Publicado en The Philosophical Salon.
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El recuperador radical
Ptolomeo construyó un modelo extraordinariamente complejo del universo con el que intentaba hacer encajar todos los datos empíricos en una suposición central y organizativa que era falsa; a saber, que la Tierra estaba en el centro de todo. Michel Foucault, como veremos, hizo una contribución similar a las ciencias sociales contemporáneas.
Después de décadas de trabajar dentro y fuera de la herencia foucaultiana, que originalmente me atrajo -como a tantos otros- debido a su aparente rigor materialista, su ostensible historicismo radical y su supuesta mordacidad política, a lo largo de los años se ha vuelto cada vez más claro para mí que el conjunto del marco organizativo de sus historias es defectuoso en un sentido fundamental.1 Al igual que Ptolomeo, Foucault construyó un modelo planetario complejo, dotado de numerosas partes intrincadas y bellamente detalladas que funcionan con una impresionante lógica interna, pero cuyo propósito es crear un modelo del mundo que excluye de antemano, o que resta importancia significativamente a su rasgo más fundamental: el capitalismo global, con todos sus componentes, incluidos el imperialismo, el colonialismo, la lucha de clases, la destrucción ecológica, la división sexual del trabajo y la esclavitud doméstica, la explotación y la opresión racializadas, etc.
Al rechazar la revolución copernicana emprendida por el marxismo, la cual había demostrado mediante el análisis materialista que el capitalismo es un sistema totalizador y una fuerza impulsora central en la organización del mundo moderno, Foucault se condenó a no poder explicar de forma adecuada, en términos materialistas, por qué exactamente habían surgido los sistemas que intentaba describir, cuál era su función precisa dentro de la totalidad social o cómo podían transformarse. Apegado como estaba a una visión del mundo hostil al poder explicativo y transformador del materialismo histórico, sólo podía, en el mejor de los casos, añadir órbitas u objetos adicionales a su planetario, con la esperanza de que el culto a la complejización atrajera y confundiera a los intelectuales, distrayéndolos de la profunda falta de lo que Michael Parenti llama un análisis radical.
Una de las razones de esto es que, como muchos de sus colegas teóricos franceses, Foucault estaba animado por una fuerte propensión a diferenciar su trabajo del de otras formas de conocimiento anteriores, así como de las investigaciones de sus competidores en el llamado mercado de las ideas. Por tanto, sus escritos académicos otorgan una prioridad muy alta a las explicaciones idiosincrásicas, las novedades conceptuales y los neologismos. En lugar de aprovechar y contribuir a un mayor desarrollo de las tradiciones colectivas de producción de conocimiento, la marca Foucault ofrece historias novedosas que son exclusivas de su visión individual del pasado, y comercializables como tales.
Aunque sus relatos incluyen varios elementos de la historia material, y que muchos de sus conocimientos más profundos los tomó prestados y adaptó de la tradición marxista, éstos siempre se combinan en configuraciones conceptuales únicas que llevan su imprimátur singular. Una episteme, por ejemplo, se presenta como una forma mucho más refinada, es decir, idealista, de discutir la ideología. El poder se presenta como una forma más urbana (porque es nebulosa y no está ligada a la lucha de clases) de describir lo que Louis Althusser llamó la concepción materialista de la ideología. Con la arqueología y la genealogía se busca cuestionar el territorio ocupado por el materialismo histórico, en parte reduciendo las complejas historias del marxismo a una burda caricatura.2 La práctica discursiva de la crítica se presenta como una autoridad moral pequeñoburguesa excepcionalmente capaz de salvarnos de la irreflexiva inmersión en la teoría y la práctica revolucionarias.
Si se reconociera ampliamente que Foucault fue un intelectual instrumentalizado cuya práctica teórica capitalista se fusionaba perfectamente con las necesidades de la industria teórica global, en un momento en que se daba prioridad a la promoción de los teóricos franceses que le dieran la espalda a la Amenaza Roja, entonces gran parte de este artículo estaría de sobra. Sin embargo, a menudo se asume que Foucault es un radical por haber supuestamente cuestionado los fundamentos mismos de la civilización occidental y desafiado sus mitos históricos dominantes con respecto al desarrollo de la razón, la verdad, la ciencia, la medicina, el castigo, la sexualidad, etc. Es más, aquellos que se presentan como foucaultianos, al menos dentro del entorno académico, a veces son percibidos no sólo como radicales sino mucho más radicales que la mayoría de, si no todos, sus predecesores (lo cual se debe, en gran parte, a sus críticas a un hombre de paja al que llaman “Marx”).
