Publicado en Climate & Capitalism. Traducción castellana incluida en Como si hubiera un mañana: Ensayos para una transición ecosocialista, Ed. Sylone & VientoSur, 2020.

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No hace falta mucha imaginación para asociar el cambio climático con una revolución. Si el orden planetario sobre el que han surgido todas las sociedades se viene abajo, ¿cómo pueden éstas mantenerse estables? Desde hace bastante tiempo se han extrapolado varios escenarios, más o menos espantosos, de agitación política basados en el aumento de la temperatura. J. G. Ballard, en su novela El mundo sumergido (1962) –considerada hoy la primera gran obra profética en el género de la ficción climática– imaginó glaciares derritiéndose, la capital inglesa sumergida bajo marismas tropicales y poblaciones huyendo del insoportable calor en dirección a los últimos reductos polares. El directorio de la ONU, en aras de gestionar estos flujos migratorios, asumía que “dentro de los nuevos parámetros descritos por los Círculos Polares Ártico y Antártico, la vida continuaría como antes, con las mismas relaciones domésticas y sociales, y en general con las mismas ambiciones y satisfacciones. Pero esa suposición era obviamente una falacia” (J. G. Gallard, 1964). El mundo sumergido no se parecería en nada al que conocíamos anteriormente.

En los últimos años, la cúpula militar estadounidense ha dominado este subgénero de proyecciones climáticas. Como descubrió el Senado con la edición de la Evaluación mundial de amenazas de 2013, redactada por sus servicios de inteligencia, los eventos meteorológicos extremos ejercerán una gran presión sobre el mercado de alimentos, “inspirando disturbios, desobediencia civil y vandalismo” (Cia Handbokk, 2013). Si las fuerzas armadas actuaran como un cuerpo de bomberos y bomberas con la función de suprimir cualquier brote de rebelión, su carga de trabajo no dejaría de aumentar en un planeta en llamas. Ejerciendo su deber con consistencia y sincero interés, y en contraste absoluto con el negacionismo de la derecha americana, en julio de 2015 el Pentágono entregó al Congreso un informe detallando cómo todos los comandos de combate están estudiando e incorporando en sus planes las proyecciones sobre el cambio climático. El multiplicador de amenazas ya se hace notar socavando a los gobiernos más frágiles y volviendo a las poblaciones contra sus soberanos cuando estos no pueden satisfacer sus necesidades. Y lo peor aún está por llegar 2 /. Es más, llegará a los litorales con mayor densidad poblacional. En Out of the Mountains: The Coming Age of the Urban Guerilla de David Kilcullen, quizás el intelectual más astuto del área militar del Imperio, se predice un próximo futuro de megaciudades del Sur Global desbordadas por masas inquietas, en especial en las zonas litorales bajas. El cambio climático no solo les amenazará con un acceso reducido al agua y a la comida, también lo hará con ahogarlas en el mar, literalmente. ¿Cómo no van a tomar las armas que encuentren a mano y empezar a movilizarse? Sacando lecciones de la Segunda Intifada, las yihad en Asia Central, la Primavera Árabe y el movimiento Occupy, Kilcullen vislumbra un siglo de contrainsurgencias constantes en barrios empobrecidos que se deslizan hacia el mar (D. Kilcullen, 2013).

Hasta ahora, esta fiebre especulativa ha estado copada por los enemigos de la revolución. Las personas del otro lado, las partisanas convencidas de que si el orden actual no es derrocado el resultado será peor, apenas han aportado nada. Pero si el entorno estratégico de la contrainsurgencia está cambiando, también lo está haciendo, por definición, el de los y las revolucionarias que tienen buenas razones para analizar el porvenir. Pese a ello, el desequilibrio en el intento es obvio. Quienes juran lealtad a la tradición revolucionaria –en el imaginario colectivo la experiencia de 1917 sigue probablemente emitiendo una sombra muy larga– deberían atreverse a utilizar su imaginación al menos de modo tan productivo como un miembro de los servicios de inteligencia o un autor o autora de ficción. Propongo empezar distinguiendo cuatro configuraciones posibles de la relación entre revolución y calentamiento global.

