Capítulo 3 del libro Fascistas y rojos. Traducido y editado por Chemok Editorial.
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En los Estados Unidos, durante más de cien años, los intereses dominantes propagaron incansablemente el anticomunismo entre la población, hasta que se convirtió más en una ortodoxia religiosa que en un análisis político. Durante la Guerra Fría el marco ideológico anticomunista podía transformar cualquier dato sobre las sociedades comunistas existentes en evidencia hostil. Si los soviéticos se negaban a negociar un punto, se mostraban intransigentes y beligerantes; si parecían dispuestos a hacer concesiones, no era más que una estratagema hábil para tenernos desprevenidos. Al oponerse al desarme, habrían demostrado su intención agresiva; pero cuando de hecho apoyaron la mayoría de los tratados de armamento, fue porque eran mendaces y manipuladores. Si las iglesias en la URSS estaban vacías, eso demostraba que la religión estaba suprimida; pero si las iglesias estaban llenas, eso significaba que la gente estaba rechazando la ideología atea del régimen. Si los trabajadores se declaraban en huelga (como sucedía en contadas ocasiones), esto era evidencia de su alejamiento del sistema colectivista; si no se declaraban en huelga era porque estaban intimidados y carecían de libertad. Una escasez de bienes de consumo demostró el fracaso del sistema económico; una mejora en los suministros al consumidor solo significaba que los líderes estaban tratando de aplacar a una población inquieta y así mantener un control más firme sobre ellos.
Si los comunistas en los Estados Unidos desempeñaron un papel importante en la lucha por los derechos de los trabajadores, los pobres, los afroamericanos, las mujeres y otros, esta fue solo una forma astuta de reunir apoyo entre los grupos desfavorecidos y ganar poder para ellos mismos. Nunca se nos explicó cómo se ganaba el poder luchando por los derechos de los grupos sin poder. Estamos ante una ortodoxia infalsable, tan asiduamente comercializada por los intereses dominantes que afectó a personas de todo el espectro político.
De rodillas ante la ortodoxia
Gran parte de la izquierda estadounidense ha exhibido tanta hostilidad antisoviética y provocación anticomunista que bien podría compararse con la enemistad y crudeza de la derecha. Tomemos, por ejemplo, a Noam Chomsky, que ha dicho que los «intelectuales de izquierda» intentan «ascender al poder a espaldas de los movimientos populares de masas» y «luego someten a la gente a porrazos. (…) Se inician como leninistas que luego forman parte de la burocracia roja. Luego, se dan cuenta de que el poder no funciona de esa manera, y rápidamente se convierten en ideólogos de derecha. (…) Lo vemos ahora mismo en la [antigua] Unión Soviética. Los mismos tipos que eran matones comunistas hace apenas dos años ahora manejan bancos y [se han convertido en] librecambistas entusiastas que se arrodillan ante los estadounidenses» (Z Magazine, 10/95).
Chomsky basa su perspectiva en la misma cultura política corporativa estadounidense que él critica con tanta frecuencia cuando se trata de otros temas. En su opinión, la revolución fue traicionada por una camarilla de «comunistas matones» que simplemente tenían hambre de poder en lugar de querer el poder para acabar con el hambre. En realidad, los comunistas no se convirtieron «rápidamente» en derechosos, sino que lucharon frente a un terrible asedio durante más de setenta años para mantener vivo al Socialismo soviético. Sin duda, en los días de decadencia de la Unión Soviética algunos, como Boris Yeltsin, se pasaron a las filas capitalistas, pero otros continuaron resistiendo los embates del libre mercado sin importar el terrible costo que representaba para ellos mismos, y muchos encontraron la muerte durante la violenta represión del parlamento ruso llevada a cabo por Yeltsin en 1993.
Algunos izquierdistas, entre otras personas, recurren al viejo estereotipo de los rojos hambrientos de poder que persiguen el poder sin más, sin tener en cuenta los verdaderos objetivos sociales. De ser cierto, uno se pregunta por qué, en un país tras otro, estos rojos se ponen del lado de los pobres y desfavorecidos, a menudo asumiendo grandes riesgos y sacrificándose, en lugar de cosechar las recompensas que se obtienen sirviendo a la élite.
Durante décadas muchos escritores y líderes de opinión izquierdistas en los Estados Unidos se han sentido obligados a sostener su credibilidad entregándose con alegría al anticomunismo y antisovietismo, siendo incapaces de dar una charla o escribir un artículo o reseña de un libro sobre cualquier tema político sin inyectar un poco de veneno anti-rojo. La intención era, y sigue siendo, distanciarse de la izquierda marxista-leninista.
Adam Hochschild, un escritor y editor progresista,1 advirtió a aquellos en la izquierda que podrían mostrarse indiferentes a la hora de condenar a las sociedades comunistas [realmente] existentes que [su posición] «debilita su credibilidad» (Guardian, 23/5/84). En otras palabras, para ser opositores efectivos de la Guerra Fría, primero teníamos que sumarnos a las campañas de repudio en contra de las sociedades comunistas. Ronald Radosh instó a que el movimiento por la paz se purgue de comunistas para que no sea acusado de ser comunista (Guardian, 16/3/83). Si no me equivoco, lo que Radosh en realidad quería decir era que, para salvarnos de las cacerías de brujas anticomunistas, lo que debíamos hacer era convertirnos en cazadores de brujas.
