Publicado en The Center for Theoretical Enquiry in the Humanities.
Tiempo de lectura: 72 minutos
Esta serie propone una contra-historia del fascismo desde una perspectiva marxista. El primer artículo, Fascismo: ¡Ahora lo ves, ahora no! examina la ideología del excepcionalismo fascista, que intenta reducir el fascismo a un solo lugar y tiempo (Italia y Alemania entre principios y mediados del siglo XX) para disimular su amplio y profundo papel histórico, a veces bajo nombres diferentes, en la imposición y mantención de relaciones socioeconómicas capitalistas (tal como han argumentado George Jackson, Domenico Losurdo, Aimé Césaire y otros). Después de dilucidar y desmontar críticamente la gestión de la percepción que es inherente a este lógica del excepcionalismo fascista, el segundo artículo Liberalismo y fascismo: socios en el crimen asume la lógica de los falsos antagonismos que subyace a la supuesta oposición entre liberalismo y fascismo. Demuestra cómo los ejemplos clásicos de fascismo en Europa surgieron dentro del marco institucional de la democracia burguesa y que, por tanto, el liberalismo no proporcionó ninguna defensa contra la captura fascista del poder estatal (al contrario). El siguiente artículo examina críticamente uno de los mitos más recalcitrantes del orden mundial contemporáneo, a saber, que Estados Unidos, un país que se auto-proclama una democracia liberal, habría derrotado al fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Abordando la bien documentada historia del Estado de Seguridad Nacional de EEUU, el artículo demuestra que la nueva hegemonía global en realidad internacionalizó el fascismo a través de la construcción semi-clandestina de una red global de militantes y líderes fascistas anti-comunistas (desde los ejércitos que permanecieron asentados en Europa hasta la Operación Paperclip en EEUU, pasando por las rutas nazis hacia América Latina y el régimen de Kishi en Japón). El último artículo encuadra estos tres argumentos en un enfoque conceptual que rechaza el paradigma de un-Estado = un-gobierno, y propone en cambio un marco teórico en el cual el liberalismo y el fascismo se entienden como formas de gobierno que a menudo operan simultáneamente dentro del mismo Estado, pero que se dirigen a diferentes poblaciones y están distribuidos de manera desigual en el espacio y el tiempo. Es desde esta perspectiva que concluyo proponiendo una analogía con la táctica del interrogatorio donde se alternan el policía bueno y el policía malo: dondequiera que el policía bueno y liberal sea incapaz de engatusar a la población para que acepte las relaciones socioeconómicas capitalistas, el policía malo siempre está disponible para imponerlas por la fuerza. En última instancia, esto significa, entonces, que el fascismo no debe entenderse simplemente como un fenómeno externo, o como una futura amenaza a las democracias liberales, según la lógica de un fascismo distante, sino más bien como modo de gobernanza que es inherente al mando capitalista. Él es, para decirlo brevemente, una realidad presente, no una amenaza; pero una realidad que puede perpetuarse y expandirse más fácilmente si permanecemos ciegos acerca de cómo opera y cuál es la mejor manera de organizarnos contra él.
Fascismo: ¡Ahora lo ves, ahora no!
“Tenemos que entender que, al contrario de lo que nos dicen los medios estadounidenses, el fascismo no es un desarrollo extremo, limitado en tiempo y lugar, que habría ocurrido hace mucho tiempo. Todo lo contrario: el fascismo está extendido, generalizado y existe en todas partes.” (Vicente Navarro)
En la historia reciente, sólo hay un país en el mundo que:
- Se ha esforzado por derrocar a más de 50 gobiernos extranjeros.
- Ha establecido una agencia de inteligencia que ha asesinado al menos a 6 millones de personas en sus primeros 40 años de existencia.
- Creó una red draconiana de policías y matones para destruir cualquier movimiento político interno que desafiara su dominio.
- Ha construido un sistema de encarcelamiento masivo para encerrar a un porcentaje de la población mayor que el de cualquier otro país del mundo, y que está integrado dentro de una red global de prisiones secretas y un régimen de tortura.
Mientras que democracia es el término común utilizado para describir a este país, se nos dice que el fascismo sólo ha ocurrido una vez en la historia, en un lugar, y que fue derrotado por esta democracia.
La amplitud y elasticidad de la noción de democracia no podría contrastar más marcadamente con la estrechez y rigidez del concepto de fascismo. Después de todo, se nos dice que la democracia nació hace unos 2.500 años y que es un rasgo definitorio de la civilización europea, e incluso una de sus contribuciones culturales únicas a la historia mundial. El fascismo, en cambio, supuestamente habría brotado en Europa occidental en el período de entreguerras como una anomalía aberrante, capaz de interrumpir temporalmente la marcha progresista de la historia, justo después de una guerra que se había librado para hacer del mundo un lugar “seguro para la democracia“. Tras destruir al fascismo en la Segunda Guerra Mundial -al menos eso dice la narrativa- las fuerzas del bien se dedicaron a domar a su malvado gemelo “totalitario“ en el Este, en nombre de la globalización democrática.
Como todos los conceptos valóricos cuyo contenido sustantivo es mucho menos importante que su carga normativa, el de democracia ha sido ampliado incesantemente, mientras que el de fascismo ha sido reducido cada vez más. La industria del Holocausto ha desempeñado un papel no menor en este proceso, mediante sus esfuerzos por singularizar las atrocidades de la guerra nazi hasta el punto de que literalmente se convierten en incomparables, o incluso “irrepresentables”, mientras que las fuerzas del bien en el mundo, supuestamente democráticas, son presentadas una y otra vez como un modelo a ser emulado para la gobernanza global.
Los conceptos en la lucha de clases
El debate sobre la definición precisa de fascismo ha oscurecido con frecuencia el hecho de que la naturaleza y función de las definiciones difieren significativamente según la epistemología, es decir, según cuál sea el marco general de conocimiento y verdad que se esté empleando. Para los materialistas históricos, conceptos como el de fascismo son lugares de la lucha de clases más que entidades cuasi metafísicas con propiedades inmutables. La búsqueda de una definición universalmente aceptable del concepto genérico de fascismo es, por tanto, quijotesca. Sin embargo, esto no se debe a que los conceptos sean relativos en un sentido puramente subjetivista, lo que significaría que cada uno simplemente tiene su propia definición idiosincrásica de tales nociones. Más bien son relacionales en un sentido concreto y material: están objetivamente situados en las luchas de clases.
Es la ideología burguesa la que presume la existencia de una epistemología universal situada por fuera de la lucha de clases. Actúa como si sólo hubiera un concepto para cada fenómeno social, lo que corresponde, por supuesto, a la comprensión burguesa del fenómeno en cuestión. Lo que esto significa en última instancia, de acuerdo con la perspectiva materialista, es que la ideología burguesa que es intrínseca a la idea de una epistemología universal, es en sí misma parte de la lucha de clases, en la medida en que intenta subrepticiamente hacer desaparecer todas las epistemologías rivales.
Si profundizamos en las diferencias entre estas dos epistemologías, que son explicaciones rivales sobre la función misma de los conceptos y sus definiciones, vemos que los materialistas -en un marcado contraste con el idealismo de la ideología burguesa- entienden las ideas como herramientas prácticas de análisis, que permiten diferentes niveles de abstracción, y cuyo valor de uso depende de su capacidad para mapear situaciones materiales cuya complejidad supera la suya propia. Dentro de este marco, el objetivo no es definir la esencia de un fenómeno social como el fascismo de una manera que pueda ser universalmente aceptada por la ciencia social burguesa, sino más bien desarrollar una definición operativa en dos sentidos. Por una parte, se trata de una definición operativa porque tiene un valor de uso práctico: ofrece una descripción coherente de un campo complejo de fuerzas materiales, y puede así ayudarnos a orientarnos en un mundo de lucha. Por otro lado, se entiende que tal definición es heurística y está abierta a una mayor elaboración, porque los marxistas reconocen que están situados subjetivamente en procesos sociohistóricos objetivos. y los cambios en perspectiva y en escala podrían requerir modificarlos. Esto se verá claramente en las tres diferentes escalas que usaré para desarrollar una definición práctica de fascismo: la coyuntural, la estructural y la sistémica.
Análisis multiescalar
El enfoque materialista histórico del fascismo otorga primacía a las prácticas y las sitúa en relación con la totalidad social, que a su vez se analiza a través de escalas heurísticamente distintas pero entrelazadas. Lo coyuntural, para empezar, es la totalidad social de un lugar y una época específicos, como Italia o Alemania en el período de entreguerras. Históricamente hablando, sabemos que el término fascismo surgió como una descripción del tipo particular de organización de Benito Mussolini, pero que sólo fue teorizado gradualmente, a trompicones. En otras palabras, no apareció como una doctrina o una ideología política coherente que luego fue implementada, sino más bastante como una descripción tosca e imprecisa de un conjunto de prácticas que fueron cambiando con el tiempo (el fascismo italiano inicial, a diferencia del posterior, era reformista y republicano, defendía el sufragio femenino, apoyaba algunas reformas limitadas a favor del trabajo, estaba enemistado con la Iglesia católica y no era abiertamente racista).
Fue solo después que el movimiento fascista hubo evolucionado y empezó a ganar fuerza que Mussolini y otros intentaron consolidar retroactivamente sus prácticas dispares y cambiantes, de tal modo que pudieran hacerlas encajar dentro de una doctrina coherente. El propio Mussolini insistió en numerosas ocasiones en este punto, escribiendo por ejemplo: “El fascismo no fue el fruto de una doctrina previamente redactada en un escritorio; nació de la necesidad de acción, y era acción; no era un partido sino, en los primeros dos años, un anti-partido y un movimiento”. José Carlos Mariátegui aportó una visión perspicaz y un análisis fino y preciso sobre las luchas internas que operaron desde el principio en el movimiento fascista italiano, polarizado entre una facción extremista y un campo reformista con tendencias liberales. Mussolini, según Mariátegui, ocupaba una posición centrista y evitó a toda costa favorecer a uno grupo más que al otro. Esto fue así hasta 1924, cuando el político socialista Giacomo Matteotti fue asesinado por unos fascistas. Esto llevó la pugna entre las dos camarillas fascistas hasta un punto álgido, y Mussolini finalmente se vio obligado a elegir. Después de hacer una infructuosa propuesta hacia el ala liberal, se puso del lado de los reaccionarios.