Revolución como síntoma

¿Cómo puede traducirse el incremento de la temperatura en turbulencias sociales? En una serie de artículos que conmovieron a la comunidad investigadora, Solomon M. Hsiang y sus colaboradores y colaboradoras recopilaron aproximadamente 50 bases de datos sobre los últimos 10.000 años de la historia mundial, introdujeron todos los números en sus modelos informáticos y concluyeron que existía una vinculación directa entre las temperaturas altas y varios tipos de conflictos. En todas las escalas y culturas, un calor anómalo genera más bocinazos, más brutalidad policial, más lanzadores y lanzadoras de béisbol golpeando a las y los bateadores, más disturbios en zonas urbanas, y al final de este espectro, el derrocamiento forzado de las o los gobernantes. Por alguna razón, el calor excepcional incita un comportamiento individual más conflictivo, y su efecto es tres veces mayor para los conflictos intergrupales, el momento en que surge el fantasma de la revolución (S. M. Hsiang et. al., 2013; S. M. Hsiang y M. Burke, 2014). Hsiang et al., con unas pruebas de causalidad bastante consistentes y en base a acontecimientos pasados, concluyeron que un siglo XXI con temperaturas más altas acarreará todo tipo de enfrentamientos. Podrían haber citado el inicio de Apocalypse 91 de Public Enemy: “el futuro no nos depara mas que enfrentamientos”.

Como era de esperar, los críticos se lanzaron contra la engañosa simplicidad de esta tesis. Al dejar de lado el resto de variables, lo cual es un prerrequisito para aislar el factor climático, Hsiang y compañía inventaron un mecanismo unilineal y con una única causa: mal tiempo igual a conflicto 3 /. Esa crítica podría ser llevada un paso más allá. Si existe una conexión entre el cambio climático y los disturbios civiles necesarios para una verdadera revolución, es imposible que vaya a ser inmediata. Da igual las temperaturas que alcancemos, nadie organizará una huelga o atacará una comisaría solo porque haga calor. Se necesita una atmósfera propicia para acciones de ese tipo, algún tipo de rabia acumulada en un punto de no retorno. Si no, la agresión será aleatoria, incapaz de inspirar ninguna acción colectiva, salvo bocinazos. Deberíamos darle la vuelta a la metodología estadística de Hsiang et al., en la que todo lo que no sea clima queda relegado a la categoría de ceteris paribus [no sufre modificación alguna]. Si se pretende entender el calentamiento global como fuente de discordia, no podemos pensar que actuará independientemente del resto de factores. 4 /

Sin embargo, esta crítica también se remonta a algunos de los críticos de la tesis. Un equipo de investigadores puso todo el énfasis en las variables omitidas por Hsiang et al., argumentando que “quizás es más importante entender la naturaleza del Estado que el estado de la naturaleza” (Raleigh et al., 2014). Dado que el clima no opera de manera aislada –esta es la lógica de su razonamiento–, no debe ser tan determinante. Pero eso representa el llamado error del espejo. Que las repercusiones violentas del calentamiento global hayan tenido que estar influenciadas por dinámicas sociales preexistentes no resta poder a ese proceso. Una causa exclusiva y sin mediación no puede ser considerada una regla inviolable para que el cambio climático nos acerque a una revolución futura, ya que eso implica presuponer un planeta vacío y la ausencia de sociedades humanas sobre la tierra. Al haber sociedades –en cuya ausencia, recordemos, nunca hubiésemos utilizado la combustión de fósiles ni tenido enfrentamientos políticos en las calles– la chispa climática siempre prenderá en las relaciones humanas en su rumbo hacia la explosión. Incluso las sociedades que se desmoronan bajo cuatro grados de calentamiento se verán afectadas por problemas de desigualdad. Este estado crítico de la naturaleza está mediado, y de ninguna forma anulado, por la naturaleza del Estado. O dicho de otra manera, es una cuestión de articulación. Esto es lo que tenemos que entender y sobre lo que tenemos que actuar.

Este debate académico cuenta con un campo de pruebas en la que existen millones de vidas humanas en juego: Siria. En los años previos a las revueltas de 2011, el país sufrió una sequía bíblica. En la década de los años 1970, entre los meses de noviembre y abril, un régimen relativamente estable de lluvias procedente del Mediterráneo hacia la cuenca costera dio paso a un período de lluvias variables y sequías persistentes, poniendo fin a una climatología que existía desde tiempo inmemorial (Martin Hoerling, Jon Eischeid, Judith Perlwitz et al., 2012). La zona más afectada fue el Mediterráneo oriental, en particular el área del Creciente Fértil en Siria. El año 1998 marcó otro giro hacia una sequía semi-permanente, cuya severidad, como indican los anillos de los árboles, no ha conocido equivalente en los últimos 900 años (Benjamin Cook, Kevin J. Anchukaitis, Ramzi Touchan et al., 2016) No solo disminuyeron las lluvias en invierno, sino que también las temperaturas más altas aceleraron la evaporación veraniega, agotando las aguas subterráneas, los riachuelos y secando la tierra (Colin P. Kelley, Shahrzad Mohtadi, Mark A. Cane et al., 2015). No existe una explicación natural para este cambio. Solo se entiende si tomamos en cuenta las emisiones de gases de efecto invernadero.