Purgar a la izquierda de los comunistas se convirtió en una práctica de larga data, que tuvo efectos nocivos en varios movimientos progresistas. Por ejemplo, en 1949 unos doce sindicatos fueron expulsados del CIO porque tenían rojos en su dirección. La purga redujo la membresía del CIO en aproximadamente 1,7 millones de personas, y debilitó seriamente sus campañas de reclutamiento e influencia política. A fines de la década de 1940, para evitar ser «difamados» como rojos, Americans for Democratic Action (ADA), un grupo supuestamente progresista, se convirtió en una de las organizaciones más abiertamente anticomunistas.
La estrategia no funcionó. ADA y otros movimientos de izquierda todavía fueron atacados por ser comunistas o por su pasividad con el Comunismo por parte de la derecha. Entonces y ahora, muchos en la izquierda no se han dado cuenta de que aquellos que luchan por el cambio social en nombre de los elementos menos privilegiados de la sociedad serán atacados por las élites conservadoras, sean comunistas o no. Para los intereses dominantes hay poca diferencia si su riqueza y poder son desafiados por «comunistas subversivos» o por «leales liberales estadounidenses». Todos son, para ellos, igualmente abominables.
Incluso cuando atacan a la derecha, los críticos de izquierda no pueden dejar pasar la oportunidad de exhibir sus credenciales anticomunistas. Por ejemplo, Mark Green escribe en una crítica al presidente Ronald Reagan que «cuando se le presente una situación que desafíe su catecismo conservador, como un marxista-leninista dogmático, [Reagan] no cambiará de opinión, sino alterará los hechos».2 Mientras profesan una dedicación a la lucha contra el dogmatismo «tanto de la derecha como de la izquierda», las personas que realizan tales genuflexiones de rigor refuerzan el dogma anticomunista. Acusar a los izquierdistas de rojos ha contribuido para que ellos tomen parte en el clima de hostilidad que ha dado a los líderes estadounidenses carta abierta para librar guerras calientes y frías contra países comunistas, en los cuales, incluso hasta hoy día, es difícil promover agendas izquierdistas o progresistas.
George Orwell es el prototipo del anti-rojo aparentemente izquierdista. Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras la Unión Soviética luchaba por su vida contra los invasores nazis en Stalingrado, Orwell anunció que «la voluntad de criticar a Rusia y Stalin es la prueba de honestidad intelectual. Es lo único que desde el punto de vista de un intelectual literario es realmente peligroso» (Monthly Review, 5/83). Instalado a salvo dentro de una sociedad virulentamente anticomunista, Orwell (con la típica hipocresía orwelliana) caracterizó la condena del Comunismo como un valiente y solitario acto de desafío. Hoy, su progenie ideológica sigue en ello, ofreciéndose como intrépidos críticos izquierdistas de la izquierda, librando una valiente lucha contra las imaginarias hordas marxistas-leninistas-estalinistas.
En la izquierda (…) lo que hace falta es una evaluación racional de la Unión Soviética, una nación que soportó una guerra civil prolongada y una invasión extranjera multinacional en los primeros años de su existencia, y que dos décadas después fue capaz de derrotar y destruir a la bestia nazi, con todos los terribles costos que aquello significó. En las tres décadas posteriores a la revolución bolchevique, los soviéticos lograron avances industriales equivalentes a los que el Capitalismo tardó un siglo en lograr —mientras alimentaban y educaban a sus hijos en lugar de ponerlos a trabajar catorce horas al día como lo hicieron y aún lo hacen los industriales capitalistas en muchas partes del mundo. Y la Unión Soviética, junto con Bulgaria, la República Democrática Alemana y Cuba, brindaron asistencia vital a los movimientos de liberación nacional en países de todo el mundo, entre los que podemos contar al Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela en Sudáfrica.
Los anticomunistas de izquierda se mostraron deliberadamente indiferentes a los dramáticos logros obtenidos bajo el Comunismo por masas de personas previamente empobrecidas. Algunos incluso despreciaban tales logros. Todavía recuerdo cómo en Burlington Vermont, en 1971, el anarquista anticomunista Murray Bookchin hizo alusión, de forma burlona, a mi preocupación por «los niños pobres que fueron alimentados gracias al Comunismo».