Esta es, entonces, la contradicción que me gustaría dilucidar, que de ninguna manera es exclusiva de Foucault. Es la contradicción del recuperador radical, es decir, el intelectual que parece radical en ciertos círculos pero cuya principal función social es recuperar la crítica verdaderamente radical dentro del sistema existente, ejerciendo el patrullaje policial de la frontera izquierda de la crítica. Lo que me interesa ante todo, entonces, es cómo el trabajo de Foucault -como el de otros teóricos franceses, pero a menudo con más garbo político y con más talento histórico que Derrida, Deleuze, Lacan y compañía3– ha tenido un papel importante en una reconfiguración histórica mucho más amplia: el gran realineamiento ideológico de la intelectualidad occidental, que dio un paso gradual pero decisivo hacia la derecha al distanciarse de la política revolucionaria anticapitalista. Para ver cómo se desarrolló este proceso en el caso de Foucault, proceso que desde luego implicó innumerables fuerzas y que en modo alguno se debió a él solo, será útil exponer y contextualizar la evolución de su política voluble. Esto nos permitirá resaltar un patrón claro e identificar al hombre detrás de las muchas máscaras.
Radicalismo aristocrático
En sus primeros años, cuando la mayor parte de la intelectualidad francesa era marxista, Foucault se ganó la reputación de ser un “anticomunista violento”, según su biógrafo Didier Eribon.4 Esto ocurrió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Unión Soviética derrotó al nazismo y el comunismo gozaba de un apoyo extremadamente amplio en Francia. Su contexto histórico inmediato era, por tanto, uno en el que la derecha había sido abrumadoramente desacreditada debido a su colaboración nazi, y la izquierda anticapitalista estaba en un punto culminante debido al éxito de su batalla histórica mundial contra el fascismo. Es cierto que en sus años de estudiante Foucault, que había crecido en una familia algo conservadora de clase media alta, se vio brevemente arrastrado por esta ola izquierdista de posguerra. Incluso adhirió durante algunos meses, bajo la influencia de Althusser, al Partido Comunista Francés. Sin embargo, su participación, según otro de sus biógrafos, David Macey, fue ampliamente reconocida como evasiva y destacada por su falta de seriedad. El propio Foucault describió más tarde su posición política en ese momento con la contradictoria expresión “marxismo nietzscheano”. Nietzsche era ferozmente antimarxista, por supuesto, y defendió repetidamente la superioridad natural de la raza dominante, mientras difamaba a quienes buscaban superar las relaciones sociales y las desigualdades económicas.
Aunque algunos de los primeros trabajos de Foucault llevan la huella de su compromiso vacilante y circunspecto con el marxismo, y en particular la influencia de Althusser, a lo largo de la década de 1960 se manifestó muy fuertemente contra la tradición marxista. Antes de 1968, según Bernard Gendron, “tenía reputación de ser condescendientemente apolítico, un crítico feroz del Partido Comunista Francés […], un tecnócrata gaullista y un negador del poder de la acción humana”.5 En Las palabras y las cosas (1966), que lo catapultó al centro de atención, proclamó que el marxismo, lejos de introducir una ruptura real en la historia o proponer una inversión radical, había surgido sin fisuras dentro de (y fue el resultado de) la misma configuración epistemológica que las ciencias económicas burguesas. Según Foucault, desde un punto de vista materialista el aparente antagonismo del marxismo sólo fue una ilusión superficial. En una inversión idealista clásica, el materialismo histórico quedaba así integrado dentro de un sistema de ideas al que se le daba el estatus de motor primario. Por otra parte, Foucault añadió, en un pronunciamiento ex cátedra desprovisto de cualquier evidencia material, que el marxismo era como un pez en el agua en el siglo XIX, pero que en cualquier otro lugar “deja de respirar”.6 En resumen, el marxismo había sido una teoría viva que murió en cuanto logró cambiar materialmente el mundo a través de las revoluciones anticapitalistas del siglo XX. Al parecer, la cuestión era interpretar el mundo, no cambiarlo, y el vuelo hacia la praxis requería un retorno al orden intelectual.
No sorprende que la posición reaccionaria e idealista de Foucault provocara un importante debate público con dos de los intelectuales marxistas más visibles en Francia en ese momento: Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. El autor de Las palabras y las cosas declaró rotundamente que Sartre, como marxista, era un hombre del siglo XIX cuyo intento -como pez fuera del agua- de pensar el siglo XX era “magnífico y patético”.7 En uno de sus pronunciamientos oraculares característicos, llegó incluso a etiquetarlo como “el último marxista”.8 Sartre y Beauvoir respondieron al ataque, explicando que Foucault era la última barrera que la burguesía podía erigir contra el marxismo: incapaz de refutar el materialismo histórico a pesar de numerosos intentos, recurría ahora -a través de la figura de Foucault- a simplemente eliminarlo, enviándolo perentoriamente al basurero de la historia.