Desde el comienzo mismo, entonces, el concepto de fascismo ha sido un lugar de lucha social e ideológica, ya sea por el choque entre extremistas y reformistas dentro del campo fascista, o más generalmente, por el choque entre fascistas y liberales dentro del campo capitalista. Estos conflictos anidaban, en última instancia, en el conflicto general entre capitalistas y anticapitalistas. Es desde este punto de vista, que tiene en cuenta diferente niveles entrelazados de lucha, que podemos establecer una primera definición operativa del fascismo, una vez que llegó a estar más o menos consolidado, identificando cómo éste surgió dentro de una coyuntura y una etapa muy específicas de la guerra de clases global. Tras la amenazadora estela de la Revolución Rusa (a la que siguieron revoluciones fallidas en Europa y más tarde la Gran Depresión en el mundo capitalista), Mussolini y otros de su calaña usaron los medios de comunicación y la propaganda de masas para movilizar, lenta pero seguramente, a sectores de la sociedad civil -y particularmente a la pequeña burguesía-, con el respaldo de los grandes capitalistas industriales, en torno a una ideología nacionalista y colonial de transformación “radical”, para aplastar al movimiento obrero y lanzar guerras de conquista. En este nivel de análisis el fascismo es, hablando prácticamente, en palabras de Michael Parenti , “nada más que una solución final a la lucha de clases, la subsunción completa y la explotación de las fuerzas democráticas para el beneficio y la ganancia de los círculos financieros dominantes. El fascismo es una falsa revolución”.
Este análisis coyuntural difiere, desde luego, considerablemente respecto de la explicación liberal del fascismo, que tiende a enfocarse en fenómenos de superficie y en elementos superestructurales ajenos a cualquier consideración científica de la economía política internacional y de la guerra de clases. Ya sea que se enfoque en la política de odio, en la lógica del “nosotros y ellos“, en el rechazo de la democracia parlamentaria, en el tema de las personalidades aberrantes, en el desprecio de la ciencia, o en otras características similares, la visión liberal del fascismo se preocupa por los rasgos secundarios a expensas de la totalidad social. Es ésta, sin embargo, la que le a da aquellos rasgos -cuando de hecho existen bajo una u otra forma- su preciso significado y función. Vale la pena recordar a este respecto, como lo señaló Martin Kitchen, que “después del crack de 1929 todos los países capitalistas produjeron movimientos fascistas”.
Si el concepto burgués de fascismo oscurece la totalidad social de la coyuntura en la que el fascismo europeo surgió históricamente bajo ese nombre, al mismo tiempo proyecta una sombra aún más larga sobre las dimensiones estructurales y sistémicas del fascismo en tanto práctica. Como veremos en el caso de George Jackson, los marxistas insisten en la importancia de inscribir el análisis coyuntural del fascismo europeo dentro de un esquema estructural, a fin de revelar las formas de fascismo que operan en coyunturas donde los teóricos liberales suelen afirmar que o no existen en absoluto o que, por alguna razón, no son tan graves. El período de entreguerras en Estados Unidos, por ejemplo, comparado con lo que estaba sucediendo en Italia y Alemania, revela sorprendentes similitudes estructurales, como veremos.
Por último, la escala de análisis más amplia, que parece invisible para los liberales, es el sistema mundial capitalista. Según han argumentado materialistas históricos como Aimé Césaire y Domenico Losurdo, la barbarie de los nazis debe entenderse como una manifestación específica de la larga y profunda historia de carnicería colonial que el capitalismo ha llevado a todos los rincones del mundo. Lo único excepcional del nazismo, afirmó Césaire, es que los campos de concentración se estaban construyendo en Europa y no en el colonias. Así, nos invita a situar las escalas de análisis coyuntural y estructural dentro de un marco sistémico que dé cuenta de toda la historia global del capitalismo.
El concepto burgués de fascismo busca singularizarlo como un fenómeno idiosincrático, en gran medida o enteramente superestructural, para impedir cualquier análisis de su presencia ubicua dentro de la historia del orden mundial capitalista. En cambio, el enfoque materialista histórico propone un análisis multiescalar de la totalidad social para demostrar cómo la especificidad coyuntural del fascismo europeo de entreguerras puede entenderse mejor si se la ve anidada dentro de una fase estructural de la guerra de clases capitalista y, en última instancia, dentro de la historia sistémica del capital, el que vino al mundo, si usamos las palabras con que Karl Marx describió la acumulación primitiva, “chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza.” Al aumentar o disminuir la escala, la explicación precisa y la definición operativa de fascismo puede cambiar, debido a las variables materiales involucradas. Por esta razón, algunos prefieren restringir el término fascismo a sus manifestaciones coyunturales (lo que puede, en ocasiones, ser útil en aras de la claridad). Sin embargo, incluso si se emplea esta táctica, un análisis completo del fascismo dentro de la totalidad social requiere en última instancia una explicación integrada en la que se reconozca que lo coyuntural se sitúa dentro de lo estructural, y que lo estructural a su vez está incrustado dentro de lo sistémico. El fascismo, como práctica, es un producto del sistema capitalista, y sus formas precisas varían según la fase estructural del desarrollo capitalista y la coyuntura sociohistórica específica de que se trate.
La ideología del excepcionalismo fascista
Simone de Beauvoir bromeó una vez diciendo que “en el lenguaje burgués, la palabra hombre significa burgués”. En efecto, cuando los miembros de la clase dominante colonial conocidos como los Padres Fundadores de Estados Unidos le dieron al mundo su solemne declaración de que “todo los hombres son creados iguales”, con ello no querían decir que todos los seres humanos fueran realmente iguales. Sólo entendiendo su premisa tácita -que hombre significa burgués– podremos entender plenamente su intención: los no-humanos del mundo pueden ser sometido a las formas más brutales de despojo, esclavización y matanza colonial.
Esta operación engañosa, mediante la cual un particular (la burguesía) intenta hacerse pasar por lo universal (la humanidad), es una característica bien conocida de la ideología burguesa. Su forma invertida, sin embargo, es quizás aún más engañosa e insidiosa, porque no ha sido -hasta donde tengo noticia- ampliamente diagnosticada. En vez de universalizar lo particular, esta operación ideológica transforma lo sistémico en esporádico, lo estructural en singular, lo coyuntural en idiosincrásico.
El caso del fascismo es ilustrativo. Cada vez que se invoca su nombre, la ideología dominante nos redirige ritualmente hacia el mismo conjunto de ejemplos históricos específicos en Italia y Alemania, los cuales se supone que sirvan como estándares generales para juzgar cualquier otra posible manifestación del fascismo. Según esa metodología totalmente acientífica, es lo particular lo que gobierna lo universal, y no al revés. En su forma ideológica más extrema, esto significa que si no hay botas militares, saludos Sieg Heil y soldados marchando a paso de ganso, entonces no podemos de ninguna manera estar dentro de lo que habitualmente se conoce como fascismo.
Esta ideología del excepcionalismo fascista es una consecuencia natural de la noción burguesa de fascismo. Al conceptualizar el fascismo germano-italiano como sui generis y definirlo principalmente en términos de sus características epifenoménicas, lo separa de sus profundas raíces en el sistema capitalista, y ofusca sus similitudes estructurales con otras formas de gobernanza represiva en todo el mundo. Por lo tanto, esta ideología juega un papel crucial en la lucha de clases: toma una característica general de la vida bajo el capital y la presenta como una anomalía, que algunos incluso han tratado de elevar, en el caso del nazismo, al estatus metafísico de ser incomparable en su irreductible singularidad. Lo particular sirve así para enmascarar lo general.
Un dragón en el vientre de la bestia
George Jackson rechazó incondicionalmente la particularización ideológica del fascismo y señaló todas las similitudes estructurales entre el fascismo europeo y la represión en Estados Unidos. Como era de esperar, un crítico liberal proclamó en una ocasión que Estados Unidos no era fascista simplemente porque Jackson lo dijera, descartando así de plano su análisis estructural como una simple opinión subjetiva (un caso clásico de proyección liberal). El argumento de Jackson, sin embargo, no se reducía a un pronunciamiento ex cathedra, sino que se basaba en una cuidadosa comparación materialista entre la situación de Estados Unidos y la de Europa. “Ahora nos reprimen”, escribió. “Ya existen tribunales que no imparten justicia y campos de concentración. Hay más policía secreta en este país que en todos los demás juntos, tanta que constituye toda una nueva clase que se ha unido al complejo del poder. La represión está aquí”.
Cuando Jackson se refiere a Estados Unidos como “el Cuarto Reich” y compara las prisiones estadounidenses con las de Dachau y Buchenwald, obviamente está rompiendo con el protocolo excepcionalista que impulsa la industria del Holocausto al elevar el fascismo europeo al estatus singular de lo incomparable. Y, sin embargo, lo que está haciendo en realidad en sus análisis de Estados Unidos es que simplemente rechaza el enfoque a-científico del fascismo descrito anteriormente, que hace hincapié en las idiosincrasias para oscurecer las relaciones estructurales. En su lugar, comienza al revés, con un análisis materialista de los modos de gobierno que operan en Estados Unidos, y esto es lo que encontró:
El nuevo estado corporativo [en EE.UU.] se ha abierto camino crisis tras crisis, ha establecido sus élites dirigentes en todas las instituciones importantes, ha formado su asociación con los trabajadores a través de sus élites, ha erigido la red más masiva de agencias de protección repleta de espías, técnicos y animales, que se pueda encontrar en cualquier estado policial del mundo. La violencia de la clase dominante de este país en el largo proceso de su tendencia hacia el autoritarismo y su última y más alta etapa, el fascismo, no puede ser rivalizada en sus excesos por ninguna otra nación en la tierra hoy o en la historia.
Los que tachan esto de hipérbole, negándose así a entablar siquiera comparaciones históricas, simplemente revelan una de las consecuencias más insidiosas de la ideología del excepcionalismo fascista: cualquier análisis materialista de situaciones comparables está a priori prohibido.
