron más remedio que confiarse a unas vanguardias formadas mayoritariamente por intelectuales de la clase media acomodada, que naturalmente estaban más enfocados en propiciar el desarrollo de una burguesía de Estado, que en fortalecer las capacidades de lucha independiente de la clase obrera. La izquierda revolucionaria, representada principalmente por el MIR, no podía tomarse en serio que Frei fuese “el Kerensky chileno”, pero sí conferirle ese rol a Allende, lo cual sugería que el propio MIR debía desempeñar en el proceso chileno el rol que había tenido el partido de Lenin en la Rusia de medio siglo antes. Volvía a aparecer esa veleidad tan característicamente chilena: por alguna razón se suponía que la extraordinaria convergencia que a principios del siglo XX se había dado en Rusia entre la clase obrera insurgente y la intelectualidad revolucionaria -esto, tras veinte años de esfuerzos organizativos legales e ilegales, dentro de Rusia y en el exilio, por parte de los bolcheviques-, en Chile podía replicarla un partido “movimiento” con apenas cinco años de vida, articulado con una clase obrera cuya acción política llevaba décadas profundamente subsumida en el electoralismo burgués.

Así que no quedó mucho que salvar de entre los escombros. ¿Significa todo esto que debemos dar vuelta la página y hacer tabula rasa de esa valiosa experiencia histórica, como hoy nos pide la retórica del radicalismo pequeñoburgués? Todo lo contrario: si hace medio siglo los proletarios y campesinos chilenos, al perseguir un horizonte de transformación socialista descubrieron trágicamente que no se habían dotado aún de su propio partido revolucionario y de clase, o que los gérmenes de ese partido habían aparecido demasiado tarde… esta lección sigue y seguirá estando vigente, y seguirá planteando una y otra vez aquella tarea inconclusa, mientras siga habiendo lucha de clases.

Por supuesto que hoy estamos en un contexto diferente. Hoy día la credulidad ingenua hacia la retórica socialdemócrata ya no es lo que era en 1970: hoy día quienes votan por la socialdemocracia lo hacen movidos por el miedo a un mal mayor, no porque crean que ella va a cambiar algo sustancialmente. Pero esto no significa que la credulidad ingenua y el infantilismo hayan desaparecido: sólo han cambiado su forma y su foco. La invitación a destruir el Estado sin crear instrumentos análogos que aseguren la dictadura de clase del proletariado; los llamamientos a abandonar la lucha de clases y el fetichismo de la mercancía sin haber hecho una revolución socialista; a dejar atrás la socialización capitalista sin apropiarse del instrumental productivo; a abolir el capitalismo sin institucionalizar la expropiación social de la propiedad capitalista… en esos llamamientos retóricos vemos reaparecer hoy día la vieja y espontánea tendencia a confundir infantilmente los propios deseos con la realidad.

Ayer era el deseo de que Allende fuese Lenin; hoy es el deseo de que el capitalismo sea superado a través de un acontecimiento mesiánico que instantáneamente nos libre de todo mal, sólo porque una voluntad buena así lo quiere; sin que haya que construir un partido revolucionario, sin que haya que desarrollar una acción política consistente, sin que haya que preparar los medios y las formas de una dictadura de clase: únicamente a través de un cambio en la forma de sentir, de pensar y de relacionarnos. Este radicalismo abstracto, mezcla de revisionismo pequeñoburgués, intelectualismo anticomunista e ideologías posmodernas, es el equivalente actual de la inmadurez que llevó al pueblo insurgente de 1970 a subirse a un avión que estaba condenado a estrellarse.

Bolchebeat

11 de septiembre, 2024


Notas

1 El Plan Marshall fue un programa de ayudas financieras masivas para reconstruir las infraestructuras y disuadir la insurgencia proletaria en Europa occidental, después de la segunda guerra mundial. De esta forma Estados Unidos aseguró su dominio geoestratégico en el Atlańtico norte.

2 Recordemos que Aleksandr Kérenski fue un dirigente del Partido Social-Revolucionario de Rusia, que se convirtió en jefe del gobierno provisional tras el derrocamiento de la monarquía zarista en febrero de 1917. En los meses siguientes maniobró para estabilizar la situación política, pero no pudo evitar que los bolcheviques se fortalecieran y conquistaran el poder durante las jornadas revolucionarias de octubre de ese año.

3 Alain Labrousse en 1972, Helios Prieto en 1973, Mike Gonzalez y Robinson Rojas en 1974, Correo Proletario entre 1973 y 1976, Rui Mauro Marini en 1976, Gabriel Smirnow en 1977.