Mientras que los intelectuales marxistas como Sartre y Beauvoir eran internacionalistas y estaban comprometidos con las luchas anticoloniales, Foucault ignoró alegremente los movimientos revolucionarios de independencia que hacían estragos frente a su puerta, y mostró poco o ningún interés en la historia global del imperialismo (aunque apoyó inquebrantablemente a Israel).9 En cambio, mantuvo, casi sin excepción, un marco de análisis eurocéntrico. “Ignorando el contexto imperial de sus propias teorías”, señaló apropiadamente Edward Said, “Foucault parece en realidad representar a un imparable movimiento colonizador que, paradójicamente, fortalece el prestigio tanto del erudito individual solitario como del sistema que lo contiene”.10
Para tomar el que tal vez sea el ejemplo más flagrante, Foucault “se perdió” uno de los acontecimientos más importantes de su generación porque no apoyó la lucha por la independencia de Argelia.11 Aunque afirmó en al menos una entrevista que esto se debía a que se encontraba en el extranjero en ese momento (como si esto impidiera que alguien apoyara un movimiento), lo cierto es que regresó a Francia en 1960, mientras que la guerra no terminó hasta 1962. Esta tendencia a describir de manera retroactiva y oportunista sus simpatías políticas como si estuvieran alineadas con luchas que no apoyaba abiertamente en ese momento aparece más de una vez en sus biografías, y fue característica de su reposicionamiento posterior a 1968, como veremos. Durante la represión terrorista ejercida por el Estado francés contra el movimiento de liberación argelino, Foucault había adoptado, en palabras de Macey, “una visión ampliamente positiva del manejo por parte del general [de Gaulle] de la situación argelina y del posterior proceso de descolonización”.12
Dado el rechazo general de Foucault a las luchas anticapitalistas y anticoloniales, así como su reputación, según Eribon y otros, de apoyar a De Gaulle y ser un operador de élite dentro de las redes de poder de las instituciones más prestigiosas de Francia, podría parecer algo sorprendente que más tarde llegara a ser identificado como un militante de izquierda. De hecho, Francine Pariente, asistente de Foucault entre 1962 y 1966, afirma que nunca logró creer en su repentino giro hacia la izquierda.13 Históricamente hablando, mucho de esto tuvo que ver con 1968 y la falsa analogía establecida a su paso entre los pensadores más destacados de la década de 1960 y los acontecimientos que sacudieron a su generación. Si bien es cierto que el trabajo de Foucault fue muy visible en los años previos a 1968, no hay, por supuesto, evidencia de que haya contribuido positivamente al levantamiento de manera significativa. Cornelius Castoriadis proclamó rotundamente que “Foucault no ocultó sus posiciones reaccionarias hasta 1968”.14 De hecho, Foucault había formado parte de la comisión gubernamental que redactó las reformas universitarias gaullistas, las que serían ampliamente reconocidas como una de las principales chispas detonantes de la revuelta estudiantil. Escribió varios de los informes preparatorios para la comisión y no mostró ningún signo claro de oposición a las reformas que ayudó a formular.15 El hecho de que no se involucrara en el movimiento ni en los actos de solidaridad (ya que se encontraba principalmente en el extranjero), y que ni siquiera expresara su apoyo público en ese momento, no debería sorprender: si Foucault estuvo en algún lado de las barricadas de 1968, fue en el lado fortificado por el Estado gaullista al que sirvió diligentemente.
Es cierto, sin embargo, que el final de los años sesenta tuvo un efecto radicalizador en el autor de Las palabras y las cosas, empezando con el movimiento estudiantil tunecino de 1967, y que esto explica en parte su imagen pública de izquierdista. Como él mismo afirmaría más tarde en numerosas ocasiones, este momento fue su llamada de atención política, y quedó impresionado por el vibrante marxismo de los estudiantes tunecinos, a quienes apoyó discretamente.16 Cuando volvió a Francia tras la revuelta de 1968, mostró signos de simpatizar en general con los maoístas, “sin compartir su creencia en la revolución cultural”.17 En ese clima, llegó a participar en ocupaciones universitarias y movilizaciones públicas, en parte para asegurarse rápidamente las credenciales callejeras necesarias, según sus biógrafos.
A principios de la década de 1970, Foucault cofundó y encabezó el Groupe d’Information sur les Prisons (GIP), cuyo objetivo era exponer las condiciones de las cárceles recopilando y difundiendo información de quienes estaban directamente involucrados con ellas (en vez de hablar en nombre suyo). Esta iniciativa funcionó, en palabras de su miembro Gilles Deleuze, “como un grupo que intentaba combatir el resurgimiento del marxismo”, pero que no ostentaba una ideología o línea política específica (entre sus miembros había cristianos, maoístas e individuos “no alineados”).18 Aunque el GIP expresó su apoyo a George Jackson, mariscal de campo del Partido Panteras Negras, al publicar en 1971 un importante folleto sobre su asesinato en prisión, Foucault curiosamente había elogiado al BPP en su correspondencia privada por haber desarrollado “un análisis estratégico libre de la teoría marxista de la sociedad” (el BPP era, sin embargo, marxista).19 Joy James y Angela Davis criticaron deliberadamente a Foucault por su falta de comprensión del sistema penitenciario estadounidense, así como por su eurocentrismo y por eliminar la violencia racial y de género, la tortura y el terror en las prisiones modernas.20
En ese momento Foucault conceptualizaría su obra como la de un intelectual específico que movilizó su competencia particular en favor de las luchas de poder locales en el campo del conocimiento y el discurso, en vez de la de un intelectual universal (como Sartre y otros marxistas) que pretendiera tener acceso a la verdad y a una explicación sistémica de la realidad. A menudo sugería, ateniéndose a una de las analogías idealistas más difundidas y no probadas de la época, que dicha orientación era un proyecto intelectual totalizador que de alguna manera se asemejaba a la práctica del “totalitarismo”. Para los idealistas, el acto de pensar la totalidad social es en sí mismo una práctica de totalización y, por tanto, “totalitario”, porque las ideas son los motores principales de la historia (y puedes usarlas para asociar libremente palabras que suenan similares).