En lugar de retroceder horrorizado ante el término fascismo, que se ha reservado ideológicamente para unas pocas y ya lejanas anomalías históricas, o lo que George Seldes llamó “fascismo lejano”, Jackson extrae la conclusión más lógica desde el punto de vista del análisis materialista histórico: lo que está ocurriendo ante sus ojos en Estados Unidos es una intensificación y globalización de lo que ocurrió, en condiciones ligeramente diferentes, en Italia y Alemania. De hecho, identifica directamente a las fuerzas impulsoras de la gestión de la percepción que intenta cegarnos ante el fascismo estadounidense como siendo ellas mismas un producto cultural de ese mismo fascismo:
Justo detrás de las fuerzas expedicionarias (los cerdos) vienen los misioneros, y el efecto colonial se completa. Los misioneros, con los beneficios de la cristiandad, nos instruyen en el valor del simbolismo, los presidentes muertos y la tasa de redescuento. […] En el ámbito de la cultura […] estamos atados a la sociedad fascista por cadenas que han estrangulado nuestro intelecto, revuelto nuestro ingenio y nos han enviado dando tumbos hacia atrás en una retirada salvaje y desorganizada de la realidad.
Además, Jackson, como otros marxistas-leninistas, identifica el núcleo del fascismo en “un reordenamiento económico”: “Es la respuesta del capitalismo internacional al desafío del socialismo científico internacional”. Su ropaje nacionalista, insiste con razón, no debe distraernos de sus ambiciones internacionales y su impulso colonial: “En el fondo, el fascismo es capitalista y el capitalismo es internacional. Bajo sus ropajes ideológicos nacionalistas, el fascismo es siempre, en última instancia, un movimiento internacional”. Jackson responde así a la sobreinflación ideológica del concepto de democracia ampliando la noción de fascismo para incluir toda la violencia, represión y control operativos en la imposición, mantenimiento e intensificación de las relaciones sociales capitalistas (incluido el Estado del bienestar reformista). Algunos podrían preferir distinguir entre esta forma de fascismo general, que incluiría el gobierno autoritario y el liberal, y una definición más específica del fascismo como el uso extensivo de la represión estatal y paraestatal con el fin último de aumentar la acumulación capitalista. Sin embargo, no se trata necesariamente de definiciones mutuamente excluyentes, ya que la violencia de las relaciones sociales capitalistas adopta muchas formas diferentes -represión directa, explotación económica, degradación social, sometimiento hegemónico, etc.- y esto es lo que Jackson pone de relieve.
Ver a través del concepto burgués de fascismo
El concepto burgués de fascismo pretende disimular su carácter estructural y sistémico, así como las profundas causas materiales operantes en su emergencia coyuntural, para presentarlo como absolutamente excepcional, acordonándolo en un tiempo y lugar concretos que se presentan como incomparables en su singularidad. Pretende convencernos, a toda costa, de que el fascismo no es un aspecto esencial de la dominación capitalista, sino más bien una anomalía o una ruptura excepcional con su funcionamiento normal. Además, lo presenta como algo lejano, enterrándolo en un pasado que ha sido superado por el progreso democrático, blandiéndolo como una amenaza futura si la gente no se ajusta a los dictados del régimen liberal o, a veces, situándolo en tierras lejanas que todavía están demasiado “atrasadas” para la democracia.
El enfoque materialista del fascismo rechaza las anteojeras impuestas por la gestión de la percepción inherente al concepto burgués, e identifica claramente el doble gesto ideológico del dominio capitalista: sobreinfla e incluso universaliza sus rasgos supuestamente positivos, construyendo una historia mitológica de la llamada democracia occidental, y borra o particulariza sus características negativas convirtiendo el fascismo en una anomalía idiosincrásica. Empezando al revés, el materialismo histórico examina cómo el capitalismo realmente existente se basa -como veremos en el resto de esta serie- en dos modos de gobierno que funcionan según la lógica engañosa de la táctica de interrogación de policía bueno/policía malo: donde quiera y cuando quiera que el policía bueno no sea capaz de convencer a la gente para que juegue según las reglas del juego capitalista, el policía malo del fascismo siempre está al acecho en las sombras para hacer el trabajo por cualquier medio necesario. Si el palo de este último parece una aberración cuando se compara con la zanahoria del policía bueno, es sólo porque uno ha sido engañado para creer en el falso antagonismo entre ellos, que disimula el hecho fundamental de que están trabajando juntos hacia un objetivo común. Si bien es cierto, desde una perspectiva de organización táctica, que tratar con el histrionismo del policía bueno suele ser preferible a la barbarie descarada del policía malo, estratégicamente es de suma importancia identificarlos como lo que son: socios en el crimen capitalista.
Liberalismo y Fascismo: socios en el crimen
“Los intelectuales tienden un velo sobre el carácter dictatorial de la democracia burguesa, entre otras cosas presentando la democracia como el opuesto absoluto del fascismo, no como otra fase natural de éste en la que la dictadura burguesa se revela de forma más abierta.” (Bertolt Brecht)
Una y otra vez oímos que el liberalismo es el último baluarte contra el fascismo, pues representaría la defensa del Estado de Derecho y de la democracia frente a demagogos aberrantes y malévolos que pretenden destruir, buscando su propio beneficio, un sistema perfectamente bueno. Esta aparente oposición se ha arraigado profundamente en las llamadas democracias liberales occidentales contemporáneas a través de su mito de origen compartido. Como aprenden todos los escolares de Estados Unidos, por ejemplo, el liberalismo venció al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, derrotando a la bestia nazi para establecer un nuevo orden internacional que -con todos sus posibles defectos y fechorías- se basaba en principios democráticos clave que son antitéticos al fascismo.
Esta concepción de la relación entre liberalismo y fascismo no sólo los presenta como opuestos, sino que define la esencia misma de la lucha contra el fascismo como la lucha por el liberalismo. Al hacerlo, forja un falso antagonismo ideológico. Porque tanto el fascismo como el liberalismo comparten su eterna devoción al orden mundial capitalista. Aunque uno prefiere el guante de terciopelo del gobierno hegemónico y consensuado, y el otro confía más fácilmente en el puño de hierro de la violencia represiva, ambos están decididos a mantener y desarrollar las relaciones sociales capitalistas, y han trabajado juntos a lo largo de la historia moderna para conseguirlo. Lo que enmascara este aparente conflicto -y éste es su verdadero poder ideológico- es que la línea divisoria real y fundamental no es entre dos modos diferentes de gobierno capitalista, sino entre capitalistas y anticapitalistas. La larga campaña de guerra psicológica llevada a cabo bajo el engañoso estandarte del “totalitarismo” ha contribuido en gran medida a disimular aún más esta línea de demarcación, al presentar falsamente el comunismo como una forma de fascismo. Como Domenico Losurdo y otros han explicado con gran precisión y detalle histórico, esto es pura papilla ideológica.
Dada la forma en que el debate público actual sobre el fascismo tiende a enmarcarse en relación con la supuesta resistencia liberal, difícilmente podría haber una tarea más oportuna que la de reexaminar escrupulosamente el registro histórico del liberalismo y el fascismo realmente existentes. Como veremos incluso en este breve repaso, lejos de ser enemigos, han sido -a veces sutilmente, a veces abiertamente- socios en el crimen capitalista. En aras de la argumentación y la concisión, me centraré aquí principalmente en un relato coyuntural de los casos nunca puestos en duda de Italia y Alemania. Sin embargo, vale la pena afirmar desde el principio, como veremos más adelante en esta serie, que tanto el estado policial racial nazi como el desenfreno colonial -que superaron con creces las capacidades de Italia- tomaron como modelo a Estados Unidos.
La colaboración liberal en el ascenso del fascismo europeo
Es de suma importancia que el fascismo de Europa Occidental surgiera dentro de las democracias parlamentarias en lugar de conquistarlas desde el exterior. Los fascistas subieron al poder en Italia en un momento de grave crisis política y económica tras la Primera Guerra Mundial y, más tarde, la Gran Depresión. Mussolini, que se había curtido trabajando para el MI5 para acabar con el movimiento pacifista italiano durante la Primera Guerra Mundial, recibió posteriormente el apoyo de grandes capitalistas industriales y banqueros por su orientación política antiobrera y procapitalista. Su táctica consistía en trabajar dentro del sistema parlamentario, movilizando poderosos apoyos financieros para financiar su amplia campaña de propaganda, mientras sus camisas negras pisoteaban los piquetes y las organizaciones obreras. En octubre de 1922, los magnates de la Confederación de la Industria y los principales dirigentes bancarios le proporcionaron los millones necesarios para la Marcha sobre Roma como espectacular demostración de fuerza. Sin embargo, no tomó el poder. En cambio, como explica Daniel Guérin en su magistral estudio Fascismo y gran capital, Mussolini fue convocado por el rey el 29 de octubre y, según las normas parlamentarias, se le encomendó la formación de un gabinete. El Estado capitalista se entregó sin rechistar, pero Mussolini se propuso formar una mayoría absoluta en el Parlamento con la ayuda de los liberales. Éstos apoyaron su nueva ley electoral en julio de 1923 y luego formaron una lista conjunta con los fascistas para las elecciones del 6 de abril de 1924. Los fascistas, que sólo tenían 35 escaños en el parlamento, obtuvieron 286 con la ayuda de los liberales.
Los nazis llegaron al poder de forma muy parecida, trabajando dentro del sistema parlamentario y cortejando el favor de grandes magnates industriales y banqueros. Estos últimos proporcionaron el apoyo financiero necesario para hacer crecer el partido nazi y, finalmente, asegurar la victoria electoral de septiembre de 1930. Hitler recordaría más tarde, en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 1935, lo que significaba disponer de los recursos materiales necesarios para mantener a 1.000 oradores nazis con sus propios coches, que podían celebrar unos 100.000 mítines públicos en el transcurso de un año. En las elecciones de diciembre de 1932, los líderes socialdemócratas, que estaban muy a la izquierda de los liberales contemporáneos pero compartían su programa reformista, se negaron a formar una coalición de última hora con los comunistas contra el nazismo. “Como en muchos otros países del pasado y del presente, también en Alemania”, escribió Michael Parenti, “los socialdemócratas preferirían aliarse con la derecha reaccionaria antes que hacer causa común con los rojos”. Antes de las elecciones, el candidato del Partido Comunista Ernst Thaelmann había argumentado que votar al conservador mariscal de campo von Hindenburg equivalía a votar por Hitler y por la guerra. Sólo unas semanas después de la elección de Hindenburg, éste invitó a Hitler a convertirse en canciller.