Tergiversación de conceptos
Los que nos negamos a unirnos al repudio antisoviético fuimos calificados por los anticomunistas de izquierda como «apologistas soviéticos» y «estalinistas», incluso si no nos agradaba Stalin y su sistema autocrático de gobierno, y creíamos que había cosas verdaderamente desastrosas en la sociedad soviética de aquel momento.3 Nuestro verdadero pecado fue que, a diferencia de muchos izquierdistas, nos negamos a tragarnos sin crítica la propaganda de los medios estadounidenses sobre las sociedades comunistas. En cambio, sostuvimos que, además de las tan publicitadas deficiencias e injusticias, había características positivas sobre los sistemas comunistas existentes que valía la pena preservar, que mejoraron las vidas de cientos de millones de personas de manera significativa y humanizadora. Esta afirmación inquietó a los anticomunistas de izquierda que no podían pronunciar una palabra positiva sobre ninguna sociedad comunista (a excepción, a lo mejor, de Cuba) y no podían prestar un oído tolerante o incluso cortés a cualquiera que lo hiciera.4
Saturados por la ortodoxia anticomunista, la mayoría de los izquierdistas estadounidenses han practicado un macartismo de izquierda contra las personas que tenían algo positivo que decir sobre el Comunismo realmente existente, excluyéndolos de la participación en conferencias, juntas asesoras, apoyos políticos y publicaciones de izquierda. Al igual que los conservadores, los anticomunistas de izquierda no desearon nada menos que una condena generalizada de la Unión Soviética, acusándola de ser una monstruosidad estalinista y una aberración moral leninista.5
El hecho de que muchos izquierdistas estadounidenses tengan poca familiaridad con los escritos y el trabajo político de Lenin no les impide utilizar la etiqueta «leninista». Noam Chomsky, quien es una fuente inagotable de caricaturas anticomunistas, ofrece este comentario sobre el leninismo: «Los intelectuales occidentales y también del Tercer Mundo se sintieron atraídos por la contrarrevolución bolchevique [sic] porque el leninismo es, después de todo, una doctrina que dice que la intelectualidad radical tiene el derecho a tomar el poder estatal y a gobernar sus países por la fuerza, y esa es una idea que atrae bastante a los intelectuales».6 Aquí, Chomsky crea una caricatura ilusoria de intelectuales hambrientos de poder para acompañar su caricatura de leninistas hambrientos de poder, villanos que no buscan los medios revolucionarios para luchar contra la injusticia, sino el poder porque sí. En lo que respecta al antirojismo, algunos de los mejores y más brillantes elementos del izquierdismo no suenan diferente que los peores elementos de la derecha.
Luego del atentado terrorista de 1996 en la ciudad de Oklahoma, escuché a un comentarista de radio anunciar: «Lenin dijo que el propósito del terror es aterrorizar». Los comentaristas de los medios estadounidenses han citado constantemente a Lenin de esa manera engañosa. En realidad, su declaración desaprobaba el terrorismo. Polemizó contra actos terroristas aislados que no hacían más que sembrar el terror entre la población, daban paso a la represión y aislaban al movimiento revolucionario de las masas. Lejos de ser un conspirador totalitario y dogmático, Lenin instó a la construcción de amplias coaliciones y organizaciones de masas, que abarcaran a personas que se encontraban en diferentes niveles de desarrollo político. Abogó por cualquier medio que fuera necesario para avanzar en la lucha de clases, incluida la participación en las elecciones parlamentarias y los sindicatos existentes. Sin duda, la clase obrera, como cualquier grupo de masas, necesitaba organización y liderazgo para librar una lucha revolucionaria exitosa, que era el papel de un partido de vanguardia, pero eso no significaba que la revolución proletaria pudiese ser alcanzada por el esfuerzo de golpistas o terroristas.
Lenin procuró evitar constantemente los dos extremos del oportunismo burgués liberal y el aventurerismo ultraizquierdista. Sin embargo, él mismo es considerado con frecuencia como un golpista ultraizquierdista por parte los periodistas más importantes y algunas personas de izquierda. Si el enfoque de la revolución de Lenin es deseable o incluso relevante hoy en día es una pregunta que amerita un examen crítico. Sin embargo, es poco probable que tenga lugar una evaluación útil por parte de personas que tergiversan su teoría y práctica.7
Los anticomunistas de izquierda consideran moralmente inaceptable cualquier asociación con organizaciones comunistas debido a los «crímenes del Comunismo». Sin embargo, muchos de ellos están asociados con el Partido Demócrata en este país, ya sea como votantes o como miembros. Parecen mostrarse indiferentes a los crímenes políticos moralmente inaceptables cometidos por los líderes de esta organización. Bajo una u otra administración demócrata, 120.000 estadounidenses de origen japonés fueron arrancados de sus hogares y medios de subsistencia y enviados a campos de detención; se lanzaron bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, resultando en una enorme pérdida de vidas inocentes; al FBI se le dio autoridad para infiltrarse en grupos políticos; la Ley Smith se empleó para encarcelar a los líderes del Partido Socialista Trotskista de los Trabajadores y más tarde a los líderes del Partido Comunista por sus posiciones políticas; se establecieron campos de detención para reunir a los disidentes políticos en caso de una «emergencia nacional»; durante los últimos años de la década de 1940 y 1950, ocho mil trabajadores públicos fueron expulsados del gobierno debido a sus asociaciones y puntos de vista políticos, y miles más fueron purgados en sus respectivas áreas de servicio; la Ley de Neutralidad se utilizó para imponer un embargo a la República Española que funcionó a favor de las legiones fascistas de Franco; se iniciaron programas homicidas de contrainsurgencia en varios países del Tercer Mundo; y la guerra de Vietnam se prosiguió e intensificó. Y durante mayor parte del siglo XX el liderazgo del Partido Demócrata en el Congreso protegió la segregación racial y bloqueó todos los proyectos de ley contra los linchamientos y el empleo justo. Sin embargo, todos estos crímenes, que traen la ruina y la muerte a muchos, no han conmovido a los progresistas, los socialdemócratas y los «socialistas democráticos» anticomunistas, por lo que no insisten en que emitamos condenas generalizadas contra el Partido Demócrata o el sistema político que lo produjo, ciertamente no con el fervor intolerante que se ha dirigido contra el Comunismo realmente existente.
