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Las sociedades socialistas históricas con frecuencia recibieron duras críticas por restringir la libertad sexual. Sin embargo, en el subsuelo de esas mismas sociedades socialistas se llevaron a cabo investigaciones sobre la sexualidad supuestamente ahogada bajo el control ideológico. Los investigadores querían descubrir las prácticas ocultas de liberación sexual y los comportamientos subversivos, y se supone que esto les habría confirmado que la expresión de la sexualidad es automáticamente sinónimo de subversión del aparato autoritario.
Por lo general, se asume que la sexualidad representa libertad y emancipación, pero ese estereotipo ignora las numerosas contradicciones que atraviesan al concepto de sexualidad: la sexualidad puede no ser necesariamente emancipadora. Foucault planteó que la noción misma de sexualidad se remite al nacimiento de la sociedad burguesa, situando el origen de la sexualidad en los discursos que regulaban la salud, la desviación clínica y la atención médica en las sociedades post-disciplinarias.
En la sección llamada “Scientia Sexualis” del primer volumen de Historia de la Sexualidad, Foucault examinó una etapa muy importante en la evolución cultural y científica de Europa occidental: el momento en que la sexualidad reemplazó a la cultura del Amor y Eros.1 Según el autor, la sexualidad no trajo consigo una liberación corporal respecto de las viejas restricciones; sino que más bien introdujo un lenguaje de descripción científica, jurídica, médica y psíquica, en el que se entrelazan la perversión, el castigo, el análisis, el conocimiento y el placer. El mismo lenguaje que mapea y controla la sexualidad es lo que hace surgir su poder seductor y subversivo. Así, el hecho de que la sexualidad individual haya sobrepasado al Eros, va de la mano con el nacimiento de la sociedad burguesa: es el momento histórico en que la poética aristocrática del sentimiento amoroso fue reemplazada por la estratificación analítica y el control de la salud, del placer y la enfermedad.
Si dirigimos ahora nuestra atención a cómo Deleuze trata el inconsciente, vemos que, según él, el inconsciente está desprovisto de cualquier trasfondo psicoanalítico y se disipa en las superficies de lo social. La fuerza productiva del inconsciente está separada del placer individual, pese a lo cual reside en el ámbito del deseo y su libidinalidad. La libidinalidad del deseo es ambivalente, y está lejos de ser exclusivamente emancipadora. El deseo representa emancipación, pero también está permeado por la economía libidinal. ¿Qué quiere decir esto? Las investigaciones de Jean-François Lyotard sobre la economía libidinal pueden ayudar a entenderlo.2 Lyotard asocia los complementos libidinales con el intercambio monetario y la economía: la economía capitalista es una externalidad total, pero nuestra crítica de ella no nos sitúa más allá de esa externalidad alienada, porque nuestros impulsos y deseos están inconscientemente inscritos en su producción misma. Aún cuando creamos que podemos resistir la lógica de la producción capitalista, nuestras pulsiones libidinales están sintonizadas con la economía: estamos inconscientemente investidos en ella, y esto se manifiesta en nuestro comportamiento: en el trabajo, el ocio, la comunicación, el intercambio y la producción. El lado macabro de este argumento es que, según Lyotard, la crítica del capitalismo en sí no está libre en absoluto de las pulsiones y deseos que producen la condición capitalista. La libidinalidad esparcida por el cuerpo social capitalista impregna todo lo que se produce bajo su régimen, incluida la crítica anticapitalista.
Se puede descifrar hasta qué punto el capitalismo es parte integrante de la vida, observando la forma en que el goce y los fantasmas circulan en el marco de la producción y el intercambio. Lyotard ve en el capitalismo “el retorno, no afirmado ni reconocido, de aquello que rechaza: la intensidad libidinal que yace en el corazón de los intercambios neutralizados”.3 La naturaleza misma del gasto de dinero, del intercambio y de la producción, revela la forma en que funciona la libido, pero también confirma que el capitalismo es libidinalmente deseado, incluso mientras se le denuncia teórica y conceptualmente.