Para evitar esta supuesta mala forma de pensar, Foucault abrazó abiertamente la especialización académica, el taylorismo intelectual que es parte integral de la producción institucionalizada de conocimiento bajo el capital. También alentó a los intelectuales a centrarse en la “microfísica del poder” anónima y descentralizada en sus contextos locales y, por lo tanto, a abandonar el proyecto de dilucidar y luchar contra la macrofísica del poder operativa en la lucha de clases global. De esta manera, y con muy pocas excepciones, dio carte blanche a los principales proyectos imperiales que le tocó presenciar en vida. Basta comparar su llamada “historia del presente” con las historias escritas por intelectuales antiimperialistas como William Blum, Michael Parenti o Walter Rodney para ver esto claramente.
No obstante, el período de finales de los años sesenta y principios de los setenta constituyó el punto culminante del compromiso de Foucault. Estuvo involucrado en numerosas acciones públicas, firmó peticiones, apoyó pública o privadamente luchas específicas, etc. Aunque “nunca se convirtió en miembro de ninguna organización política establecida” y no adoptó una posición política clara y consistente en términos de las ideologías dominantes de la izquierda, su política inconexa tendió a gravitar hacia los círculos intelectuales maoístas, en los que también había elementos anarquistas, liberales y libertarios.21 Sin embargo, no se convirtió en marxista y la mayoría de sus preocupaciones (muy parecidas a las de los liberales) giraban en torno a cuestiones sociales específicas, casos individuales y lo moralmente “intolerable”, más que a una crítica sistémica incrustada en un marco internacionalista y orientada a la transformación social colectiva.
Foucault en general ignoró los movimientos ecológicos y feministas, que crecieron rápidamente a raíz de 1968, al igual que ignoró el movimiento de liberación gay. Si bien simpatizaba con este último y lo apoyaba de diversas maneras, mantuvo una actitud suspicaz frente al joven movimiento militante Front Homosexual d’Action Révolutionnaire (FHAR), que apuntaba a subvertir el Estado burgués y heteropatriarcal. Foucault temía que el activismo del FHAR pudiera conducir a nuevas formas de ghettización, y expresó su apoyo a la vieja organización “homófila” Arcadie, aceptando una invitación para hablar en su congreso de 1979. Según uno de los miembros destacados del FHAR, Guy Hocquenghem, Arcadie era un establecimiento bastante burgués que funcionaba como un club exclusivo para miembros y daba mucha importancia a mantener una discreción respetable. Macey interpreta la decisión de Foucault de hablar en su congreso como una postura deliberada a favor de su enfoque más conservador y contra la militancia del FHAR.
A lo largo de los años setenta y principios de los ochenta, la voluble orientación política de Foucault se alejó cada vez más de lo que había sido un centro de gravedad vagamente izquierdista. Su evolución no fue diferente, en muchos aspectos, a la de André Glucksmann, quien fue uno de sus colaboradores políticos más cercanos y habituales durante este período. Después de operar en redes académicas conservadoras de élite, y luego verse brevemente involucrados en o cerca de los círculos intelectuales maoístas de finales de los años 1960, ambos llegaron a abrazar la crítica “antitotalitaria” que se oponía al comunismo y se comprometieron en el apoyo pro-occidental de la “Política disidente” en el Este. Glucksmann y otros nouveaux philosophes se basaron en gran medida en la obra de Foucault y la ensalzaron como un marco de análisis antimarxista. A cambio, Foucault los elogió ruidosamente y escribió en particular un panegírico al discurso anticomunista de Glucksmann, Les Maîtres penseurs, en el que expresaba su apoyo a la idea de que Hitler y Stalin habían introducido conjuntamente una nueva forma de holocausto (omitiendo discretamente el hecho de que el Ejército Rojo propinase una derrota histórica mundial a la maquinaria de guerra nazi).22
El virulento anticomunismo de Glucksmann, al igual que el de Foucault, se fusionó con un incipiente populismo plebeyo y una metafísica de los marginados. La lucha de clases internacional desapareció de la consciencia y fue reemplazada por una batalla abstracta entre las fuerzas supuestamente totalitarias del mal y la prístina excelencia moral de lo que ambos llamaban “la plebe”. Esta última, admitió abiertamente Foucault, no correspondía a ninguna “realidad sociológica”, sino más bien un je ne sais quoi -que también se encuentra dentro de la burguesía- que escapa a las relaciones de poder.23