Socialismo puro vs. Socialismo de asedio
Dicen algunos izquierdistas estadounidenses que los levantamientos8 en Europa del Este no constituyeron una derrota para el Socialismo, puesto que el Socialismo nunca existió en esos países. Dicen que los estados comunistas no ofrecieron nada más que un «Capitalismo de Estado» burocrático de partido único o algo por el estilo. Si llamamos «socialistas» a los antiguos países comunistas sería solo una cuestión de definición. Sin embargo, vale la pena aclarar que constituyeron algo diferente a lo que existía en el mundo capitalista que gira en torno a las ganancias —algo que los propios capitalistas reconocieron abiertamente.
Primero, en los países comunistas había menos desigualdad económica que bajo el Capitalismo. Los beneficios de los que disfrutaban las élites del Partido y del Gobierno eran modestos en comparación con los estándares de los directores ejecutivos corporativos en Occidente, al igual que sus ingresos personales y estilos de vida. Los líderes soviéticos como Yuri Andropov y Leonid Brezhnev no vivían en mansiones lujosamente decoradas como la Casa Blanca, sino en apartamentos relativamente grandes en un proyecto de viviendas cerca del Kremlin reservado para los líderes gubernamentales. Tenían limusinas a su disposición (como la mayoría de los otros jefes de Estado) y acceso a grandes dachas donde entretenían a los dignatarios que visitaban su jurisdicción. Pero no tenían nada de la inmensa riqueza personal que poseen la mayoría de los líderes estadounidenses.
La «vida lujosa» de la que disfrutaban los líderes del Partido de Alemania Oriental, según se publicitó ampliamente en la prensa estadounidense, incluía una asignación anual de 725 unidades monetarias en moneda fuerte y alojamiento en un asentamiento exclusivo en las afueras de Berlín que tenía sauna, piscina cubierta y un gimnasio compartido por todos los residentes. También podían comprar en tiendas que vendieran productos occidentales como bananas, jeans y productos electrónicos japoneses. La prensa estadounidense nunca señaló que los alemanes orientales comunes tenían acceso a piscinas y gimnasios públicos y podían comprar jeans y productos electrónicos (aunque generalmente no de la variedad importada). El consumo «lujoso» que tenían los líderes de Alemania Oriental tampoco contrastaba con el estilo de vida verdaderamente opulento del que disfrutaba la plutocracia occidental.
Segundo, en los países comunistas, las fuerzas productivas no estaban organizadas en torno a la ganancia del capital y el enriquecimiento privado; la propiedad pública de los medios de producción suplantó a la propiedad privada. Los individuos no podían contratar a otras personas y acumular una gran riqueza personal con su trabajo. Nuevamente, en comparación con los estándares occidentales, las diferencias en ingresos y ahorros entre la población fueron generalmente muy reducidas. La distribución de ingresos entre los ingresos más altos y más bajos en la Unión Soviética era de cinco a uno. En los Estados Unidos, la distribución de los ingresos anuales entre los multimillonarios más importantes y los trabajadores pobres es de 10.000 a 1.
En tercer lugar, se dio prioridad a los servicios humanos. Aunque la vida bajo el Comunismo dejaba mucho que desear y los servicios en sí rara vez eran los mejores, los países comunistas garantizaban a sus ciudadanos un nivel mínimo de seguridad y supervivencia económica, incluida la educación garantizada, el empleo, la vivienda y la asistencia médica.
Cuarto, los países comunistas no buscaron que el capital penetre en otros países. Al carecer del incentivo de las ganancias como fuerza motriz y, por lo tanto, al no tener la necesidad de encontrar constantemente nuevas oportunidades de inversión, no expropiaron las tierras, el trabajo, los mercados y los recursos naturales de las naciones más débiles, es decir, no practicaron el imperialismo económico. La Unión Soviética llevó a cabo relaciones comerciales y de ayuda en términos que, en general, fueron favorables para las naciones de Europa del Este y Mongolia, Cuba e India.
Todos los puntos anteriores fueron principios organizativos para cada sistema comunista en un grado u otro. Ninguno de los anteriores se aplica a países de libre mercado como Honduras, Guatemala, Tailandia, Corea del Sur, Chile, Indonesia, Zaire, Alemania o los Estados Unidos.
Pero un verdadero Socialismo, se nos dice, sería controlado por los propios trabajadores a través de la participación directa en lugar de ser dirigido por leninistas, estalinistas, castristas u otras camarillas burocráticas malvadas, hambrientas de poder, de hombres malvados que traicionan las revoluciones. Desafortunadamente, esta visión del «Socialismo puro» es ahistórica e infalsable; no puede ser puesto a prueba frente a las realidades de la historia. Compara un ideal con una realidad imperfecta, y la realidad sale perdiendo. Imagina cómo sería el Socialismo en un mundo mucho mejor que este, donde no se requiere una estructura estatal fuerte o una fuerza de seguridad, donde nada del valor producido por los trabajadores necesita ser destinado a reconstruir la sociedad y defenderla de la invasión y el sabotaje interno.