Según Lyotard, lo que consideramos intensidad creativa o deseo subversivo deviene, en última instancia, moneda e intercambio. No es que necesariamente deseemos comerciar; más bien, necesitamos el excedente de atracción o extrañamiento que acompaña a la cultura material y la producción artística. El deseo construido a través del excedente está entrelazado con la plusvalía y, por tanto, con una economía moldeada a través de diversos tipos de excedentes: fantasmáticos, sexuales, libidinales, financieros. Eso fortalece el poder del capitalismo, y revela que el goce no es necesariamente liberador. Al contrario, está incrustado en la lógica que parece contradecirlo. El placer o la pulsión experimentados individualmente pueden ser inherentes al deseo de poder y dominación.4
Aunque analiza principalmente la producción capitalista, Lyotard extiende esta lógica libidinal a cualquier sociedad, incluso a nivel del orden simbólico: actos religiosos, martirologio y sacrificio. Esto significa que incluso los actos aparentemente no libidinales, como los actos de sacrificio motivados por convicciones éticas o políticas, pueden abordarse desde el punto de vista de los impulsos libidinales y pueden interpretarse como realizaciones transgresivas del disfrute.
Esta actitud totalizadora hacia lo instintivo y afectivo también fue característica de Deleuze y Foucault. Estos autores captaron también el carácter ambivalente del inconsciente y la sexualidad, pese a lo cual les atribuyeron un papel subversivo y emancipador: los rasgos constitutivos del capitalismo eran al mismo tiempo, aunque indirectamente, agentes de su propia subversión. Por consiguiente, según ellos, privar a la economía de su aspecto libidinal supondría liquidar y castrar por completo el propio deseo. Asimismo, deshacerse del lado perverso de la libidinalidad también supondría eliminar su potencial de entusiasmo creativo, ya que en una economía libidinal la creatividad sólo puede desarrollarse de la mano de los impulsos libidinales. De este modo, se critica ferozmente la alienación capitalista, pero, no obstante, sus críticos siguen sintiéndose a nivel inconsciente poderosamente atraídos por ella.
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Pero ¿qué pasa si la sociedad se deshace de la forma tentadora de la mercancía, de la plusvalía, y en cambio basa la actividad económica en la competencia por la producción y la distribución, a fin de satisfacer unas necesidades construidas por hábitos de consumo deslibidinizados?
En la obra de los filósofos y psicólogos marxistas soviéticos, especialmente Lev Vygotsky, hay una evidente desconfianza respecto del papel del inconsciente. Se desconfía de la idea de que pueda haber una discrepancia entre los regímenes inconsciente y consciente. En su libro Mishlenie i Rech (Pensamiento y lenguaje, 1934),5 Vygotsky critica duramente a Jean Piaget por su interpretación freudiana de la psique infantil. Piaget dice que la psique de los niños menores de siete años muestra la autonomía del pensamiento sincrético del niño, su fijación “autista” en la satisfacción de sus deseos y placeres. Piaget ve en ese rasgo una manifestación del inconsciente en cuanto tal: dicha etapa de la infancia representaría en general una condición psíquica dirigida hacia el placer individual, desligada de la cultura y la realidad. Todas las funciones sociales, lógicas y generalizadoras surgirían más tarde.
Contrariamente a cómo se aborda el principio de placer en la teoría del inconsciente, Vygotsky a menudo redefine el placer como necesidad, inscribiéndolo en el ámbito social y colectivo. En términos generales, las obras de filosofía soviética que debatían el impacto del inconsciente, el placer, la libidinalidad y la psicología individual (obras de, por ejemplo, Evald Ilyenkov, Mikhail Lifschitz y Mikhail Bakhtin), siempre subrayaron el hecho de que las funciones sociales preceden a los instintos y, por tanto, a los regímenes del inconsciente. Por ejemplo, Vygotsky insiste en que antes del período “autista”, el niño ya está inscrito en la socialidad; incluso los modos egocéntricos y sincréticos de hablar y pensar son parte de una teleología del desarrollo más compleja. En el marco de esa teleología, el placer individual, el deseo y su satisfacción complementan las demandas más amplias de lo social, incluso en una etapa muy temprana. Por el contrario, en el sistema de Piaget y en el psicoanálisis, el principio de placer, lo libidinal y las pulsiones preceden a la realidad objetiva y son alteridades incompatibles respecto de la conciencia.