No debería sorprender que la Agencia Central de Inteligencia (CIA) identificara a los nouveaux philosophes, así como a Foucault, como activos importantes.24 Por un lado, contribuyeron de forma decisiva a la demolición del marxismo en Francia y emprendieron una extensa guerra de propaganda contra el socialismo realmente existente. En particular, contribuyeron agresivamente a los espectáculos mediáticos organizados en torno a los llamados disidentes políticos del Este, que eran celebrados y promovidos por el aparato de seguridad nacional de los Estados Unidos.25 Por otro lado, dirigieron casi todas sus energías críticas contra los supuestos males del Este y prestaron escasa atención (cuando no buscaron abiertamente justificarlas como “intervenciones humanitarias”) a las actividades de la principal potencia imperial de la posguerra, Estados Unidos, cuando ésta intentaba derrocar a más de 50 gobiernos extranjeros. Ambas orientaciones estaban, por supuesto, perfectamente en línea con la guerra mundial de la CIA contra el comunismo, guerra que directamente provocó la muerte de al menos 6 millones de personas en 3.000 operaciones importantes y 10.000 operaciones menores entre 1947 y 1987 (ninguna de las cuales, que yo sepa, fueron siquiera mencionados por el teórico más conocido de las relaciones de poder).26
A finales de la década de 1970, el voluble Foucault se había manifestado como un acérrimo opositor a todas las formas de socialismo realmente existente. En una reveladora entrevista en 1977, proporcionó una larga lista de países socialistas que, en su opinión, no ofrecían ningún atisbo de esperanza ni señal de una orientación útil, entre ellos la URSS, Cuba, China y Vietnam. Esto lo llevó a la grandiosa y categórica conclusión de que “la importante tradición del socialismo debe ser fundamentalmente cuestionada, pues todo lo que esta tradición socialista ha producido en la historia debe ser condenado”.27 No deberíamos pasar por alto la ironía de esta pontificación sobre la historia global: un intelectual autoproclamado específico, que declaró que los académicos sólo deberían intervenir en áreas en las que tuvieran experiencia real, no tuvo ningún problema en anunciar la muerte del socialismo, aunque en ninguna de sus obras históricas o filosóficas abordó con seriedad dicha historia o en sus asentamientos geográficos relevantes. Tal vez simplemente olvidó mencionar la geografía colonial que sustenta la idea del intelectual específico: mientras que la “historia del presente” en Occidente es infinitamente intrincada y requiere de conocimientos expertos, determinados intelectuales europeos pueden hacer proclamas alocadas y categóricas sin una base de conocimiento real cuando se trata del resto del mundo.
Es particularmente revelador a este respecto que la inconexa política “radical” de Foucault encontrase un nuevo objeto de interés en otra área, fuera de Europa, sobre la cual no tenía ninguna experiencia: Irán. Para algunos, pareció unirse una vez más a la causa de la política revolucionaria cuando expresó su firme apoyo a la Revolución iraní de 1978-79. Sin embargo, la razón de su apoyo no fue que comenzara como una lucha antiimperialista contra un gobierno títere de la CIA. De hecho, ni siquiera menciona esto en sus voluminosos escritos sobre el tema. En cambio, estaba intrigado por lo que él llama una revolución que se separó de dos principios centrales de la tradición marxista (aunque no proporcionó ningún análisis materialista de las fuerzas marxistas sobre el terreno en Irán): la lucha de clases y la vanguardia revolucionaria. Inspirándose en François Furet, historiador rabiosamente antimarxista a quien elogiaba con frecuencia, y participando en una forma no tan sutil de orientalismo, Foucault afirmó que esta nación “atrasada” estaba dando origen a una política espiritualista que había sido parte del pasado de Europa, pero sin los dolores de parto de la modernización. Tras ser duramente criticado por sus puntos de vista y por su general ignorancia de la situación, Foucault discretamente dejó de publicar artículos periodísticos sobre la política contemporánea.
A finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, el relativamente breve enamoramiento de Foucault por la política de izquierda se había convertido nuevamente en un absoluto disgusto y desprecio. Ya en 1975, cuando un manifestante le preguntó si estaría dispuesto a hablar con su grupo sobre Marx, Foucault le respondió: “No me hables más de Marx. No quiero volver a oír hablar de ese caballero nunca más… Estoy completamente harto de Marx”.28 Al igual que el cada vez más reaccionario Glucksmann, llegó a estar cada vez más fascinado con el neoliberalismo, al que describió reveladoramente en sus conferencias de 1978-79 como basado en la idea claramente valiosa -en su opinión- de “una sociedad en la que hay una optimización de los sistemas de diferencia, en la que el campo queda abierto a procesos fluctuantes, en la que los individuos y las prácticas minoritarias son tolerados”.29 A diferencia de toda la investigación marxista rigurosa sobre el neoliberalismo, Foucault dirige nuestra atención principalmente a sus elementos ideológicos, que valora como una forma supuestamente diferente de pensar la política, y no a su carácter imperialista y colonial en tanto proyecto global de superexplotación y represión intensificada.