Los ideales de los socialistas puristas permanecen intactos frente a la práctica. No explican cómo se organizarían las múltiples funciones de una sociedad revolucionaria, cómo se frustrarían los ataques externos y los sabotajes internos, cómo se evitaría la burocracia, cómo se asignarían los escasos recursos, cómo se resolverían las diferencias políticas, cómo se establecerían las prioridades y cómo se conduciría la producción y distribución. En cambio, ofrecen vagas declaraciones sobre cómo los propios trabajadores poseerán y controlarán directamente los medios de producción y llegarán a sus propias soluciones a través del esfuerzo creativo. No sorprende entonces que los socialistas puristas apoyen todas las revoluciones excepto las que triunfan.
Los socialistas puristas tienen una visión de una nueva sociedad que crearía y sería creada por nuevas personas, una sociedad tan transformada en sus fundamentos que dejaría pocas oportunidades para actos ilícitos, corrupción y abusos criminales del poder estatal. No habría burocracia ni camarillas egoístas, ni conflictos despiadados ni decisiones dañinas. Cuando se dan cuenta que la realidad es diferente y más compleja, algunos izquierdistas proceden a condenar la realidad y anuncian que se «sienten traicionados» por tal o cual revolución.
Los socialistas puristas ven el Socialismo como un ideal que fue empañado por la corrupción, la duplicidad y las ansias de poder comunistas. Se oponen al modelo soviético, pero no demuestran cómo se podrían haber tomado otros caminos, qué otros modelos de Socialismo —no creados a partir de la imaginación, sino desarrollados a través de la experiencia histórica real— podrían haberse afianzado y funcionado mejor. ¿Era realmente posible un Socialismo abierto, pluralista y democrático en aquella coyuntura histórica? La evidencia histórica sugeriría que no lo fue. Como argumentó el filósofo político Carl Shames:
¿Cómo saben [los críticos de izquierda] que el problema fundamental era la «naturaleza» de los partidos [revolucionarios] en el poder en lugar de, digamos, la concentración global de capital que está destruyendo todas las economías independientes y poniendo fin a la soberanía nacional en todas partes? Y, suponiendo que así hubiese sido, ¿de dónde vino esta «naturaleza»? ¿Estaba esta «naturaleza» desencarnada, desconectada del tejido de la sociedad misma, de las relaciones sociales que la impactaban? (…) Se pueden encontrar miles de ejemplos en los que la centralización del poder fue una decisión necesaria para asegurar y proteger las relaciones socialistas. De lo que he podido observar [en las sociedades comunistas realmente existentes], lo positivo del «Socialismo» y lo negativo de la «burocracia, el autoritarismo y la tiranía» se configuraron en prácticamente todas las esferas de la vida. (Carl Shames, correspondencia conmigo, 15/1/92).
Los socialistas puristas culpan regularmente a la propia izquierda de cada derrota que sufre. Sus dudas son interminables. Por eso escuchamos que las luchas revolucionarias fracasan porque sus líderes esperan demasiado, o actúan demasiado pronto; son demasiado tímidos o demasiado impulsivos; demasiado tercos o se dejan influir con demasiada facilidad. Se nos dice que los líderes revolucionarios son cautelosos o arriesgados, burocráticos u oportunistas, rígidamente organizados o insuficientemente organizados, antidemocráticos o que no brindan un liderazgo fuerte. Pero siempre los líderes fracasan porque no confían en la «acción directa» de los trabajadores, quienes aparentemente resistirían y superarían todas las adversidades si tan solo tuviesen el tipo de liderazgo existente en el grupúsculo de estos críticos izquierdistas. Desafortunadamente, estos críticos parecerían ser incapaces de producir un movimiento revolucionario exitoso en su propio país, impulsado por su sobresaliente liderazgo.
Tony Febbo cuestionó esta costumbre de culpabilizar al liderazgo que presentan los socialistas puristas:
Se me ocurre que cuando personas tan inteligentes, diferentes, dedicadas y heroicas como Lenin, Mao, Fidel Castro, Daniel Ortega, Ho Chi Minh y Robert Mugabe —y los millones de personas heroicas que los siguieron y lucharon con ellos— terminan más o menos en el mismo lugar, a lo mejor tiene lugar algo más grande que determinadas decisiones tomadas en tal o cual reunión (…) Estos líderes no estaban en el vacío. Estaban en un torbellino. Y la succión, la fuerza, el poder que los hizo rotar ha permanecido girando y destrozando este planeta por más de 900 años. Culpar a tal o cual teoría, o a tal o cual líder es una tontería, no el tipo de análisis que [deberían hacer] los marxistas. (Guardian, 13/11/91).