Vygotsky critica al psicoanálisis por mutar el principio de placer en un recurso vital autónomo (primum movens, como lo expresó Vygotsky), cuando podría haber seguido siendo simplemente una condición biológicamente auxiliar. Vygotsky insiste en que el apego o desapego de un niño respecto de la implementación de procedimientos sociales depende de las condiciones sociales de su educación: de si el niño se cría en la familia o en colectividades más amplias. Esto presupone que los hábitos culturales y sociales puedan adquirirse a través de la colectividad, más que a través de la familia nuclear. Significa que incluso cuando un niño está confinado al núcleo padre-madre, adquiere cualidades generales que le inscriben en la humanidad y la sociedad, porque esas cualidades han sido construidas diacrónicamente a lo largo de la historia humana. Desde este punto de vista -un punto de vista que obsesionó a la filosofía marxista soviética- la llamada sexualidad polimorfa y todo el conjunto de perversiones sexuales atribuidas al niño por el psicoanálisis, resultan superfluas. Al niño se le pueden atribuir perversiones y sexualidad sólo si éstas se desarrollan a través de su articulación y registro lingüístico, algo que el niño, al menos en la etapa preedípica (o incluso edípica), no es capaz de hacer.
Cuando Piaget autonomiza el placer y lo separa de la lógica y la realidad, sitúa el placer (que Vygotsky llama satisfacción de necesidades) en un lugar anterior al subsiguiente ajuste socializador del niño a la realidad. Por el contrario, Vygotsky insiste en que la satisfacción de las necesidades (que Piaget llama régimen del placer) no puede divorciarse de la adaptación social a la realidad.
Según Vygotsky, el placer no consiste sólo en recibir placer; más bien, se inserta en un conjunto teleológico más complejo de referencias a la realidad. Esta lógica es diametralmente opuesta a la lógica de la economía libidinal que caracteriza a la sociedad capitalista. La “realidad” socialista ya está deslibidinizada (lo que no significa en absoluto que esté deserotizada). El deseo y el placer sólo pueden entenderse como necesidades a satisfacer, y esto minimiza la brecha entre la necesidad de placer y la necesidad de valores comunes. Una sociedad en la que la producción se orienta hacia el valor de uso, se deshace de la economía excedente tanto a nivel del deseo como en el ámbito del consumo y la comunicación. Sin embargo, el rechazo del excedente no implica en absoluto el fin de lo extremo, lo intenso y lo excesivo. Por el contrario, la acción excesiva se manifiesta en otros lugares: en el trabajo, en los actos éticos, en la responsabilidad social, en el arte y la cultura. Se convierte en entusiasmo y esfuerzo comprometido, en vez de búsqueda del placer o el goce.
Así, en las condiciones de una economía orientada al valor de uso, el deseo deja de ser libidinal. De manera completamente opuesta, Lyotard piensa que la libidinalidad se extiende a todos los actos, incluso a los motivados simbólicamente, como el sacrificio, lo sublime y el amor.
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Lyotard describe con maestría cómo la forma mercantil impregna los cuerpos y sus impulsos. Esa es la razón por la que la crítica de la mercancía no puede derribar el régimen del capital ni la economía libidinal: mientras se critica la mercancía, el cuerpo, el inconsciente y el deseo siguen excitados por ella. Por supuesto, esto no ocurre de manera sencilla. La forma-mercancía sólo puede construirse de modo que potencie y amplifique los impulsos fantasmáticos del inconsciente; y si recurrimos al principio del placer infantil de Piaget (el que Vygotsky critica), encontramos allí la idea de que el placer sólo puede satisfacerse mediante la deformación de la realidad y su reducción al impulso de placer del ego. Los fantasmas egocéntricos prevalecen sobre la realidad, de modo que el pensamiento “autista” dirigido al placer nunca aborda la “verdad” o “lo real”.