En ambos casos, el fascismo llegó al poder a través de la democracia parlamentaria burguesa, en la que el gran capital financiaba a los candidatos que harían su voluntad, al tiempo que creaba un espectáculo populista -una falsa revolución- que atraía a las masas o simulaba su apoyo. Su conquista del poder tuvo lugar dentro de este marco legal y constitucional, que aseguró su aparente legitimidad en el frente interno, así como dentro de la comunidad internacional de democracias burguesas. León Trotsky lo comprendió perfectamente y en aquel momento diagnosticó con notable perspicacia lo que estaba ocurriendo:
Los resultados están al alcance de la mano: la democracia burguesa se transforma legalmente, pacíficamente, en una dictadura fascista. El secreto es bastante simple: la democracia burguesa y la dictadura fascista son los instrumentos de una misma clase, los explotadores. Es absolutamente imposible impedir la sustitución de un instrumento por el otro apelando a la Constitución, al Tribunal Supremo de Leipzig, a nuevas elecciones, etc. Lo que es necesario es movilizar las fuerzas revolucionarias del proletariado. El fetichismo constitucional aporta la mejor ayuda al fascismo.
Sin embargo, una vez asegurado el poder, el fascismo reveló su rostro autoritario, transformándose en lo que Trotsky denominó una dictadura militar-burocrática de tipo bonapartista. Se dedicó sin vacilar -a un ritmo bastante diferente en Italia que en Alemania- a completar la tarea para la que había sido contratado, aplastando a los trabajadores organizados, erradicando los partidos de la oposición, destruyendo las publicaciones independientes, poniendo fin a las elecciones, convirtiendo en chivos expiatorios y eliminando a las subclases racializadas, privatizando los bienes públicos, lanzando proyectos de expansión colonial e invirtiendo fuertemente en una economía de guerra beneficiosa para sus partidarios industriales. Al establecer la dictadura directa del gran capital, destruyó incluso a algunos de los elementos más plebeyos y populistas de sus propias filas, al tiempo que aplastaba a muchos liberales confundidos bajo el mamotreto de la guerra de clases represiva.
La democracia burguesa no sólo permitió el ascenso del fascismo en Italia y Alemania. También fue así a escala internacional. Los estados capitalistas se negaron a formar una coalición antifascista con la URSS, un país que catorce de ellos habían invadido y ocupado de 1918 a 1920 en un intento fallido de destruir la primera república obrera del mundo. Durante la Guerra Civil española, que historiadores como Eric Hobsbawm han caracterizado como una versión en miniatura de la gran guerra de mediados de siglo entre el fascismo y el comunismo, las democracias liberales occidentales no apoyaron oficialmente al gobierno de izquierdas que había sido elegido. En lugar de ello, se quedaron de brazos cruzados mientras las potencias del Eje proporcionaban un apoyo masivo al general Francisco Franco en su intento de dar un golpe de Estado militar. Resulta muy revelador que Franco, un autodeclarado fascista que a menudo es marginado en los debates sobre el fascismo europeo, comprendiera con notable claridad por qué las características epifenoménicas del fascismo diferirían considerablemente en función de la coyuntura precisa: “El fascismo, puesto que ésa es la palabra que se utiliza, presenta, dondequiera que se manifieste, características que varían en la medida en que varían los países y los temperamentos nacionales”. Fue la URSS la que acudió en ayuda de los republicanos que luchaban contra el fascismo en España, enviando tanto soldados como material. Franco devolvería más tarde el favor, por así decirlo, desplegando una fuerza militar de voluntarios para luchar contra el comunismo ateo junto a los nazis. Franco también se convertiría, por supuesto, en uno de los grandes aliados de posguerra de Estados Unidos en su lucha contra la Amenaza Roja.
En 1934, el Reino Unido, Francia e Italia firmaron el Acuerdo de Munich, en el que acordaron permitir que Hitler invadiera y colonizara los Sudetes en Checoslovaquia. “La pura reticencia de los gobiernos occidentales a entablar negociaciones efectivas con el Estado Rojo”, escribió Eric Hobsbawm, “incluso en 1938-39, cuando ya nadie negaba la urgencia de una alianza contra Hitler, es demasiado evidente. De hecho, fue el miedo a tener que enfrentarse a Hitler en solitario lo que acabó empujando a Stalin, desde 1934 defensor inquebrantable de una alianza con Occidente contra él, al Pacto Stalin-Ribbentrop de agosto de 1939, con el que esperaba mantener a la URSS fuera de la guerra”. Este pacto de no agresión se presentó entonces de forma poco sincera en los medios de comunicación occidentales como un indicio innegable de que los nazis y los comunistas eran de algún modo aliados.
Capitalismo internacional y fascismo
No sólo los grandes industriales y banqueros, así como los terratenientes, de Italia y Alemania apoyaron y se beneficiaron del ascenso fascista al poder. También lo hicieron muchas de las grandes empresas y bancos con sede en las democracias burguesas occidentales. Henry Ford fue quizás el ejemplo más notorio, ya que en 1938 fue condecorado con la Gran Cruz de la Orden Suprema del Águila Alemana, que era el más alto honor que se podía conceder a un no alemán (Mussolini había recibido una ese mismo año). Ford no sólo había canalizado abundantes fondos hacia el Partido Nazi, sino que le había proporcionado gran parte de su ideología antisemita y antibolchevique. La convicción de Ford de que “el comunismo era una creación completamente judía”, por citar a James y Suzanne Pool, era compartida por Hitler, y algunos han sugerido que este último era tan cercano ideológicamente a Ford que ciertos pasajes de Mein Kampf fueron copiados directamente de la publicación antisemita de Ford El judío internacional.
Ford fue sólo una de las empresas estadounidenses que invirtieron en Alemania, y muchos otros bancos, empresas e inversores estadounidenses se beneficiaron generosamente de las arianizaciones (la expulsión de los judíos de la vida empresarial y el traspaso forzoso de sus propiedades a manos “arias”), así como del programa de rearme alemán. Según el magistral estudio de Christopher Simpson, “media docena de empresas estadounidenses clave -International Harvester, Ford, General Motors, Standard Oil de Nueva Jersey y du Pont- se habían involucrado profundamente en la producción alemana de armas”. De hecho, la inversión estadounidense en Alemania aumentó bruscamente tras la llegada de Hitler al poder. “Los informes del Departamento de Comercio muestran”, escribe Simpson, “que la inversión estadounidense en Alemania aumentó alrededor del 48,5 por ciento entre 1929 y 1940, mientras que disminuyó bruscamente en el resto de Europa continental.” Las filiales alemanas de empresas estadounidenses como Ford y General Motors, así como varias compañías petroleras, recurrieron ampliamente al trabajo forzado en campos de concentración. Buchenwald, por ejemplo, proporcionó mano de obra de campos de concentración para la enorme planta de GM en Russelsheim, así como para la planta de camiones de Ford situada en Colonia, y los directivos alemanes de Ford hicieron un amplio uso de prisioneros de guerra rusos para trabajos de producción de guerra (un crimen de guerra según las Convenciones de Ginebra).
John Foster Dulles y Allen Dulles, que más tarde serían respectivamente Secretario de Estado y jefe de la CIA, dirigían Sullivan & Cromwell, que algunos consideran el mayor bufete de abogados de Wall Street en aquella época. Desempeñaron un papel muy importante en la supervisión, asesoramiento y gestión de la inversión global en Alemania, que se había convertido en uno de los mercados internacionales más importantes -sobre todo para los inversores estadounidenses- durante la segunda mitad de la década de 1920. Sullivan & Cromwell trabajaba con casi todos los principales bancos estadounidenses, y supervisaron inversiones en Alemania superiores a los mil millones de dólares. También trabajaron con docenas de empresas y gobiernos de todo el mundo, pero John Foster Dulles, según Simpson, “puso claramente el acento en proyectos para Alemania, para la junta militar de Polonia y para el Estado fascista de Mussolini en Italia.” En la posguerra, Allen Dulles trabajó incansablemente para proteger a sus socios comerciales, y tuvo un éxito notable a la hora de asegurar sus activos y ayudarles a evitar ser procesados.
Mientras que la mayoría de los análisis liberales del fascismo se centran en su teatro político y en sus excentricidades epifenoménicas, evitando así un análisis sistémico y radical, es esencial reconocer que si el liberalismo permitió el crecimiento del fascismo europeo, fue el capitalismo el que impulsó este crecimiento.
¿Quién derrotó al fascismo?
No es sorprendente que las democracias burguesas de Occidente fueran extremadamente lentas a la hora de abrir el frente occidental, permitiendo que su antiguo enemigo, la URSS, fuera desangrada por la máquina de guerra nazi procapitalista (que recibió amplia financiación de los rusos blancos). De hecho, al día siguiente de que la Alemania nazi invadiera la Unión Soviética, Harry Truman declaró rotundamente: “Si vemos que Alemania está ganando, deberíamos ayudar a Rusia, y si Rusia está ganando, deberíamos ayudar a Alemania, y así dejar que maten a tantos como sea posible, aunque no quiero ver a Hitler victorioso en ninguna circunstancia”. Tras la entrada de Estados Unidos en la guerra, poderosos funcionarios como Allen Dulles trabajaron entre bastidores para intentar negociar un acuerdo de paz con Alemania que permitiera a los nazis centrar toda su atención en erradicar la URSS.
La idea generalizada, al menos en Estados Unidos, de que el fascismo fue derrotado en última instancia por el liberalismo en la Segunda Guerra Mundial, debido principalmente a la intervención de Estados Unidos en la guerra, es una patraña sin fundamento. Como Peter Kuznick, Max Blumenthal y Ben Norton recordaron a los oyentes en un reciente debate, el 80% de los nazis que murieron en la guerra lo hicieron en el frente oriental con la URSS, donde Alemania había desplegado 200 divisiones (frente a sólo 10 en Occidente). 27 millones de soviéticos dieron su vida luchando contra el fascismo, mientras que 400.000 soldados estadounidenses murieron en la guerra (lo que equivale aproximadamente al 1,5% de los muertos soviéticos). Fue, sobre todo, el Ejército Rojo el que derrotó al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, y es el comunismo -no el liberalismo- el que constituye el último baluarte contra el fascismo. La lección histórica debería ser clara: no se puede ser verdaderamente antifascista sin ser anticapitalista.