Sin duda, los socialistas puristas no carecen del todo de agendas específicas para lograr la revolución. Después de que los sandinistas derrocaran a la dictadura de Somoza en Nicaragua, un grupo de ultraizquierda en ese país exigió la propiedad directa de las fábricas por parte de los trabajadores. Los trabajadores armados tomarían el control de la producción sin rendir cuentas a gerentes, planificadores estatales, burócratas o militares. Si bien es innegablemente atractivo, este sindicalismo obrero se opone a las necesidades del poder estatal. Bajo tales condiciones, la revolución nicaragüense no habría durado dos meses contra la contrarrevolución patrocinada por Estados Unidos que asoló al país. No habría podido movilizar suficientes recursos para desplegar un ejército, tomar medidas de seguridad o construir y coordinar programas económicos y servicios humanos a escala nacional.
Descentralización vs. supervivencia
Para que una revolución popular sobreviva, debe tomar el poder estatal y usarlo para (a) romper el dominio que ejerce la clase propietaria sobre las instituciones y los recursos de la sociedad, y (b) resistir el contraataque reaccionario que seguramente vendrá. Los peligros internos y externos que enfrenta una revolución requieren un poder estatal centralizado que no es particularmente del agrado de nadie, ni en la Rusia soviética de 1917, ni en la Nicaragua sandinista de 1980.
Engels ofrece un relato apropiado de un levantamiento en España ente 1872 y 1873 en el que los anarquistas tomaron el poder en varios municipios de todo el país. Al principio, la situación parecía prometedora. El rey había abdicado y el gobierno burgués solo podía reunir unos pocos miles de tropas mal entrenadas. Sin embargo, esta fuerza heterogénea prevaleció porque se enfrentó a una rebelión completamente parroquial. «Cada ciudad se declaró cantón independiente y nombró una Junta revolucionaria de gobierno», escribe Engels. «[Cada ciudad actuó] por su cuenta y declaraba esencial, no su cooperación con las otras ciudades, sino su separación de ellas, con lo cual cerraba el paso a toda posibilidad de una ofensiva general [en contra de la embestida burguesa]»9. Fue «la atomización y el aislamiento de las fuerzas revolucionarias, [lo que] que permitió a unas y las mismas tropas del Gobierno ir aplastando un alzamiento tras otro».10
La autonomía parroquial descentralizada es el cementerio de la insurgencia. Puede que esta sea la razón por la cual nunca ha habido una revolución anarcosindicalista exitosa. Idealmente, sería bueno tener solo participación local, autodirigida, de los trabajadores, con un mínimo de burocracia, policía y ejército. Este probablemente sería el desarrollo del Socialismo, si alguna vez se permitiera que el Socialismo se desarrollara sin obstáculos de parte de la subversión y el ataque contrarrevolucionarios.
Uno debería recordar cómo, entre 1918 y 1920, catorce naciones capitalistas, incluyendo a los Estados Unidos, invadieron la Rusia soviética en un intento sangriento pero infructuoso de derrocar al gobierno bolchevique revolucionario. Los años de invasión extranjera y guerra civil intensificaron la psicología de asedio de los bolcheviques, y fortalecieron su compromiso con la unidad del partido y un aparato de seguridad represivo. Así, en mayo de 1921, el mismo Lenin que había alentado la práctica de la democracia interna del partido y luchado contra Trotsky para dar a los sindicatos una mayor medida de autonomía, ahora pedía el fin de la Oposición Obrera y otros grupos fraccionarios dentro del Partido.11 «Ha llegado el momento», dijo durante el Décimo Congreso del Partido, «de poner fin a la oposición, de ponerle un tope: ya hemos tenido suficiente oposición». La apertura en el debate y las tendencias conflictivas dentro y fuera del Partido, concluyeron los comunistas, habían producido una apariencia de división y debilidad que invitaba al ataque de formidables enemigos.
Apenas un mes antes, en abril de 1921, Lenin había pedido una mayor representación de los trabajadores en el Comité Central del Partido. En resumen, no se había vuelto antiobrero sino antioposición. Aquí había una revolución social —como todas las demás— a la que no se le permitió desarrollar su vida política y material sin trabas.12
A finales de la década de 1920, los soviéticos tuvieron que decidir entre: (a) moverse en una dirección aún más centralizada con una economía planificada y la colectivización agraria forzada, además de llevar a cabo un proceso de industrialización a toda velocidad bajo un liderazgo de partido autoritario y autocrático, el camino tomado por Stalin, o (b) moverse en una dirección liberalizada, permitiendo más diversidad política, más autonomía para los sindicatos y otras organizaciones, debate y crítica más abiertos, mayor autonomía entre las diversas repúblicas soviéticas, un sector de pequeñas empresas de propiedad privada, desarrollo agrícola independiente por parte del campesinado , mayor énfasis en los bienes de consumo y menos esfuerzo en el tipo de acumulación de capital necesaria para construir una base militar-industrial fuerte.