Al mismo tiempo, se distanció explícitamente de los movimientos estudiantiles y obreros, afirmando que él era un rebelde inactivo revestido de “silencio” y “abstención total”.30 Como tantos otros intelectuales de su generación seducidos por el giro ético, Foucault se alejó de las luchas políticas concretas y se acercó a una forma nebulosa de anarquismo individualista, de estilo de vida o incluso de simple libertarismo, centrado en el “cuidado de Sí”. Cuestionó la organización de los movimientos de liberación, como el feminismo y la liberación gay, que estaban subordinados a “objetivos e ideales específicos”.31 Describiendo estos movimientos como clubes privados y exclusivos, llegó a la siguiente conclusión: “La verdadera liberación consiste en conocerse a uno mismo [La véritable libération signifie se connaître soi-même], y a menudo no puede realizarse por medio de un grupo, cualquiera que sea”.32 Si la iluminación individual es la apoteosis de la liberación, estando la acción colectiva excluida, entonces el intelectual de sofá ha logrado orquestar un golpe discursivo crucial al definir su actividad pequeñoburguesa aislada como la liberación misma. Vive la contre-révolution!
Como si esto no fuera suficiente, Foucault se uniría al coro de intelectuales antimarxistas como Furet y Hannah Arendt y se entregaría al chantaje reduccionista y simplista del gulag, afirmando que cualquier intento de transformar radicalmente el sistema de relaciones socioeconómicas a través de la acción política colectiva conduciría inevitablemente a las consecuencias más horribles.33 En uno de sus ensayos más leídos de 1984, escribió:
Esta ontología histórica de nosotros mismos debe alejarse de todos los proyectos que pretenden ser globales y radicales. De hecho, sabemos por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la realidad actual ofreciendo programas globales para una sociedad otra, para otra manera de pensar, otra cultura, otra visión del mundo, en realidad sólo nos ha llevado a reproducir la tradiciones más peligrosas.34
Eludiendo la lucha por un cambio social real y material, Foucault desarrolló, en cambio, una práctica de crítica individual y discursiva inscrita en una tradición eurocéntrica que se remontaba a un defensor del despotismo ilustrado (Kant), que incluía asimismo a un enemigo aristocrático de las masas (Nietzsche) y a un nazi impenitente (Heidegger), pero que excluía a Marx. En el caso del progenitor de esta tradición, la actitud crítica de la Ilustración, tal como la entiende Foucault, equivalía a “atreverse a saber” a través de la razón y el discurso, obedeciendo siempre los dictados del orden social tal como los imponía el monarca y su ejército. Nietzsche, que sirvió en muchos sentidos como modelo de la forma de crítica preferida de Foucault, no sólo era antimarxista, además estaba en contra del socialismo, la democracia y cualquier proyecto político que buscara dar poder a las masas. Como ha explicado en detalle Domenico Losurdo, Nietzsche era un autoproclamado “aristócrata radical” cuya identificación de la razón con la dominación -muy parecida a la de Foucault- sirvió como baluarte contra la crítica racional y científica de las jerarquías de clase, raciales, de género y sexuales.35
El hombre detrás de las Muchas Máscaras
Foucault se entregó a lo largo de su carrera al juego intelectual pequeñoburgués de la autoficción, abrazando y rechazando caprichosamente diversas etiquetas y posiciones, como si fueran otras tantas máscaras que se podían usar o quitar, pero sin ningún rostro identificable detrás de ellas. Lo subjetivo, al menos en su caso, o más bien en su mente, venció a lo objetivo. Muchos de sus comentaristas han celebrado esta idea contradictoria de un sujeto sui generis, actuando como si su maestro -a diferencia de sus objetos de análisis- nunca pudiera ser precisado porque siempre estaba burlando a los intelectuales reduccionistas que pensaban que sus caprichosas tergiversaciones seguían patrones identificables que podrían ser situados históricamente.
Sin embargo, hay motivos para creer, como señalan en numerosos casos sus dos principales biógrafos, que el rostro detrás de las máscaras era el de un político pequeñoburgués oportunista y arribista. Reaccionando al auge comunista de la posguerra, se probó brevemente una máscara marxista, no sin antes dibujarle traviesamente el bigote fuera de lugar de Nietzsche. En los primeros años de la reaccionaria Quinta República, se vio arrastrado al gaullismo y se volvió abiertamente anticomunista a medida que su carrera académica florecía y colaboraba con el gobierno. Sin embargo, a raíz de las insurgencias de finales de la década de 1960, rápidamente se dio cuenta de que el escenario había sido alterado y, apropiadamente, emprendió un apresurado cambio de vestuario. A mediados de la década de 1970, cuando el anticomunismo reaccionario regresó vengativamente en la forma ostensible de los nouveaux philosophes, convertidos en una increíble sensación mediática, Foucault, el metamorfo, vio una nueva oportunidad de reinventarse a medida que su carrera despegaba en la anticomunista academia estadounidense, que como era de esperar lo puso sobre un enorme pedestal. Esto no quiere decir, por supuesto, que él no pudiese haber tenido algunas razones subjetivas propias para cambiar de opinión sobre ciertos asuntos. Sin embargo, hay un patrón claro detrás de esa supuesta liviandad. Como otros teóricos franceses, pero con su propio prestigio único, Foucault fue un recuperador radical cuya fama en la industria teórica global es proporcional a su capacidad camaleónica para parecer radical mientras recuperaba la teoría crítica dentro del campo procapitalista.