La ideología de los falsos antagonismos
La construcción ideológica de falsos antagonismos, en el caso del liberalismo y el fascismo, sirve a múltiples propósitos:
- Establece el frente primario de lucha como uno entre posiciones rivales dentro del propio campo capitalista.
- Canaliza la energía de la gente hacia la lucha por los mejores métodos para gestionar el dominio capitalista en lugar de abolirlo.
- Erradica las verdaderas líneas de demarcación de la lucha de clases global.
- Intenta simplemente eliminar del juego la opción comunista (borrándola por completo del campo de lucha o presentándola falsamente como una forma de “totalitarismo”).
A diferencia de los acontecimientos deportivos, que son rituales ideológicos muy importantes en el mundo contemporáneo, la lógica de los falsos antagonismos amplifica y sobreinfla todas las diferencias idiosincrásicas y rivalidades personales entre dos equipos opuestos hasta tal punto que los frenéticos aficionados llegan a olvidar que, en última instancia, están jugando el mismo juego.
En la cultura política reaccionaria de Estados Unidos, que ha intentado redefinir la izquierda como liberal, es de suma importancia reconocer que la oposición primaria que ha estructurado, y sigue organizando, el mundo moderno es la que existe entre el capitalismo -que se impone y se mantiene a través de la ideología y las instituciones liberales, así como de la represión fascista, dependiendo de la época, el lugar y la población de que se trate- y el socialismo. Al sustituir esta oposición por la que existe entre liberalismo y fascismo, la ideología de los falsos antagonismos pretende convertir la lucha del siglo en un espectáculo capitalista y no en una revolución comunista.
Estados Unidos no derrotó al fascismo en la II Guerra Mundial, lo internacionalizó
“Estados Unidos se ha establecido como el enemigo mortal de todo gobierno popular, de toda movilización científico-socialista de la conciencia en cualquier parte del globo, de toda actividad antiimperialista en la tierra.” (George Jackson)
Uno de los mitos fundacionales del mundo occidental europeo y estadounidense contemporáneo es que el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial por las democracias liberales, y en particular por Estados Unidos: con los subsiguientes juicios de Nuremberg y la paciente construcción de un orden mundial liberal, se habría erigido un baluarte -a trompicones y con la constante amenaza de regresión- contra el fascismo y su gemelo maligno en el Este. Las industrias culturales estadounidenses han ensayado esta narrativa hasta la saciedad, convirtiéndola en un Kool-Aid ideológico edulcorado y distribuyéndolo en todos los hogares, chozas y esquinas con un televisor o un teléfono inteligente, contraponiendo incansablemente el mal supremo del nazismo a la libertad y la prosperidad de la democracia liberal.
El registro material sugiere, sin embargo, que esta narrativa se basa en realidad en un falso antagonismo, y que es necesario un cambio de paradigma para comprender la historia del liberalismo y el fascismo realmente existentes. Este último, como veremos, lejos de ser erradicado al final de la Segunda Guerra Mundial, fue en realidad reutilizado, o más bien redistribuido, para servir a su función histórica primaria: destruir el comunismo ateo y su amenaza a la misión civilizadora capitalista. Dado que los proyectos coloniales de Hitler y Mussolini se habían vuelto tan descarados y erráticos, al pasar de jugar más o menos según las reglas liberales del juego a romperlas abiertamente y luego desbocarse, se comprendió que la mejor manera de construir la internacional fascista era hacerlo bajo cobertura liberal, es decir, mediante operaciones clandestinas que mantuvieran una fachada liberal. Aunque esto probablemente suene a hipérbole para aquellos cuya comprensión de la historia ha sido formateada por la ciencia social burguesa, que se centra casi exclusivamente en el gobierno visible y la mencionada cobertura liberal, la historia del gobierno invisible del aparato de seguridad nacional sugiere que el fascismo, lejos de ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial, se internacionalizó con éxito.
Los arquitectos de la internacional fascista
Cuando Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial, el futuro jefe de la CIA, Allen Dulles, se lamentaba de que su país estuviera luchando contra el enemigo equivocado. Los nazis, según explicaba, eran cristianos arios procapitalistas, mientras que el verdadero enemigo era el comunismo ateo y su decidido anticapitalismo. Después de todo, Estados Unidos había participado, sólo unos 20 años antes, en una intervención militar masiva en la URSS, cuando catorce países capitalistas intentaron -en palabras de Winston Churchill- “estrangular al bebé bolchevique en su cuna”. Dulles comprendió, como muchos de sus colegas en el gobierno de Estados Unidos, que lo que más tarde se conocería como la Guerra Fría era en realidad la misma vieja guerra, como ha argumentado convincentemente Michael Parenti: la que habían estado librando contra el comunismo desde sus inicios.
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, el general Karl Wolff, antigua mano derecha de Himmler, fue a ver a Allen Dulles a Zúrich, donde éste trabajaba para la Oficina de Servicios Estratégicos, la organización predecesora de la CIA. Wolff sabía que la guerra estaba perdida y quería evitar ser llevado ante la justicia. Dulles, por su parte, quería que los nazis de Italia bajo el mando de Wolff depusieran las armas contra los aliados y ayudaran a los estadounidenses en su lucha contra el comunismo. Wolff, que fue el oficial de más alto rango de las SS que sobrevivió a la guerra, ofreció a Dulles la promesa de desarrollar, con su equipo nazi, una red de inteligencia contra Stalin. Se acordó que el general que había desempeñado un papel central en la supervisión de la maquinaria genocida nazi, y que expresó su “especial alegría” cuando consiguió trenes de carga para enviar a 5.000 judíos al día a Treblinka, sería protegido por el futuro director de la CIA, que le ayudó a evitar los juicios de Nuremberg.
Wolff estaba muy lejos de ser el único alto funcionario nazi protegido y rehabilitado por la OSS-CIA. El caso de Reinhard Gehlen es particularmente revelador. Este general del Tercer Reich había estado a cargo de Fremde Heere Ost, el servicio de inteligencia nazi dirigido contra los soviéticos. Después de la guerra, fue reclutado por la OSS-CIA y se reunió con todos los principales arquitectos del Estado de Seguridad Nacional de la posguerra: Allen Dulles, William Donovan, Frank Wisner, el Presidente Truman. Luego fue nombrado para dirigir el primer servicio de inteligencia alemán después de la guerra, y procedió a emplear a muchos de sus colaboradores nazis. La Organización Gehlen, como se la conocía, se convertiría en el núcleo del servicio de inteligencia alemán. No está claro a cuántos criminales de guerra contrató este nazi condecorado, pero Eric Lichtblau calcula que unos cuatro mil agentes nazis se integraron en la red supervisada por la agencia de espionaje estadounidense. Con una financiación anual de medio millón de dólares de la CIA en los primeros años de la posguerra, Gehlen y sus hombres fuertes pudieron actuar impunemente. Yvonnick Denoël explicó este giro con notable claridad: “Cuesta entender que, ya en 1945, el ejército y los servicios de inteligencia estadounidenses reclutaran sin reparos a antiguos criminales nazis. La ecuación era, sin embargo, muy simple en aquella época: Estados Unidos acababa de derrotar a los nazis con la ayuda de los soviéticos. En adelante planeaban derrotar a los soviéticos con la ayuda de antiguos nazis”.
La situación era similar en Italia porque el acuerdo de Dulles con Wolff formaba parte de una empresa mayor, llamada Operación Amanecer, que movilizó a nazis y fascistas para poner fin a la Segunda Guerra Mundial en Italia (y comenzar la Tercera Guerra Mundial en todo el planeta). Dulles trabajó codo con codo con el futuro jefe de contrainteligencia de la Agencia, James Angleton, destinado entonces por la OSS en Italia. Estos dos hombres, que se convertirían en dos de los actores políticos más poderosos del siglo XX, demostraron de lo que eran capaces en esta estrecha colaboración entre los servicios de inteligencia estadounidenses, los nazis y los fascistas. Angleton, por su parte, reclutó fascistas para acabar con la guerra en Italia y minimizar así el poder de los comunistas. Valerio Borghese fue uno de sus contactos clave porque este fascista de línea dura del régimen de Mussolini estaba dispuesto a servir a los estadounidenses en la lucha anticomunista, y se convirtió en una de las figuras internacionales del fascismo de posguerra. Angleton le había salvado directamente de las manos de los comunistas, y el hombre conocido como el Príncipe Negro tuvo la oportunidad de continuar la guerra contra la izquierda radical bajo un nuevo jefe: la CIA.
Una vez terminada la guerra, altos funcionarios de la inteligencia estadounidense, entre ellos Dulles, Wisner y Carmel Offie, “trabajaron para garantizar que la desnazificación sólo tuviera un alcance limitado”, según Frédéric Charpier: “Generales, altos funcionarios, policías, industriales, abogados, economistas, diplomáticos, académicos y verdaderos criminales de guerra fueron perdonados y devueltos a sus puestos”. El responsable del Plan Marshall en Alemania, por ejemplo, era un antiguo asesor de Hermann Göring, comandante en jefe de la Luftwaffe (fuerza aérea). Dulles elaboró una lista de altos funcionarios del Estado nazi a los que había que proteger y hacer pasar por opositores a Hitler. La OSS-CIA procedió a reconstruir las agencias administrativss de Alemania e Italia con sus aliados anticomunistas.
Eric Lichtblau calcula que más de 10.000 nazis pudieron emigrar a Estados Unidos en la posguerra (al menos 700 miembros oficiales del partido nazi habían podido entrar en Estados Unidos en la década de 1930, mientras que los refugiados judíos eran rechazados). Además de unos cientos de espías alemanes y miles de miembros de las SS, la Operación Paperclip, que comenzó en mayo de 1945, llevó a Estados Unidos al menos a 1.600 científicos nazis con sus familias. El objetivo de esta empresa era recuperar a las grandes mentes de la maquinaria de guerra nazi y poner sus investigaciones sobre cohetes, aviación, armas biológicas y químicas, etc., al servicio del imperio estadounidense. La Agencia Conjunta de Objetivos de Inteligencia se creó específicamente para reclutar nazis y encontrarles puestos en centros de investigación, el gobierno, el ejército, los servicios de inteligencia o las universidades (participaron al menos 14 universidades, entre ellas Cornell, Yale y el MIT).