Pero Vygotsky, junto con muchos otros pensadores soviéticos, intentó demostrar que la satisfacción del deseo no tiene por qué oponerse necesariamente a la adaptación a la realidad. La necesidad puede realizarse en el ámbito de la realidad, y no en contra de ella, como afirma Piaget. Incluso el pensamiento “autista” puede ser parte del pensamiento más amplio de un niño. De manera similar, no hay pensamiento abstracto sin vínculo con la realidad, sin vínculo con la concreción. Tanto el régimen inconsciente como el régimen especulativo, o el lógico, son parte integrante de la realidad. El deseo está ligado a la realidad más que a los fantasmas; funciona dentro del régimen de las necesidades. Según Vygotsky, al disociar el placer y las necesidades de la adaptación a la realidad, se les confiere una importancia metafísica, lo que a su vez disocia completamente el principio realista y el “pensamiento realista” (lo opuesto al autismo y su principio de placer) de las necesidades (ya que las necesidades son placeres y se les considera fantasmáticos).6 Procediendo así, ambas dimensiones -el “pensamiento puro” y el placer- quedarían privados de realidad por completo.7
Insisto: para Vygotsky y sus colegas soviéticos, el placer es una necesidad que debe ser satisfecha. Esto significa que el placer no está epistemológicamente separado de la necesidad, lo que a su vez supone la no libidinalidad de una economía orientada hacia las necesidades y su satisfacción inmediata (tal inmediatez es, en realidad, la cualidad del valor de uso). Por el contrario, en una economía libidinal, el placer, incluso cuando se satisface, está integrado en la diversificación de formas de mediación entre las pulsiones y su cumplimiento. Es precisamente en esta brecha donde reside lo fantasmático, y es eso lo que produce el excedente.
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Históricamente, en los países socialistas se desarrollaron extensas economías clandestinas para satisfacer la demanda de productos atractivos traídos del exterior. Los investigadores occidentales a menudo se han preguntado por qué los gobiernos de esos países socialistas no intentaron ellos mismos satisfacer esa demanda. ¿No habría sido rentable para las economías socialistas satisfacer el deseo de belleza, sofisticación técnica, éxito y moda? Quizás, especulan, algún imperativo ideológico les obligaba a mantener todo el espectro de la producción, el comercio y los servicios en un nivel lo suficientemente tosco como para eludir el atractivo generado por una economía excedentaria, atractivo que primero toma la forma de un fantasma y luego se encarna en la mercancía. Le hice esta pregunta a Andrey Kolganov, un conocido economista que estudia la economía soviética. Respondió que nunca hubo ninguna ingeniería social que deliberadamente buscara establecer servicios poco fiables o productos intencionalmente poco atractivos y mal diseñados. Más bien, esta situación fue consecuencia de una economía planificada que no pretendía tanto satisfacer demandas individuales y específicas, sino que más bien había sido construida para satisfacer necesidades básicas compartidas (y por lo tanto generales). Las mercancías fueron, por consiguiente, radicalmente despersonalizadas. Paradójicamente, esta cultura material despersonificada y desprivatizada satisfizo la demanda de desalienación experimentada por los individuos, que ya no necesitaban espacios individualizados ni privacidad.
En la economía planificada el objeto se convirtió en la realización tautológica de su concepto, tal como si se pudiese imaginar la sillez de una silla, o vestir la abriguez de un abrigo. Curiosamente, esto se aplicaba incluso a los alimentos, que tenían que ser saludables, pero carentes de rasgos gourmet específicos, lo que significaba que había que comer la quesidad del queso, es decir, el queso en sí mismo, no diferentes variedades de queso. Tal ascetismo no estaba prediseñado ideológicamente: la mercancía deslibidinizada fue sólo una consecuencia posterior del hecho que la economía fuese objeto de una planificación. Esta cualidad se manifestó en varias obras de los conceptualistas moscovitas. Por ejemplo, para designar esta condición anti-mercantil, Ekaterina Degot utilizó un término inventado por Boris Arvatov: “el objeto como camarada”. Esto se refería a la cualidad desmercantilizada y, por tanto, deslibidinizada de los objetos producidos bajo criterios socialistas.8
Estas condiciones no libidinales de producción implicaban una economía que no era económica, pues no tenía como fin el crecimiento económico: la economía y la producción debían subordinarse a criterios sociales y culturales. La producción servía así al interés de los valores compartidos de la sociedad. Por eso las eficiencias sociales y las económicas no eran tratadas como sinónimos.