Este último, creo, habría producido una sociedad más cómoda, más humana y servicial. El Socialismo de asedio habría dado paso a un Socialismo de consumo. El único problema es que el país habría corrido el riesgo de ser incapaz de resistir la embestida nazi. En cambio, la Unión Soviética se embarcó en una industrialización rigurosa y forzada. Esta política se ha mencionado a menudo como uno de los grandes errores de Stalin en perjuicio de su pueblo.13 Consistía principalmente en la construcción, en una década, de una enorme base industrial completamente nueva al este de los Urales en medio de las estepas áridas, el complejo siderúrgico más grande de Europa, en previsión de una invasión desde el oeste. «El dinero corría como el agua, los hombres se congelaron, pasaron hambre y sufrieron, pero la construcción continuó sin tener consideración con los individuos, en un heroico esfuerzo colectivo como no ha ocurrido nunca en la historia».14
La profecía de Stalin de que la Unión Soviética solo tenía diez años para hacer lo que los británicos habían hecho en un siglo resultó ser cierta. Cuando los nazis invadieron en 1941, aquella misma base industrial, instalada con seguridad a miles de millas del frente, produjo las armas que eventualmente cambiaron el rumbo de la guerra. La vida de 22 millones de ciudadanos soviéticos que perecieron en la guerra y una devastación y sufrimiento inconmensurables fueron el costo de sobrevivir al embate nazi. Sus efectos distorsionarían a la sociedad soviética durante las décadas posteriores.
Esto no quiere decir que todo lo que hizo Stalin fuera una necesidad histórica. Las exigencias de la supervivencia revolucionaria no «hicieron inevitable» la ejecución despiadada de cientos de viejos líderes bolcheviques, el culto a la personalidad de un líder supremo que reclamaba cada logro revolucionario como un logro propio, la supresión de la vida política del Partido a través del terror, la eventual censura del debate sobre el ritmo de la industrialización y la colectivización, la regulación ideológica de toda la vida intelectual y cultural, y las deportaciones masivas de nacionalidades «sospechosas».
Los efectos transformadores del ataque contrarrevolucionario se han sentido en otros países. Un militar hacia la industrialización»: véase su correspondencia, Monthly Review, marzo de 1996, pág. 35. sandinista que conocí en Viena en 1986 señaló que los nicaragüenses «no eran un pueblo guerrero», pero que tenían que aprender a luchar porque se enfrentaban a una guerra mercenaria destructiva patrocinada por Estados Unidos. Lamentó el hecho de que la guerra y el embargo obligaron a su país a posponer gran parte de su agenda socioeconómica. Al igual que con Nicaragua, también con Mozambique, Angola y muchos otros países en los que las fuerzas mercenarias financiadas por Estados Unidos destruyeron tierras de cultivo, aldeas, centros de salud y centrales eléctricas, mientras asesinaban o mataban de hambre a cientos de miles —la recién nacida revolución fue estrangulada en su cuna, o se desangró hasta desfigurarse. Esta realidad debería ganar tanto reconocimiento como la represión de los disidentes en tal o cual sociedad revolucionaria.
El derrocamiento del Comunismo soviético y de Europa del Este fue celebrado por muchos intelectuales de izquierda. Ahora la democracia tendría cabida. El pueblo estaría libre del yugo del Comunismo y la izquierda estadounidense estaría libre del albatros del Comunismo realmente existente, o como lo expresó el teórico de izquierda Richard Lichtman, «liberada del íncubo de la Unión Soviética y del súcubo de la China comunista».
De hecho, la restauración del Capitalismo en Europa del Este debilitó seriamente las numerosas luchas de liberación del Tercer Mundo que habían recibido ayuda de la Unión Soviética y engendró una nueva generación de gobiernos de derecha que ahora trabajaban mano a mano con los contrarrevolucionarios estadounidenses alrededor del mundo.
Además, la destrucción del Comunismo dio luz verde a los impulsos explotadores desenfrenados de los intereses corporativos occidentales. Una vez libres de la necesidad de convencer a sus trabajadores de que vivían mejor que sus contrapartes en Rusia, y sin las restricciones que impone tener un sistema competidor, la clase corporativa inició con el desmantelamiento de todas las conquistas que la clase trabajadora había logrado en Occidente a lo largo de los años. Ahora que el libre mercado, en su forma más primitiva, emerge triunfante en Oriente, prevalecerá también en Occidente. El «Capitalismo con rostro humano» está siendo reemplazado por el «Capitalismo inhumano». Como dijo Richard Levins, «en la nueva agresividad exuberante que experimentados en el Capitalismo global podemos identificar lo que los comunistas y sus aliados habían mantenido a raya» (Monthly Review, 9/96).
Sin haber entendido nunca el papel que jugaron las potencias comunistas realmente existentes para moderar los peores impulsos del Capitalismo e Imperialismo occidentales, y habiendo percibido al Comunismo como nada más que un mal absoluto, los anticomunistas de izquierda no anticiparon las derrotas que estaban por venir. Algunos de ellos todavía no lo entienden.
Notas
1 En inglés, liberal. Hay que considerar que en los Estados Unidos el espectro político tiene características particulares que sitúan al liberalismo a la izquierda, y al conservadurismo a la derecha. Sin embargo, teniendo en cuenta las similitudes que comparten el liberalism y el progresismo al que estamos acostumbrados en la órbita hispanohablante, se traducirá liberal por progresista (N. del T.).
2 Mark Green & Gail MacColl. New York: Pantheon Books, There He Goes Again: Ronald Reagan’s Reign of Error (1983), pág. 12.