Hasta el presente, el punto más intenso de la sequía en Siria se dio entre los años 2006 y 2010, cuando el cielo no perdió su color azul durante más tiempo del que nadie puede recordar. El granero de las provincias nororientales colapsó. Se produjo menos de la mitad de trigo y cebada. En febrero de 2010, casi todo el censo ganadero había sido arrasado. En octubre de ese mismo año, la calamidad llegó a las páginas del New York Times, describiéndose cómo “cientos de aldeas han quedado abandonadas al convertirse las tierras de labranza en desierto y morir los animales de pastoreo. Las tormentas de arena se han vuelto mucho más comunes y alrededor de los más grandes pueblos y ciudades sirias han surgido enormes ciudades-campamento compuestas de campesinos y campesinas desposeídas y de sus familias” 5 /. Las estimaciones varían entre uno y dos millones de personas desplazadas. Al abandonar las tierras yermas acaban en las afueras de Damasco, Alepo, Homs y Hama, uniéndose a las filas de los proletarios y proletarias desesperadas, para ganarse la vida en la construcción, como taxistas o en cualquier otro trabajo, en su gran mayoría no disponibles para ellos y ellas. Pero estas personas no solo padecían el calor. Debido a la sequía, los mercados de todo el país mostraban uno de los vectores centrales de la presión climática en el día a día: el precio de los alimentos se duplicaba o triplicaba sin control alguno (C. P. Kelley et al., 2015).

¿Qué es lo que hizo el régimen de Bashar al-Assad cuando su pueblo perdió sus medios de vida? El inicio de la etapa más dura de esta sequía coincidió casi exactamente con un esfuerzo coordinado por renovar las bases de la clase dirigente siria. Después de años de esclerosis política, Asad, junto con sus principales socios, decidió apoyar a una nueva generación de empresarios animándoles a apropiarse de sectores enteros de la economía y a que acumularan sin cesar. Al mismo tiempo que se desmoronaba la producción agrícola, el mercado inmobiliario experimentó un fabuloso boom, se abrían zonas de libre comercio, llegaban inversiones desde el Golfo e Irán y, de la noche a la mañana, surgían boutiques de productos de lujo y sofisticadas cafeterías en el centro de Damasco y Alepo. También se construyó una fábrica de coches y aún había planes sobre la mesa para la remodelación del centro urbano de Homs que, sobre el papel, pasaría a convertirse en un nuevo Dubái, con campos de golf y torres residenciales. Según algunas informaciones, un individuo, Rami Makhlouf, dueño de la operadora de telefonía móvil SyriaTel y rey del capitalismo de amiguetes, habría llegado a extender sus tentáculos hasta en un 60% de la economía del país (Bassam Haddad, 2014; Shamel Azmeh, 2014; Robin Yassin-Kassab y Leila Al-Shami, 2017). En las zonas rurales, en este contexto de tormentas de arenas, el régimen añadió sal a la herida al aprobar una ley que permitía a los propietarios y propietarias expulsar a sus inquilinos e inquilinas. Se recortaron los subsidios a la gasolina y los alimentos. Las tierras de cultivo de control público terminaron en manos privadas y el agua en las sedientas plantaciones de algodón y otros vanidosos proyectos del agronegocio (M. Ababsa, 2015). En Burning Country: Syrians in Revolution and War, Robin Yassin-Kassab y Leila al-Shami describen el escenario tras cuatro años de sequía extrema: “los cortes de agua también alcanzaban las ciudades. En los peores meses del verano, en las zonas pobres solo salía agua de los grifos una vez a la semana, mientras que los céspedes de la gente rica seguían igual de verdes y exuberantes” (Yassin-Kassab y Al-Shami, 2017).

Y entonces estalló Siria. Empezó en Dera’a, una ciudad sureña en el corazón agrícola y afectada por la sequía casi en la misma proporción que el noreste. La revolución siria destacó entre las demás de la Primavera Árabe por no surgir en los centros urbanos 6 /. Las primeras personas que se atrevieron a marchar, a cantar contra Assad y a romper las ventanas de SyriaTel vivían en zonas rurales o en los barrios periféricos de las ciudades donde se había instalado un número importante de inmigrantes. Precisamente, cuando las protestas dieron paso a la guerra civil en 2012, las y los rebeldes armados que marchaban a las ciudades desde los pueblos liberados encontraron su mayor apoyo en estos barrios, en un patrón geográfico que persiste a día de hoy, como se puede apreciar en el este de Guta o en el norte y el este de Alepo. Reflexionando al año de la revolución en Jadaliyya, Suzanne Saleeby resumió los prolongados efectos de la sequía: “En los últimos meses, las ciudades sirias han servido como cruce de caminos para el sufrimiento de la gente migrante rural desplazada y de población urbana empobrecida, ocasionando una común puesta en cuestión de la naturaleza y distribución del poder” (Suzanne Saleeby, 2012). Parece que, combinado con otras chispas preexistentes en el territorio, el cambio climático hizo prender la mecha.