Aquí nos encontramos con una interesante paradoja. La sociedad que intentó desenajenar las relaciones sociales produjo mercancías y artefactos de cultura material extremadamente poco atractivos (esto incluso obligó a los conceptualistas de Moscú a inventar un concepto para describir el objeto producido por los soviéticos: Plokhaya Vesh, algo de mala calidad). Por el contrario, la sociedad cuya producción se basaba por definición en relaciones laborales y sociales alienadas, generaba mercancías que suscitaban intimidad, deseo y confort, es decir, actitudes hacia la mercancía-objeto que la encuadraban como algo adorable y único. La anti-mercancía era demasiado general, porque encarnaba la idea de una necesidad básica, mientras que la mercancía capitalista adquirió las cualidades de una cosa deseada y no enajenada. El “objeto socialista como camarada” era malo e indeseado, como si demostrara que en una nueva sociedad basada en la igualdad, el deseo debiese ser erradicado por completo.
Más tarde, sus críticos caracterizaron esa falta de atractivo de la cultura material soviética como fruto de una producción en masa, abstracta e inhumana. Pero tal vez el hecho de que los objetos se produjeran de manera poco atractiva y defectuosa no anulaba en absoluto el principio formulado por Boris Arvatov y los productivistas, es decir, que precisamente el objeto generalizado y comunalizado que no satisface las exigencias del gusto personal o el deseo fantasmático, es el que puede desalienar la comunicación entre sus usuarios (ex consumidores). Esto, porque el deseo personal queda en segundo plano respecto de una desalienación implementada de forma impersonal.
Por lo tanto, la falta de atractivo de los productos soviéticos no se derivaba de un imperativo ideológico del Partido. Más bien, fue consecuencia de la escasez económica resultante de la exigencia de una distribución equitativa para todos. La modestia y el ascetismo fueron una consecuencia inevitable de la igualdad social. Por el contrario, bajo el capitalismo y sus formas de sexualización, la sexualidad edípica inconsciente del orden familiar está garantizada por las “cosas bonitas” (los bienes de calidad), que conforman los imaginarios personales. Sin el fetichismo de las mercancías, sería imposible diseñar constructos o lenguajes sexualizados: ésta es una de las cuestiones importantes que Freud ignoró.
Insistamos: según una creencia muy extendida, en el socialismo histórico la sexualidad fue suprimida por restricciones autoritarias impuestas a un sinnúmero de libertades. Pero, se dice, dado que la sexualidad es el epítome de la liberación, y dado que la sexualidad nunca puede estar ausente de ninguna sociedad, la sexualidad siempre está al menos de manera latente incorporada en cualquier sociedad como potencial para la libertad: libertad respecto de los prejuicios, del poder, del control, y así sucesivamente. Sin embargo, a juzgar por los datos estadísticos, la tasa de relaciones sexuales bajo el socialismo pudo haber sido incluso mayor que bajo el capitalismo.9
Pero cuando identificamos la sexualidad con la libertad, por un lado, y con las relaciones sexuales, por el otro, se pasa por alto una cosa: la sexualidad no es lo mismo que las estadísticas sobre relaciones sexuales. Si aceptamos esto, entonces ignorar la sexualidad no significa que no haya sexo. El impulso libidinal, el placer y la sexualidad no están directamente relacionados con la práctica de la sexualidad genital. Aaron Schuster, en su prólogo al folleto de Andrei Platonov “Antisexus”, subraya esta característica, es decir, la incongruencia entre la sexualidad genital y los impulsos libidinales tal como se teoriza en la interpretación freudiana de la libido.10 Schuster parte comentando el relato Sexplosion, de Stanislav Lem, donde la extinción de la función genital debido a la droga “Nosex” sólo consigue transferir el deseo hacia el impulso oral, es decir, hacia la perversión. Luego cita a Freud en La civilización y sus descontentos: “A veces uno parece percibir que no es sólo la presión de la civilización, sino algo en la naturaleza de la función [de la libido] misma, lo que nos niega la plena satisfacción y nos impulsa a seguir otros caminos.”11
En otras palabras, la interpretación freudiana (y muchas otras interpretaciones que siguen a Freud) presenta la libido como un impulso negativo, resultante del hecho de que no se supone que el coito genital necesariamente represente la sexualidad o la libidinalidad. En la cita anterior, Freud describe ese elemento excedente, ese “otro camino” que construye el deseo y el placer y nutre la economía de la libidinalidad. Así como la sexualidad y la pulsión libidinal pueden estar presentes en cosas que no tienen conexión semántica alguna con la sexualidad, a la inversa el coito genital puede verse privado de los lenguajes de la sexualidad.