Aunque el programa excluía oficialmente a los nazis ardorosos, al menos al principio, en realidad permitía la inmigración de químicos de IG Farben (que había suministrado los gases mortíferos utilizados en los exterminios masivos), científicos que habían utilizado esclavos en campos de concentración para fabricar armas y médicos que habían participado en horribles experimentos con judíos, romaníes, comunistas, homosexuales y otros prisioneros de guerra. Estos científicos, que fueron descritos por un funcionario del Departamento de Estado opuesto a Paperclip como “los ángeles de la muerte de Hitler”, fueron recibidos con los brazos abiertos en la tierra de la libertad. Se les proporcionó un alojamiento confortable, un laboratorio con ayudantes y la promesa de la ciudadanía si su trabajo daba frutos. A continuación llevaron a cabo investigaciones que se han utilizado en la fabricación de misiles balísticos, bombas de racimo de gas sarín y el armamento de la peste bubónica.
La CIA también colaboró con el MI6 para crear ejércitos secretos anticomunistas en todos los países de Europa Occidental. Con el pretexto de una posible invasión del Ejército Rojo, la idea era entrenar y equipar redes de soldados ilegales stay-behind, que permanecerían tras las líneas enemigas si los rusos avanzaban hacia el oeste. Se activarían así en el territorio recién ocupado y se les encargarían misiones de exfiltración, espionaje, sabotaje, propaganda, subversión y combate. Las dos agencias trabajaron con la OTAN y los servicios de inteligencia de muchos países de Europa Occidental para construir esta vasta organización sub-rosa, establecer numerosos depósitos de armas y municiones, y equipar a sus soldados de las sombras con todo lo que necesitaban. Para ello, reclutaron a nazis, fascistas, colaboracionistas y otros miembros anticomunistas de la extrema derecha. El número varía según el país, pero se estima entre algunas decenas y varios centenares, o incluso algunos miles, por país. Según un reportaje del programa de televisión Retour aux sources, había 50 unidades de la red stay-behind en Noruega, 150 en Alemania, más de 600 en Italia y 3.000 en Francia.
Estos militantes entrenados se movilizaban posteriormente para cometer o coordinar atentados terroristas contra la población civil, de los que se culpaba a los comunistas para justificar las medidas de “ley y orden”. Según las cifras oficiales, en Italia, donde esta estrategia de tensión fue especialmente intensa, se produjeron 14.591 actos de violencia por motivos políticos entre 1969 y 1987, en los que murieron 491 personas y 1.181 resultaron heridas. Vincenzo Vinciguerra, miembro del grupo de extrema derecha Ordine Nuovo y autor del atentado cerca de Peteano en 1972, ha explicado que los fascistas de “Avanguardia Nazionale, como Ordine Nuovo, se movilizaban en la batalla como parte de una estrategia anticomunista originada no en organizaciones desviadas de las instituciones del poder, sino en el propio Estado, y concretamente en el ámbito de las relaciones del Estado dentro de la Alianza Atlántica”. Una comisión parlamentaria italiana que emprendió una investigación sobre los ejércitos stay-behind en Italia, llegó a la siguiente conclusión en 2000: “Esas masacres, esas bombas, esas acciones militares habían sido organizadas o promovidas o apoyadas por hombres dentro de las instituciones del Estado italiano y, como se ha descubierto más recientemente, por hombres vinculados a las estructuras de la inteligencia de Estados Unidos.”
El Estado de Seguridad Nacional de Estados Unidos también participó en la supervisión de las líneas de rastreo que exfiltraban fascistas de Europa y les permitían reasentarse en refugios seguros de todo el mundo, a cambio de hacer su trabajo sucio. El caso de Klaus Barbie no es más que uno entre miles, si no decenas o cientos de miles, pero dice mucho del funcionamiento interno de este proceso. Conocido en Francia como “el carnicero de Lyon”, fue jefe de la oficina de la Gestapo allí durante dos años, incluido el momento en que Himmler dio la orden de deportar al menos a 22.000 judíos de Francia. Este especialista en “tácticas de interrogatorio mejoradas”, conocido por torturar hasta la muerte al coordinador de la Resistencia francesa, Jean Moulin, organizó la primera redada de la Unión General de Judíos en Francia en febrero de 1943 y la masacre de 41 niños judíos refugiados en Izieu en abril de 1944. Antes de llegar a Lyon, había dirigido salvajes escuadrones de la muerte que, según Alexander Cockburn y Jeffrey St. Clair, mataron a más de un millón de personas en el Frente Oriental. Pero después de la guerra, el hombre al que estos mismos autores describen como el tercero en la lista de criminales de las SS más buscados trabajaba para el Cuerpo de Contrainteligencia (CIC) del ejército estadounidense. Fue contratado para ayudar a formar los ejércitos de retaguardia reclutando a otros nazis y para espiar a los servicios de inteligencia franceses en las regiones de Alemania controladas por Francia y Estados Unidos.
Cuando Francia se enteró de lo que estaba ocurriendo y exigió la extradición de Barbie, John McCloy, el Alto Comisionado de Estados Unidos en Alemania, se negó alegando que las acusaciones se basaban en rumores. Sin embargo, al final resultó demasiado caro, simbólicamente, mantener a un carnicero como Barbie en Europa, por lo que fue enviado a Latinoamérica en 1951, donde pudo continuar su ilustre carrera. Instalado en Bolivia, trabajó para las fuerzas de seguridad de la dictadura militar del General René Barrientos y para el Ministerio del Interior y el ala contrainsurgente del Ejército boliviano bajo la dictadura de Hugo Banzer, antes de participar activamente en el Golpe de la Cocaína en 1980 y convertirse en director de las fuerzas de seguridad bajo el mando del General Meza. A lo largo de su carrera, mantuvo estrechas relaciones con sus salvadores en el Estado de Seguridad Nacional estadounidense, desempeñando un papel central en la Operación Cóndor, el proyecto de contrainsurgencia que reunió a las dictaduras latinoamericanas, con el apoyo de Estados Unidos, para aplastar violentamente cualquier intento de levantamiento igualitario desde abajo. También ayudó a desarrollar el imperio de la droga en Bolivia, incluida la organización de bandas de narcomercenarios a los que bautizó como Los novios de la muerte, cuyos uniformes se asemejaban a los de las SS. Viajó libremente en las décadas de 1960 y 1970, visitando Estados Unidos al menos siete veces, y muy probablemente desempeñó un papel en la cacería humana organizada por la Agencia para matar a Ernesto “Che” Guevara.
El mismo patrón básico de integración de fascistas en la guerra global contra el comunismo es fácilmente identificable en Japón, cuyo sistema de gobierno antes y durante la guerra ha sido descrito por Herbert P. Bix como “fascismo de sistema emperador”. Tessa Morris-Suzuki ha demostrado de forma convincente la continuidad de los servicios de inteligencia al detallar cómo el Estado de Seguridad Nacional de Estados Unidos supervisaba y gestionaba la organización KATO. Esta red de inteligencia privada, muy parecida a la organización Gehlen, estaba repleta de antiguos miembros destacados de los servicios militares y de inteligencia, incluido el Jefe de Inteligencia del Ejército Imperial (Arisue Seizō), que compartía con su controlador estadounidense (Charles Willoughby) una profunda admiración por Mussolini. Las fuerzas de ocupación estadounidenses también cultivaron estrechas relaciones con altos cargos de la comunidad de inteligencia civil japonesa en tiempos de guerra (sobre todo con Ogata Taketora). Esta notable continuidad entre el Japón de preguerra y el de posguerra ha llevado a Morris-Suzuki y a otros estudiosos a trazar la historia japonesa en términos de un régimen de transguerra, es decir, uno que continuó desde antes hasta después de la guerra. Este concepto también nos permite dar sentido a lo que ocurría en la superficie, en el ámbito del gobierno visible. En aras de la concisión, baste citar el notable caso del hombre conocido como el “Diablo de Shōwa” por su brutal gobierno de Manchukuo (la colonia japonesa en el noreste de China): Nobusuke Kishi. Gran admirador de la Alemania nazi, Kishi fue nombrado ministro de Municiones por el primer ministro Hideki Tojo en 1941, con el fin de preparar a Japón para una guerra total contra Estados Unidos, y fue él quien firmó la declaración oficial de guerra contra América. Tras cumplir una breve condena como criminal de guerra en la posguerra, fue rehabilitado por la CIA, junto con su compañero de celda, el capo del crimen organizado Yoshio Kodama. Kishi, con el apoyo y el generoso respaldo financiero de sus manipuladores, se hizo con el control del Partido Liberal, lo convirtió en un club de derechas de antiguos dirigentes del Japón imperial y ascendió hasta convertirse en Primer Ministro. “El dinero [de la CIA] fluyó durante al menos quince años, bajo cuatro presidentes estadounidenses”, escribe Tim Wiener, “y ayudó a consolidar el gobierno de partido único en Japón durante el resto de la guerra fría”.
Los servicios de seguridad nacional estadounidenses también han establecido una red educativa mundial para formar a combatientes procapitalistas -a veces bajo la dirección de nazis y fascistas experimentados- en las técnicas probadas de represión, tortura y desestabilización, así como en propaganda y guerra psicológica. La famosa Escuela de las Américas se creó en 1946 con el objetivo explícito de formar a una nueva generación de guerreros anticomunistas en todo el mundo. Según algunos, esta escuela tiene la distinción de haber educado al mayor número de dictadores de la historia mundial. Sea como fuere, forma parte de una red institucional mucho más amplia. Cabe mencionar, por ejemplo, las contribuciones educativas del Programa de Seguridad Pública: “Durante unos veinticinco años”, escribe el ex agente de la CIA John Stockwell, “la CIA, […] entrenó y organizó a policías y paramilitares de todo el mundo en técnicas de control de la población, represión y tortura. Se crearon escuelas en Estados Unidos, Panamá y Asia, de las que se graduaron decenas de miles de personas. En algunos casos, se utilizó como instructores a antiguos oficiales nazis del Tercer Reich de Hitler.”