Para ciertos activistas e intelectuales, este argumento resulta odioso por alguna razón. Por ejemplo, Francesca De Châtel ha negado que el clima haya podido jugar algún papel en la crisis siria. Para defender esta posición, tiene que dejar de lado todas las evidencias de que la sequía prerrevolucionaria no solo no tenía antecedentes sino que era antrópica. Argumenta que, en realidad, solo se trata de un escenario habitual en un país acostumbrado a un clima seco, sin ninguna relación constatable con las temperaturas cada vez más altas (F. de Chatel, 2014). El calentamiento global no supondría ninguna amenaza seria para los recursos hídricos de Siria; toda la escasez se debe en exclusiva al régimen. Culpar a la quema de combustibles fósiles equivale a hacer propaganda pro-Assad. El “papel del cambio climático en esta cadena de eventos no solo es irrelevante, también es una distracción inútil” y ayudaría a los esfuerzos del régimen por “culpar de sus propios errores a factores externos” (ibid.). Queda pendiente por investigar cómo perciben la situación las y los revolucionarios sobre el terreno, pero no es descartable que coincidan con esta línea argumental. ¡Estamos combatiendo a Assad y Makhlouf, no a ExxonMobil o al carbón chino!

Y sin embargo el argumento de De Châtel flaquea en varios aspectos. En primer lugar, su premisa reside en una forma extraña de negacionismo climático que va en contra de la apabullante evidencia científica. En segundo lugar, si siguiésemos el principio de que no se le puede atribuir ninguna responsabilidad al cambio climático en relación a las miserias a las que también han contribuido las y los explotadores locales y demás opresores, entonces exculparíamos al fuego que amenaza nuestro planeta entero y, más exactamente, a la gente que lo ha originado y que lo mantiene y alimenta a diario con más combustible. En tercer lugar, y esto quizás sea lo más importante, la influencia del cambio climático en el devenir sirio no exonera a Assad de ninguna forma. De haberse tratado de una democracia perfecta, en la que los hogares compartiesen recursos con equidad y se distribuyese comida y agua a quienes padecieran las mayores pérdidas, aun así, la sequía hubiese causado estrés e incluso hambrunas, pero sería imposible que originara una revolución. Ésta solo sobrevino porque la población sufrió el impacto climático en un contexto de jerarquización social presidida por Assad. O dicho de manera más simple, la sequía condujo a la rebelión porque los céspedes de alguna gente seguían siendo verdes. El cambio climático no indulta ninguna de las maldades del régimen, pero es en relación a ellas que se constituye como una fuerza desestabilizadora 7 /.

El Mediterráneo oriental ya experimentó la acción de lógicas parecidas. En The Climate of Rebellion in the Early Modern Ottoman Empire, Sam White cuenta la historia de cómo el Imperio otomano casi se disolvió en el siglo XVII al producirse unas extraordinarias sequías en la actual Siria y el este de Turquía (Sam White, 2011) 8 /. Curiosamente, estas sequías no fueron fruto de ningún calentamiento global, sino de un enfriamiento global debido a la disminución de la radiación solar en la Pequeña Edad de Hielo. Las heladas invernales acabaron con los cultivos y ganados de los campesinos y campesinas de Anatolia y del Mediterráneo oriental. ¿Cómo respondió el sultán? Con más impuestos a estas mismas personas, forzándolas a pagar mayores cantidades de grano, ovejas y demás provisiones para la capital imperial y su ejército. Al extenderse la hambruna por los llanos, la metrópoli empezó a exprimirles aún más que en el pasado. Y fue esta presión añadida, mantiene White, la que condujo a la rebelión de los campesinos y campesinas. Comenzó aproximadamente al principio del nuevo siglo con ataques a las y los recaudadores fiscales, asaltos a establecimientos y la formación de milicias. Todo esto condujo a la aparición de los grandes ejércitos de as Rebeliones Celali, cuyos territorios se extendieron en su punto álgido desde Ankara hasta Alepo. El sultán derrotaría a los y las celalis, pero a lo largo del siglo XVII en el Imperio continuó el ciclo de sequía, subida de impuestos, rebeliones, mayores déficits de aprovisionamiento y nueva subida de impuestos. En 1648, unas inusuales protestas en el corazón de Estambul acabaron con la muerte del sultán y su impopular gran visir. La capital había sufrido problemas crónicos de provisión de alimentos, salud pública y salarios bajos, que la emigración masiva desde las zonas rurales no hizo más que empeorar. “Cuando la gente vio que los favoritos del sultán todavía tenían agua mientras que las mezquitas y las fuentes se secaban, se sublevaron y expulsaron al gran visir” (White, p. 242) 9 /.