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En la cultura socialista la economía del valor de uso eliminó la sexualidad y la reemplazó con los lenguajes del entusiasmo y el enamoramiento. Pero ¿por qué la retórica del entusiasmo y el enamoramiento no podía adaptarse a los lenguajes de la sexualidad? Sabemos por Foucault que los lenguajes de la sexualidad son producidos para controlar la vida sexual, y que junto con la función clínica, convierten la sexualidad en excedente de placer. Del mismo modo, el inconsciente como lenguaje había sido construido para captar lo que está más allá de la conciencia: para tratar las desviaciones psíquicas utilizando una metodología clínica. Sin embargo, a lo largo de la historia del pensamiento psicoanalítico y post-psicoanalítico, lo que solían ser los síntomas de una enfermedad en el ámbito del inconsciente se convirtieron en el léxico de formas creativas, no racionales y, por tanto, liberadoras, de comportamiento, producción y comunicación. La desconfianza soviética hacia el inconsciente nunca fue una desconfianza hacia su función clínica, terapéutica y de investigación. Más bien, era una desconfianza hacia cierta ideología dominante del inconsciente en la que todos los impulsos se reducen a un disfrute suprimido, con lo que se les asigna el estatus de un principio a priori y, por tanto, se les atribuyen potencialidades emancipadoras.
En la interpretación del placer de Lyotard, el impacto totalizador de lo libidinal y lo inconsciente está siempre presente. Su excedente aparece como una fuerza macabra. Allí es imposible erradicar el excedente libidinal, porque no hay forma en que se pueda poner fin al principio de placer. Por consiguiente, la crueldad de la economía libidinal debe intensificarse para hacerla parecer aún más cruel, de modo que un goce inimaginable o inhumano subvierta o transgreda el placer imaginable. Esto supone que, incluso si el placer se vuelve una perversión a ser derrocada en favor de la religión, el amor, la ideología o cualquier procedimiento sacrificial, el principio de placer y la economía excedente se mantendrán. Según esta lógica, un santo es una prostituta, y un trabajador que se rebela contra la explotación también es una prostituta. Toda economía política es libidinal, ya que cualquier exceso sólo puede ser libidinal. De ahí que lo sublime también pertenezca a la categoría de goce inalcanzado, ya que se lo imagina en el nivel fantasmático.
Por el contrario, quiero afirmar que el alejamiento de la producción capitalista llevó a que se pusiera fin a la plusvalía y a su dimensión libidinal.
En el marco del psicoanálisis, los fenómenos relacionados con el superyó -el ideal, el amor, la muerte, el acto ético- se vuelven tan inalcanzables que adquieren una función represiva y censuradora, o sólo pueden ser alcanzados a través de un régimen de transgresión. Este régimen convierte dichos fenómenos conscientes en goce individualizado, remitiéndolos al ámbito del inconsciente y convirtiéndolos así en pulsiones. Estos fenómenos, por lo tanto, o bien permanecen en el ámbito del placer y del goce, o bien son etiquetados como represivos. Esta es la constelación, por lo general reconocida, del psicoanálisis.
Las características de una economía no libidinal descritas anteriormente sugieren que en el contexto soviético esa constelación funcionó de una manera diferente. Allí los fenómenos sublimes no eran considerados como una reacción del superyó contra el placer y la libertad, ni como actos transgresores que se inscribirían de manera retorcida en el principio de placer. En cambio, todos los fenómenos sublimes que suelen ser simbólicos (muerte, ideal, amor, solidaridad, hechos éticos) se vuelven parte de la realidad objetiva, precisamente porque se les quita el atractivo de la mercancía. Semejante disposición cambia la forma y la constelación del deseo, el papel de la sexualidad y la actitud hacia la realidad. Junto con ese cambio, también queda superada la dicotomía en que la libertad, el deseo y las pulsiones pertenecen al inconsciente, mientras que el superyó y la conciencia pertenecen al poder, la ideología y los aparatos que censuran al inconsciente.