El fascismo se globaliza bajo la cobertura liberal
El imperio estadounidense ha desempeñado así un papel central en la construcción de una internacional fascista al proteger a los militantes de derechas y alistarlos en la Tercera Guerra Mundial contra el “comunismo”, una etiqueta elástica extendida a cualquier orientación política opuesta a los intereses de la clase dominante capitalista. Esta expansión internacional de los modos fascistas de gobierno ha dado lugar a una proliferación de campos de concentración, campañas terroristas y de tortura, guerras sucias, regímenes dictatoriales, grupos parapoliciales y redes de crimen organizado en todo el mundo. Los ejemplos podrían enumerarse hasta la saciedad, pero los abreviaré en aras del espacio y me limitaré a invocar el testimonio de Victor Marchetti, que fue alto funcionario de la CIA de 1955 a 1969: “Apoyábamos a todo dictador de medio pelo, junta militar, oligarquía que existiera en el Tercer Mundo, siempre que prometieran mantener de alguna manera el statu quo, lo que por supuesto sería beneficioso para los intereses geopolíticos, militares, de las grandes empresas y otros intereses especiales de Estados Unidos.”
El historial de la política exterior estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial es probablemente la mejor medida de su singular contribución a la internacionalización del fascismo. Bajo la bandera de la democracia y la libertad, Estados Unidos, según William Blum:
- Se ha esforzado por derrocar a más de 50 gobiernos extranjeros.
- Ha interferido gravemente en las elecciones democráticas de al menos 30 países.
- Ha intentado asesinar a más de 50 líderes extranjeros.
- Lanzó bombas sobre la población de más de 30 países.
- Ha intentado reprimir movimientos populistas o nacionalistas en 20 países.
La Asociación para la Disidencia Responsable, compuesta por 14 ex oficiales de la CIA, calculó que su agencia fue responsable del asesinato de un mínimo de 6 millones de personas en 3.000 operaciones importantes y 10.000 operaciones menores entre 1947 y 1987. Se trata de asesinatos directos, por lo que las cifras no tienen en cuenta las muertes prematuras bajo el sistema mundial capitalista respaldado por el fascismo debidas al encarcelamiento masivo, la tortura, la malnutrición, la falta de agua potable, la explotación, la opresión, la degradación social, las enfermedades ecológicas o las enfermedades curables (en 2017, según la ONU, 6,3 millones de niños y adolescentes jóvenes murieron por causas evitables relacionadas con las desigualdades socioeconómicas y ecológicas del Capitaloceno, lo que equivale a la muerte de un niño cada 5 segundos).
Para establecerse como hegemón militar global y perro guardián internacional del capitalismo, el gobierno y el Estado de Seguridad Nacional de Estados Unidos han contado con la ayuda del importante número de nazis y fascistas que integró en su red global de represión, incluidos los 1.600 nazis traídos a EE.UU. a través de la Operación Paperclip, los aproximadamente 4.000 integrados en la organización Gehlen, las decenas o incluso cientos de miles que fueron reintegrados en los regímenes de “posguerra” -o más bien de “transguerra”- de los países fascistas, el gran número de ellos a los que se dio paso libre al patio trasero del Imperio -América Latina- y a otros lugares, así como los miles o decenas de miles integrados en los ejércitos secretos de retaguardia de la OTAN. Esta red global de experimentados asesinos anticomunistas también se ha utilizado para entrenar ejércitos de terroristas en todo el mundo para participar en guerras sucias, golpes de Estado, esfuerzos de desestabilización, sabotaje y campañas de terror.
Todo ello se ha hecho al amparo de una democracia liberal y con la ayuda de sus poderosas industrias culturales. El verdadero legado de la Segunda Guerra Mundial, lejos de ser el de un orden mundial liberal que habría derrotado al fascismo, es el de una verdadera internacional fascista desarrollada al amparo liberal para intentar destruir a quienes realmente habían luchado y ganado la guerra contra el fascismo: los comunistas.
Liberalismo y fascismo: el policía bueno y el policía malo del capitalismo
“Actualmente hay un Estado [Estados Unidos] que ha hecho al menos los débiles comienzos de un orden mejor” (Adolf Hitler en 1926)
“Denle a Franco una capucha y sería miembro del Ku Klux Klan” (Langston Hughes)
El paradigma de un Estado-un gobierno
A menudo se presume que cada Estado individual tiene una forma particular de gobierno -ya sea liberal, fascista o autoritaria- que constituye el principal modo de gobierno en todo el país. Así, a menudo oímos expresiones como “las democracias liberales de Occidente” o “las antiguas dictaduras de América Latina”. Esta geografía de los gobiernos está vinculada a una cronología política, que nos dice que un gobierno puede pasar de una forma a otra, de ahí la prevalencia de dichos como “el retorno de la democracia” o el “resurgimiento del fascismo”. El paradigma dominante para entender la relación entre los Estados y el gobierno puede resumirse en términos de un principio general: cada Estado, si no está en guerra civil abierta, sólo tiene una forma de gobierno en un momento dado, que gobierna sobre todo su territorio y su población.
El paradigma de un Estado-un gobierno disimula las complejas formas de gobierno de las poblaciones. Su ingenua lógica “o lo uno o lo otro” da cobertura a formas de gobierno poco apetecibles si el Estado se declara, por ejemplo, una democracia liberal. También produce una geografía y cronología del fascismo distante, con la cual los Estados liberales intentan convencer a su ciudadanía de que el fascismo es algo que ocurrió en el pasado, que podría surgir en el futuro si no se preservan las instituciones liberales, o que sólo infesta tierras lejanas reticentes a la democracia. Sea cual sea el caso, podemos estar seguros de que el fascismo no es un problema aquí y ahora.
Este paradigma sirve como una poderosa forma de gestión de la percepción en la medida en que no nos permite ver cómo se gobiernan realmente los diversos sectores de la población y las diferentes regiones geográficas y por qué fuerzas. En lugar de empezar, pues, con la presunción de un Estado-un gobierno, deberíamos empezar al revés, con un análisis materialista ascendente de los diversos modos de gobernanza que operan en cada coyuntura histórica. Estos modos no se limitan a lo que se denomina el gobierno visible, es decir, el teatro político que escenifican a diario para nosotros los conglomerados mediáticos que trabajan para la élite gobernante, sino que también incluyen el gobierno invisible del Estado profundo, así como todas las formas de gobernanza que son fomentadas discretamente por el Estado, pero que se subcontratan a mercenarios y al crimen organizado (por no mencionar todos los estrictos controles económicos que encadenan las vidas de las personas). En lugar de existir un único agente de gobernanza, como el gobierno electo, el paradigma de los múltiples modos de gobernanza insiste en la multiplicidad de agencias que se movilizan para gobernar a diferentes poblaciones, así como en las funciones variables que desempeñan en los distintos estratos sociales y en los diferentes momentos de la lucha de clases.
Amerikkka
Consideremos el periodo de entreguerras en Estados Unidos, cuando Mussolini y Hitler ascendían al poder dentro de las democracias burguesas de Europa. Según el paradigma de un Estado-un gobierno, Estados Unidos era una democracia liberal en ese momento, y así es como se presentaba. De hecho, acababa de ganar lo que Woodrow Wilson denominó una guerra que hizo del mundo un lugar “seguro para la democracia”. En una declaración que se cita con menos frecuencia en los libros de historia estadounidenses, Wilson aclaró, sin embargo, lo que significaba realmente el término hueco de “democracia” al especificar que el objetivo de la Gran Guerra era “mantener fuerte a la raza blanca” y preservar “la civilización blanca y su dominio del planeta”.
De hecho, Estados Unidos fue un estado policial racista que dio poder a millones de matones supremacistas blancos y que sirvió de modelo para los movimientos fascistas de Europa. “Al negar la entrada a los inmigrantes […] si se encuentran en mal estado de salud”, escribió Hitler con admiración sobre los EE.UU. en Mein Kampf, “y excluyendo a ciertas razas del derecho a naturalizarse ciudadanos, ellos [los estadounidenses] han empezado a introducir principios similares a aquellos en los que nosotros queremos basar el Estado Popular.” Como ha argumentado detalladamente James Whitman, Estados Unidos sirvió de prototipo para los nazis porque se consideraba que estaba a la vanguardia de la política racista y eugenista en materia de inmigración, ciudadanía de segunda clase y mestizaje. El Memorándum Prusiano de 1933, que esbozaba el programa legal nazi, invocaba específicamente Jim Crow, y el Manual de Derecho y Legislación Nacionalsocialista concluía su capítulo sobre la construcción de un estado racial reconociendo que Estados Unidos era el país que había reconocido fundamentalmente las verdades del racismo y había dado los primeros pasos necesarios hacia un estado racial que cumpliría la Alemania nazi. Además, estudiosos como Domenico Losurdo, Ward Churchill y Norman Rich han argumentado que el modelo para la expansión colonial supremacista blanca de la Alemania nazi fue el Holocausto estadounidense contra la población indígena. “La aalogía del ‘Oeste americano’ y el ‘Este nazi’ se convirtió”, según Carroll P. Kakel, “una obsesión para Hitler y otros ‘verdaderos creyentes’ nazis”.