Por último, si queda alguna duda sobre la función social de la obra de Foucault dentro de su coyuntura histórica, sólo hay que mirar sus consecuencias políticas materiales. Mientras que la tradición marxista ha contribuido a innumerables luchas de liberación y revoluciones, la herencia foucaultiana no ha producido ni una sola. Sin embargo, ha generado una poderosa industria artesanal de académicos anticomunistas decididos a conservar el intríngulis del planetario de su maestro mientras cultivan una imagen de radicalidad para liquidar, de una vez por todas, la teoría y la práctica revolucionarias.
Notas
1 En otro lugar he demostrado en detalle algunos de los problemas fundamentales de la obra de Foucault, particularmente en sus historias supuestamente materialistas, y he hecho más o menos lo mismo con otros escritos de la tradición foucaultiana, como los de Jacques Rancière. Respecto a Foucault, ver por ejemplo Gabriel Rockhill, “Foucault, Genealogy, Counter-History,” Theory & Event 23:1 (January 2020): 85-119; Gabriel Rockhill, “Comment penser le temps présent? De l’ontologie de l’actualité à l’ontologie sans l’être,” Rue Descartes 75 (2012/3): 114-126; Gabriel Rockhill, Interventions in Contemporary Thought: History, Politics, Aesthetics (Edinburgh: Edinburgh University Press, 2017); Gabriel Rockhill, Logique de l’histoire: Pour une analytique des pratiques philosophiques (Paris: Éditions Hermann, 2010). Respecto a mis críticas de Rancière, ver Interventions in Contemporary Thought and Radical History & the Politics of Art (New York: Columbia University Press, 2014). Para críticas recientes a Judith Butler, cuyo trabajo y posición política surgen de la herencia foucaultiana (así como derridiana-levinasiana), ver Jared Ijams, “Judith Butler’s Impotent Politics of Nonviolence,” Cosmonaut (May 26, 2020), y Ben Norton, “Postmodern Philosopher Judith Butler Repeatedly Donated to ‘Top Cop’ Kamela Harris” (December 18, 2019).
2 Nicos Poulantzas ha proporcionado uno de los mejores relatos críticos de las caricaturas reduccionistas de la tradición marxista que hace Foucault en Estado, poder y socialismo (Siglo XXI, 1979).
3 Dada la aparente dedicación de Foucault a la historia materialista y al activismo político, particularmente en comparación con otros teóricos franceses, es discutible que sea más peligroso porque es, en muchos sentidos, el más radical de los recuperadores.
4 Didier Eribon, Michel Foucault (Anagrama, 1992). Todas las traducciones, a menos que se indique lo contrario, son mías.
5 Bernard Gendron, “Foucault’s 1968,” en The Long 1968: Revisions and New Perspectives, eds. Daniel J. Sherman, Ruud van Dijk, Jasmine Alinder, A. Aneesh (Bloomington: Indiana University Press, 2013), 23.
6 Michel Foucault, Las palabras y las cosas. (Siglo XXI, 1998).
7 Michel Foucault, Dits et écrits I: 1954-1969 (Paris: Éditions Gallimard, 1994), 542.
8 Ibid. 542.
9 Según David Macey, los “sentimientos proisraelíes de Foucault eran tan inquebrantables como su aversión por el PCF”. (David Macey, The Lives of Michel Foucault: A Biography. London: Verso, 2019, 40).
10 Edward Said, Culturae imperialismo (Penguin Random House, 2018).
11 Ver Michel Foucault, Dits et écrits IV: 1980-1988 (Paris: Éditions Gallimard, 1994), 58-59.
12 Macey, The Lives of Michel Foucault, 84.
13 Ver Eribon, Michel Foucault, 132.
14 Cornelius Castoriadis, El ascenso de la insignificancia (Cátedra, 1998).
15 Además de su biografía de Foucault, ver la entrevista a Didier Eribon en el programa de televisión “Apostrophes”.
16 Ver, por ejemplo, Foucault, Dits et écrits IV, 78-81.
17 Macey, The Lives of Michel Foucault, 263.
18 Richard Wolin, The Wind from the East: French Intellectuals, the Cultural Revolution, and the Legacy of the 1960s (Princeton: Princeton University Press, 2010), 289.