Si en el capitalismo hasta lo sublime adquiere cualidades libidinales, en el socialismo el objeto tiende a igualar su valor de uso, tiende a dejar de ser mercancía y ya no seduce ni tienta. Además, el ideal (por ejemplo, el ideal del comunismo) no es ya algo remoto, imaginario o fantasmático (no es la voz del Gran Otro), sino que impregna la realidad y se convierte en un valor cotidiano, concreto e intercambiable. Un extrañamiento aún mayor respecto de fenómenos que ya estaban alienados, es el dispositivo estético de la sociedad capitalista; por el contrario, en la sociedad socialista fenómenos sublimes e inimaginables impregnan lo cotidiano como si fueran cosas comunes y corrientes.
¿Qué pasa con la sexualidad en tales condiciones? Por supuesto, las relaciones sexuales están presentes, pero se convierten en uno de los modos de comunicación que operan en el marco de la necesidad existencial, de amor, de amistad, o incluso simplemente en el marco de la necesidad fisiológica. Es decir, se inscriben en el marco más general, de modo que los elementos específicamente sexuales no adquieren ninguna plusvalía que los haga seductores en sí mismos. Por consiguiente, no hace falta representar o hacer circular las imágenes soberanas de la sexualidad como simulacros del deseo, separadas de su vínculo con la necesidad existencial u óntica. La sexualidad es sólo uno de los modos de producción social, de apego amoroso y de comunicación: no tiene un valor autónomo ni un atractivo seductor. Está inscrito en el Eros colectivo, presuponiendo alegría más que goce (jouissance).
Es interesante la forma en que Andrei Platonov describe las relaciones sexuales en su novela Djan. En medio de su éxodo, los hambrientos consideran el sexo como una necesidad básica, del mismo modo que consideran el sueño y la alimentación. Esta necesidad no se plantea como una alternativa al amor o a lo sublime. Lo sublime no está separado de lo mundano, sino que está implantado en la materia y en los cuerpos, incluso cuando esos cuerpos están al borde del colapso físico. Del mismo modo, en el cuento de Platonov El río Potudan, cuando Nikita, el marido de Ljuba, tiene relaciones sexuales por primera vez con ella después de dudar durante mucho tiempo en hacerlo, Platonov describe el acto como un “placer pobre e inevitable, del cual Nikita no obtuvo más alegría que la que hasta entonces había experimentado con Ljuba sin practicar el sexo”.12
Tradicionalmente se piensa que los escritos de Platonov se limitan a la parte sexual de las relaciones amorosas. A menudo se le yuxtapone el punto de vista antipuritano de Alexandra Kollontai. Según Aaron Schuster,
En Platonov y Kollontai se condensan dos corrientes distintas de teorización sexual que pertenecen igualmente al proyecto revolucionario, y que expresan cada cual sus anhelos emancipadores: por un lado, una ética del sacrificio dominada por los hombres al servicio de la construcción de otro mundo, y por el otro, la invención de una forma de “camaradería amorosa” basada en el placer, la igualdad y la solidaridad, para reemplazar las relaciones íntimas dominadas por la forma de propiedad burguesa.13
Sin embargo, las novelas de Platonov, aunque repletas de escenas de sexo, están completamente desprovistas del fantasma de la libidinalidad, o bien describen los rasgos libidinales característicos de la sexualidad como la miseria de un individuo solitario incapaz de superar su dependencia de las pulsiones. Por su parte el manifiesto de Alexandra Kollontai Las relaciones sexuales y la lucha de clases, considerado como una declaración abierta de liberación sexual, no contradice en absoluto la forma no libidinal de Eros.14 La crítica de Kollontai al núcleo familiar burgués ha sido vista falazmente como una simple legitimación del sexo libre, pero su afirmación es, en realidad, más compleja y exigente que eso.