3 En la primera edición de mi libro Inventing Reality (Nueva York: St. Martin’s Press, 1986) escribí: «La negatividad generalizada de los medios estadounidenses con respecto a la Unión Soviética podría inducir a algunos de nosotros a reaccionar con una visión absolutamente positiva de esa sociedad. Lo cierto es que en la URSS existen serios problemas de productividad laboral, industrialización, urbanización, burocracia, corrupción y alcoholismo. Hay cuellos de botella en la producción y distribución, fallas en los planes, escasez de bienes de consumo, abusos criminales de poder, represión de disidentes y expresiones de alienación entre algunas personas de la población».
4 Gran parte de la izquierda estadounidense, que solo mostraron hostilidad y aversión hacia la Unión Soviética y otros estados comunistas europeos, sienten simpatía por Cuba, pues consideran que tiene una verdadera tradición revolucionaria y una sociedad algo más abierta. En realidad, al menos hasta el presente (enero de 1997), Cuba ha tenido prácticamente el mismo sistema que la URSS y otras naciones comunistas: propiedad pública de la industria, una economía planificada, estrechas relaciones con las naciones comunistas existentes y un gobierno de partido único, donde el partido juega un papel hegemónico en el gobierno, los medios, los sindicatos, las federaciones de mujeres, los grupos juveniles y otras instituciones.
5 En parte como reacción a la omnipresente propaganda anticomunista que impregnaba los medios de comunicación y la vida pública estadounidenses, muchos comunistas estadounidenses y otras personas afines a ellos se abstuvieron de criticar las características autocráticas de la Unión Soviética. En consecuencia, fueron acusados de pensar que la URSS era un «paraíso» de los trabajadores por parte de críticos que aparentemente se conformarían con nada menos que estándares paradisíacos. Después de las revelaciones de Jruschov en 1953, los comunistas estadounidenses admitieron a regañadientes que Stalin había cometido «errores», e incluso había cometido algunos crímenes.
6 Chomsky, en la entrevista que le realizó Husayn Al-Kurdi: Perception, marzo/abril de 1996.
7 Recomiendo los libros de Lenin: El Estado y la Revolución , La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo , ¿Qué hacer?, entre otros muchos artículos y declaraciones disponibles en las obras completas. También a las declaraciones de John Ehrenberg con respecto al marxismo- leninismo en The Dictatorship of the Proletariat, Marxism’s Theory of Socialist Democracy (New York: Routledge, 1992).
8 El autor se refiere a las revoluciones de colores que tuvieron lugar durante la década de los 90s en Europa del Este (N.dE).
9 Engels, F. (1873). Los bakuninistas en acción . Recuperado de https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/1873-bakun.htm.
10 Marx, Engels, Lenin, Anarchism and Anarchosyndicalism: Selected Writings (Nueva York: International Publishers, 1972), pág. 139. En su biografía de Louise Michel, la historiadora anarquista Edith Thomas afirma que el Anarquismo es «la ausencia de gobierno, la administración directa de sus propias vidas por parte de las personas». ¿Quién no podría querer eso? Thomas no explica cómo funcionaría, solamente afirma que «los anarquistas lo quieren ahora mismo, en toda la confusión y el desorden del ahora». Señala con orgullo que el Anarquismo «todavía está intacto como ideal, porque nunca se ha intentado». Ese es exactamente el problema. ¿Por qué en tantos cientos de rebeliones reales, incluidas las dirigidas por los propios anarquistas, el Anarquismo nunca se ha intentado o nunca ha logrado sobrevivir durante un período de tiempo de forma «intacta»? (En el levantamiento anarquista que Engels describió, los rebeldes, en aparente contradicción con su propia ideología, no confiaron en la «administración directa del pueblo» que nos describe Thomas, sino que establecieron juntas administrativas). El ideal, cuya cualidad es que nunca se ha practicado ni conseguido, ayuda a sostener la idea de que es mejor que cualquier otra cosa en la mente de algunos.
11 Trotsky era uno de los líderes bolcheviques más autoritarios, menos inclinados a tolerar la autonomía organizativa, la diversidad de puntos de vista y la democracia interna del Partido. Pero en el otoño de 1923, al encontrarse en una posición minoritaria, superado por Stalin y otros, Trotsky desarrolló una repentina preocupación por los procedimientos del Partido y la democracia obrera. Desde entonces, ha sido aclamado por algunos seguidores como un demócrata antiestalinista.
12 Con respecto a los años anteriores a 1921, el sovietólogo Stephen Cohen escribe: «La experiencia de la guerra civil y el Comunismo de guerra alteró profundamente tanto al Partido como al emergente sistema político». Otros partidos socialistas fueron expulsados de los soviets. Y las «normas democráticas (…) así como el perfil casi libertario y reformista» del Partido Comunista dieron paso a un «autoritarismo rígido y una “militarización” generalizada». Se eliminó gran parte del control popular ejercido por los soviets locales y los comités de fábrica. En palabras de un líder bolchevique, «La república es un campo armado»: véase Bukharin and the Bolshevik Revolution de Cohen (Nueva York: Oxford University Press, 1973), pág. 79.
13 Para traer uno de los innumerables ejemplos, recientemente Roger Burbach criticó a Stalin por «precipitar a la Unión Soviética en el camino hacia la industrialización»: véase su correspondencia, Monthly Review, marzo de 1996, pág. 35.
14 John Scott, Behind the Urals, an American Worker in Russia’s City of Steel (Boston:Houghton Mifflin, 1942).