19 Michel Foucault, Dits et écrits I: 1954-1975 (Paris: Éditions Gallimard, 2001), 44. Dado que esta afirmación es de octubre de 1968, es posible que Foucault haya estado expuesto a algunos de los primeros trabajos del BPP que eran menos explícitamente marxistas. Sin embargo, cuando visitó Ática en 1972, a raíz de la rebelión carcelaria y la posterior represión violenta, reprendió extrañamente a los comunistas por estar tan endeudados con la ideología burguesa de la criminalidad que se negaban a organizar a los encarcelados a menos que fueran “presos políticos”. (“Michel Foucault on Attica: An Interview,” Telos 19 (1974): 154-161). Jackson, cuyo asesinato fue visto como una chispa para la revuelta de Ática, era un comunista que había estado haciendo exactamente lo contrario de lo que afirmaba Foucault. Desafortunadamente, este tipo de tergiversaciones son bastante frecuentes en la obra de Foucault. He documentado cuidadosamente sus atroces interpretaciones erróneas de Descartes, Kant y Nietzsche en las obras citadas en la nota 1. Brady Thomas Heiner ha proporcionado un análisis de la relación de Foucault con el BPP que, aunque desconoce o minimiza la profunda brecha entre el intelectual francés y el marxista- Revolucionarios leninistas, proporciona información útil: “Foucault and the Black Panthers,” City 11:3 (December 2007): 313-356.
20 Ver Joy James, ed., The Angela Y. Davis Reader (Malden, MA: Blackwell Publishing Ltd, 1998) y Joy James, Resisting State Violence: Radicalism, Gender and Race in U.S. Culture (Minneapolis: Minnesota University Press, 1996).
21 Macey, The Lives of Michel Foucault, 217.
22 Sobre la relación de Foucault con los nouveaux philosophes, véase Michael Scott Christofferson, French Intellectuals Against the Left: The Antitotalitarian Moment of the 1970s (Nueva York: Berghahn Books, 2004); Peter Dews, “Los ‘nuevos filósofos’ y el fin del izquierdismo”, en Radical Philosophy Reader, eds. Roy Edgley y Richard Osborne (Londres: Verso Books, 1985), 361-384; Peter Dews, “The Nouvelle Philosophie and Foucault”, Economy and Society 8:2 (mayo de 1979): 127-171.
23 Foucault, Dits et écrits IV, 421.
24 See Gabriel Rockhill, “The CIA Reads French Theory: On the Intellectual Labor of Dismantling the Cultural Left,” Los Angeles Review of Books (February 28, 2017).
25 Aleksandr Solzhenitsyn, cuya crítica derechista a la URSS sirvió de patrón oro para Glucksmann y Foucault, fue bien recibido en Occidente por Hienrich Böll y las redes de la CIA con las que estuvo involucrado en Alemania. (ver Hans-Rüdiger Minow’s 2006 documentary for ARTE, Quand la CIA infiltrait la culture).
26 Estas cifras fueron calculadas por la Asociación para la Disensión Responsable, un grupo compuesto por 14 ex oficiales de la CIA. John Stockwell, uno de sus miembros fundadores, analiza sus hallazgos aquí. Ver también su libro The Praetorian Guard: The U.S. Role in the New World Order (Boston: South End Press, 1991).
27 Foucault, Dits et écrits III, 398 (el subrayado es mío).
28 Macey, The Lives of Michel Foucault, 348-9.
29 Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica. Curso del Collège de France (1978-1979). (Ediciones Akal, 2009). El mejor libro sobre la relación de Foucault con el neoliberalismo es Daniel Zamora y Michael C. Behrent, eds., Foucault and Neoliberalism (Cambridge: Polity Press, 2016). Ver también Daniel Zamora, “How Michel Foucault Got Neoliberalism So Wrong,” Jacobin (September 6, 2019).
30 Foucault, Dits et écrits III, 670.
31 Ibid. 677.
32 Ibid. 678.
33 Vale recordar que, según un informe de 2016 de la Oficina de Estadísticas de Justicia, 6,6 millones de personas se encuentran bajo supervisión penitenciaria en Estados Unidos (https://www.bjs.gov/content/pub/press/cpus16pr.pdf). Al final de las Grandes Purgas, la población total encarcelada en el gulag ascendió a 2 millones, pero más de la mitad de todos los reclusos fueron liberados cuando Stalin murió en 1953. Además, las prisiones soviéticas no eran campos de exterminio y la mayoría de los reclusos regresaban a sus campos de exterminio. sociedad, a una tasa del 20 al 40 por ciento de la población carcelaria cada año según los registros de archivo. Michael Parenti ha proporcionado uno de los relatos históricos más rigurosos del gulag, que es un antídoto bienvenido contra las insípidas tácticas de miedo comúnmente utilizadas para eludir el análisis sobrio, en Blackshirts & Reds: Rational Fascism & the Overthrow of Communism (San Francisco: City Lights Bookstore, 1997), 76-86.
34 Foucault, Dits et écrits IV, 575.
35 See Domenico Losurdo, Nietzsche, the Aristocratic Rebel, trans. Gregor Benton (Leiden: Brill, 2019).
(Traducción híbrida)