Aunque los medios políticos para lograr los objetivos establecidos en el manifiesto de Kollontai permanecen bastante imprecisos, su motivación futurológica está claramente articulada: Kollontai pide la convergencia de la camaradería y el eros político, lo que reconstruiría la lógica de la comunicación sexual individualizada. Si el colectivo estuviera motivado por una producción y unas relaciones sociales desalienadas, entonces las relaciones sexuales y amorosas surgirían del Eros político más que de la demanda de un individuo de obtener placer de otro individuo. La búsqueda de Kollontai de libertad en el sexo no legitima tanto lo que podría considerarse adulterio; más bien, exige la creación de nuevos términos de solidaridad amistosa, que sólo pueden surgir después de la creación de nuevas condiciones económicas y sociales. Según Kollontai, la misma sociedad burguesa que hace que un individuo se sienta solitario y alienado también lo incita a buscar otra “alma” individual, a privatizar esa “otra alma”, basando así el amor en la imposición de obligaciones a otra persona. Kollontai insiste en que la abolición de la propiedad privada eliminaría la actitud privatizadora hacia el “otro” en las relaciones amorosas. Pero sólo en una economía comunista sería posible transformar las relaciones amorosas y las relaciones sexuales, para que dejen de ser actos físicos “ciegos” y se conviertan en un “principio creativo”. El manifiesto de Kollontai no es tanto una apología del sexo libre como un llamado a transformar la sociedad para que adquiera un sentido de solidaridad, lo que a su vez tendría un impacto transformador en la psique humana. Sin embargo, este cambio en la psique humana sólo puede tener lugar como consecuencia de la abolición de la propiedad privada y la transformación de las relaciones sociales y económicas. Así, la destrucción del matrimonio y del núcleo familiar no tiene como objetivo liberalizar las relaciones sexuales, sino más bien construir el potencial para la conciencia de clase. Su objetivo es producir una sociedad de interés común que supere el deseo individual. Los nuevos modos de sexualidad no privatizada, y los cambios en las disposiciones de género, son posteriores a dicha transformación social y política; y no al revés como lo implican las prácticas subversivas contemporáneas que se desarrollan dentro del marco de la economía libidinal.
El programa de Kollontai -muy en sintonía con la sexualidad comunista de Platonov- tiene como objetivo reducir el complemento libidinal y cautivante de la sexualidad, de modo que ésta deje de ser seductora y misteriosa, y deje por lo tanto de ser sexual.
El problema, sin embargo, es que la pérdida del fantasma libidinal del deseo sería mucho más aterradora y represiva que cualquier restricción puritana a las relaciones sexuales concretas. Bajo el capitalismo, abandonar el esfuerzo libidinal parece imposible. Esta es la razón por la que incluso los servicios sexuales legalizados no pueden ser simplemente servicios, o una forma de terapia: deben obligatoriamente involucrarse en el exceso de imágenes de seducción.
Notas
1 Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Volumen 1: Introducción (Londres: Penguin, 1976).
2 Ver: Jean-François Lyotard, Economía libidinal (Londres: Continuum, 2004).
3 Ibíd., 87.
4 “El deseo llamado Marx”, cap. 3 en ibíd., 94-145.
5 Lev Vygotsky, cap. 2 en Mishlenie i Rech (Moscú: Labyrinthe, 1999.
6 Con la frase “pensamiento realista”, Vygotsky se refiere al pensamiento que no es “autista” ni autorreferencial, es decir, se refiere a un pensamiento contraindividualista y ligado a la realidad.
7 Vygotsky, Mishlenie i Rech, 50–73.
8 Degot, “Ot Tovara k Tovarishu” (De mercancía a camarada), Logos 5/6 (2004).
9 Ver el documental Liebte der Osten Anders? – Sex im Geteilten Deutschland (¿Tienen mejor sexo los comunistas?: Sexo en la Alemania dividida) (Alemania: MDR, 2007).
10 Aaron Schuster, “Sex and Antisex”(Sexo y antisexo), Cabinet 51 (2013).
11 Sigmund Freud, La civilización y sus descontentos, en la edición estándar de las Obras Psicológicas Completas de Sigmund Freud, vol. 21, trad. James Strachey (Londres: Hogarth, 1955), 105.
12 Andrei Platonov, “El río Potudan”, en Soul and Other Stories (Alma y otras historias), trad. Robert y Elizabeth Chandler y Angela Livingstone (Nueva York: New York Review Books Classics, 2008).
13 Schuster, “Sexo y antisexo”.
14 Kollontai, “Las relaciones sexuales y la lucha de clases”, en Alexandra Kollontai: Selected Writings, trad. Alix Holt (Nueva York: WW Norton, 1977).