Cuando el fascismo italiano se pavoneó por primera vez en la escena mundial, muchos estadounidenses de la época lo reconocieron inmediatamente como una versión europea del Ku Klux Klan. “Las comparaciones entre el Klan autóctono y el fascismo italiano”, escribe Sarah Churchwell, “pronto se hicieron omnipresentes en la prensa estadounidense”. Con unos 5 millones de miembros a mediados de la década de 1920, el KKK era una mortífera red de matones que imponía el estado policial racial estadounidense, pero también era sólo una parte de un aparato represivo más amplio. Éste incluía grupos de supremacía blanca como la Legión Negra, que eran ramas del Klan, organizaciones autoproclamadas fascistas como la Legión Plateada de América, organizaciones nazis como los Amigos de la Nueva Alemania y el Bund Germano-Americano, brutales grupos de matonaje que vigilaban a los trabajadores agrícolas en lo que Carey McWilliams describe acertadamente como “fascismo agrícola”, y una extensa red de extremadamente violentas organizaciones antiobreras que contaban con el apoyo de las grandes empresas. A estos militantes antiobreros paraestatales generalmente se les permitía actuar con impunidad, ya que su agenda coincidía perfectamente con la del gobierno estadounidense. Por poner sólo un ejemplo elocuente, en 1919 y 1920, la División General de Inteligencia (GID) del Departamento de Justicia de Estados Unidos orquestó redadas en más de 30 ciudades estadounidenses, deteniendo a entre 5.000 y 10.000 activistas anticapitalistas, a menudo sin órdenes judiciales, pruebas ni juicios. Si uno era miembro de un grupo racializado, inmigrante, trabajador que pretendía organizarse o activista anticapitalista, era obvio que no tenía los mismos derechos que los que supuestamente vivían en una democracia liberal.
En Facts and Fascism, George Seldes detalló las sorprendentes similitudes entre los movimientos fascistas mundiales y los de Estados Unidos, demostrando cómo el gran capital estadounidense invertía directamente en el fascismo dentro y fuera del país, controlaba una prensa procapitalista y a menudo favorable al fascismo, y financiaba organizaciones represivas racistas y antiobreras. La Legión Americana, por ejemplo, invitaba regularmente a Mussolini a sus convenciones, y consta que uno de sus primeros comandantes declaró: “No olviden que los fascistas son para Italia lo que la Legión Americana es para Estados Unidos”. Sus actividades antiobreras constituyen uno de los capítulos más violentos de la historia estadounidense, según Seldes. “En 1934”, nos recuerda, se hicieron planes para dar un golpe de Estado en Estados Unidos, cuando “destacados miembros de la Legión conspiraron con corredores de Wall Street y otros grandes hombres de negocios para trastornar el gobierno de Estados Unidos e instaurar un régimen fascista.”
Múltiples modos de gobierno
El paradigma de los múltiples modos de gobierno nos permite poner entre paréntesis la imagen que un Estado proyecta de sí mismo -su estética del poder- para poder analizar cómo se gobierna realmente a las distintas poblaciones. Esto tiende a variar según la época, el lugar y el estrato socioeconómico. Emmett Till, por poner un solo ejemplo, podría haber vivido en un Estado que se declarara a sí mismo una democracia liberal, pero su brutal paliza y asesinato, así como la posterior absolución de sus asesinos en un tribunal, demuestran cómo eran gobernados en realidad él y otras personas pobres y racializadas: mediante la violencia fascista de los matones parapoliciales, abiertamente consentida por el Estado. Es importante señalar que, a menudo, en un mismo espacio-tiempo operan múltiples modos de gobierno que, en ocasiones, se dirigen contra las mismas poblaciones. La farsa liberal de justicia durante el juicio por asesinato de Till pretendía, obviamente, convencer al menos a algunas personas de que su principal modo de gobierno era el del Estado de derecho.
Lo que demuestra un análisis materialista es que liberalismo y fascismo, contrariamente a lo que sostiene la ideología dominante, no son opuestos. Son socios en el crimen capitalista. En aras de la argumentación, conviene aclarar que no estoy distinguiendo aquí entre fascismo y autoritarismo, aunque esta distinción pueda resultar útil en ocasiones (como en el perspicaz análisis de Andre Gunder Frank sobre las dictaduras militares latinoamericanas). Mientras que el fascismo suele entenderse como un movimiento que moviliza a sectores de la sociedad civil a través de campañas de propaganda, apoyo financiero y el empoderamiento del Estado, el autoritarismo suele definirse como un movimiento que se basa principalmente en la policía y el ejército para controlar a la población. Sin embargo, se trata de categorías algo porosas, ya que los matones del fascismo a veces son simplemente empleados fuera de servicio del aparato represivo del Estado, y el autoritarismo a menudo ha sustituido a los matones y los ha integrado en el Estado. Además, en los casos de Italia y Alemania, es discutible que el fascismo evolucionara realmente hacia una forma de autoritarismo. Durante su ascenso al poder dentro de las democracias burguesas, los fascistas en ambos casos llevaron a cabo enormes campañas de propaganda para movilizar a la sociedad civil y trabajar a través del sistema electoral, pero una vez en el poder, destruyeron a los elementos más plebeyos de sus bandas fascistas e integraron lo que quedaba de ellas en el aparato estatal.
Históricamente, el liberalismo y el fascismo, en este sentido amplio, han funcionado como dos modos de gobierno capitalista que operan conjuntamente, siguiendo la lógica de la táctica de interrogatorio policial conocida como policía bueno/policía malo. El liberalismo, como policía bueno, promete libertad, el imperio de la ley y la protección de un Estado benefactor a cambio de la aceptación de las relaciones socioeconómicas capitalistas y la pseudodemocracia. Suele servir y atraer a miembros de las clases media y media-alta, así como a quienes aspiran a formar parte de ellas. El policía malo del fascismo ha demostrado ser especialmente útil para gobernar a las poblaciones pobres, racializadas y descontentas, así como para intervenir en diversas partes del mundo para imponer por la fuerza las relaciones sociales capitalistas. Si la gente no se deja engañar por las falsas promesas del policía bueno, o no está motivada por otras razones para mostrarse aquiescente, entonces el socio criminal de los liberales está a su disposición para obligarles a cumplir. Aquellos de cualquier clase que se levantan para oponerse al capitalismo deben estar preparados para que los liberales y su supuesto régimen de derechos se hagan a un lado, dejando que su secuaz más despiadado tome el asunto en sus manos mientras ellos miran hacia otro lado, y recordando a cualquier espectador las importantes diferencias entre el menor de dos males.
La apresurada identificación del fascismo con el gobierno, y la oposición complementaria entre gobiernos fascistas y liberales, enmascara estas múltiples formas de gobierno, del mismo modo que la definición de un Estado-nación como “democrático” independientemente de su política exterior o de sus guerras de clases internas nos ciega ante sus variadas formas de control de la población. Además, impone el velo liberal de la ignorancia, que sostiene que el fascismo sólo es un fenómeno importante si se apodera completamente del gobierno. El subtexto, por supuesto, es que está absolutamente bien si continúa, como lo hace en EEUU, como una forma de gestión de la población para los grupos oprimidos y explotados a través de campos de concentración y redadas del ICE, asesinatos perpetrados por policías y matones, asaltos brutales a los defensores del agua, intervenciones militares en el extranjero y otras actividades similares. Mientras se mantenga un mínimo de decoro liberal incluso para un pequeño sector de la población, podemos estar seguros de que lo que tenemos que hacer ante todo es luchar para proteger el sistema de gobierno liberal del llamado fascismo.
Esto no significa negar en absoluto que a menudo existe, para ciertos sectores de la población, una profunda diferencia que llega a cambiar su mundo entre un gobierno autoproclamado fascista y modos fascistas de gobierno bajo una cobertura liberal. Cuando los partidos fascistas alcanzan el poder del Estado y ya no se ven frenados por su commedia dell’arte con los liberales, pueden desencadenar, y de hecho han desencadenado, formas brutales de represión sobre sectores de la población generalmente protegidos, al tiempo que incrementan su ataque contra los que no lo están y lanzan bárbaras guerras coloniales. Además, lidiar con la casuística y las contradicciones discursivas del policía bueno suele ser mucho mejor que enfrentarse a la mano dura del policía malo a la hora de construir el poder a través de partidos y organizaciones políticas. Sin embargo, nada de esto debe hacernos olvidar que los modos de gobierno fascistas son una parte muy real y presente del llamado orden mundial liberal, que deben ser identificados como tales para poder ser impugnados directamente.
La tolerancia liberal y la vigilancia del capital
Si los liberales son tolerantes con el fascismo y defienden los derechos de los fascistas, no es porque sean seres moralmente superiores. Es porque -lo sepan o no- su sistema de gobierno pro-capitalista requiere tener perros guardianes para el trabajo sucio. Si bien es cierto que a veces prefieren que la población en general sea obediente y acate las elecciones amañadas de la democracia de a dólar el minuto, necesitan mantener la capacidad de aplastar el anticapitalismo si alguna vez existe una amenaza real para el sistema que los sustenta.
La rutina del policía bueno y el policía malo sólo tiene éxito si es capaz de abrir una brecha entre ambos y crear la ilusión de que existe una diferencia fundamental entre el amable agente de policía que comprende nuestra difícil situación y el brutal compinche que hace oídos sordos a nuestras súplicas. Sin embargo, si la violencia del policía malo es moralmente reprobable para el policía bueno, es porque sirve como el hombre del saco de este último, es decir, el mayor de dos males que el policía bueno utiliza para someter a las poblaciones a su única forma de mal (el cumplimiento de las relaciones sociales capitalistas). Es imperativo, pues, reconocer que el policía bueno y el policía malo quieren, en última instancia, lo mismo: sujetos que, por las buenas o por las malas, acepten la violencia omnipresente, la destrucción ecológica y la profunda desigualdad inherentes al capitalismo. Utilizando tácticas diferentes, cuyo propósito es ocultar su estrategia común, ambos vigilan el sistema capitalista. Como ha señalado repetidamente la tradición radical estadounidense, en un lenguaje que seguramente sonará bárbaro a los refinados oídos liberales: un cerdo es siempre sólo un cerdo.
Lejos de ser excepcional o intermitente, el fascismo es parte integrante de los sistemas de gobierno en los que vivimos, o al menos en los que vive la mayoría de la gente. No es una tragedia que podría llegar a suceder en el futuro (aunque, por supuesto, puede que haya momentos de intensificación o de toma completa del poder del Estado). Es un modo de gobierno que ya está operativo aquí y ahora dentro del sistema de la democracia burguesa. En lugar de esperar las señales de que realmente estamos dentro del fascismo, tenemos que aprender a ver a través de las formas de gestión de la percepción que crean un falso antagonismo y por lo tanto nos engañan para que aceptemos el status quo. Como la historia ha demostrado una y otra vez, la verdadera lucha contra el fascismo nunca puede emprenderse alineándose con el policía bueno.
Traducción: Bolchebeat