Así pues, ya podemos proponer una primera hipótesis para una teoría marxista del conflicto social provocado por alteraciones climáticas. “La forma económica específica”, escribe Marx en el tercer volumen de El Capital, “en la que se le extrae el plustrabajo impago al productor directo determina la relación de dominación y servidumbre” (K. Marx, 2009). Ahora bien, si las y los productores directos pasan por un shock climático que reduce su capacidad para reproducirse, y si la extracción continúa o incluso se acelera, enviando cada vez más recursos a la élite, lo más probable es que las y los productores se subleven. Si no pueden ordenar que se abran los cielos [ref. al Salmo 78: “y abrió la puerta de los cielos e hizo llover el maná”], al menos sí pueden frenar la desposesión de la que son víctimas para proteger lo poco que les queda. Es a través de estas relaciones de dominación y servidumbre que se articula el impacto del cambio climático. En el caso del Imperio otomano, operaron a través de los impuestos extraídos a los campesinos y campesinas y enviados a la capital imperial, y el shock fue natural. ¿Qué podemos esperar en un mundo capitalista en el que la temperatura sube cada vez más debido a las emisiones de gases de efecto invernadero? Ahora, la principal extracción parecería ser la de la plusvalía del trabajo productivo. ¿Sienten también las clases más bajas este shock?

Hay indicios de que se está gestando una nueva discordia entre las clases sociales. En el informe Climate Change and Labour: Impacts of Heat in the Workplace, varias federaciones de sindicatos y organismos de la ONU ponen el énfasis sobre una de las consecuencias más universales y al mismo tiempo más olvidadas del cambio climático: cada vez hace más calor en el trabajo (Matthew McKinnon, Elise Buckle, Kamal Gueye et al., 2016). El trabajo físico calienta el cuerpo humano. Si tiene lugar al aire libre o dentro de instalaciones sin un sistema de aire acondicionado eficiente, las temperaturas excesivamente altas harán que las y los trabajadores suden más y que descienda su energía corporal, hasta que el trabajador o la trabajadora sufra agotamiento por calor o algo incluso peor. Esta situación no resultará tan grave para quien trabaje desarrollando software o asesorando en las finanzas. Pero para la gente que recolecta verduras, construye rascacielos, asfalta carreteras, conduce autobuses, cose ropa en fábricas con poca o nula ventilación o repara coches en los talleres de los barrios marginales, se trata ya de una nueva realidad. Y los días excepcionalmente calientes lo son ahora por razones antrópicas, no naturales. Conforme asciende la temperatura global, las condiciones térmicas cambian en millones de centros de trabajo en todo el mundo, incluso en las regiones tropicales y subtropicales, donde actualmente reside la mayoría de la población activa: casi 4 mil millones de personas. Por cada grado [de incremento], se perderá una porción de productividad; se estima que hasta un tercio de la producción total si se sobrepasan los 4ºC. Con ese calor no se puede trabajar al mismo ritmo. ¿O sí se puede? Este es el origen potencial de muchas luchas sindicales en el futuro, ya que los y las trabajadoras tendrán que ralentizar sus esfuerzos y tomar más descansos, mientras que las y los capitalistas y sus representantes (basándonos en su tendencia histórica) exigirán que se mantenga la producción y, a ser posible, que aumente. En un caluroso planeta capitalista, el sistema solo puede extraer la misma cantidad de plusvalía exprimiendo hasta la última gota de sudor de la clase trabajadora, pero al mismo tiempo, si en un determinado lugar se llega a un punto crítico, la situación ya no será sostenible.

¿Una revolución proletaria para ganar el derecho a descansar a la sombra? Quizás no. Si el conflicto entre las víctimas de la sequía y el insaciable sultán del Imperio otomano nos resulta obvio y comprensible, sus equivalentes en el siglo XXI están llamados a ser bastante más complejos. La extracción de la plusvalía sigue siendo esencial, pero los impactos más explosivos del cambio climático apenas se transmitirán en la línea recta contenida en este eje. Si hay una lógica general del modo de producción capitalista a través de la cual se expresará el incremento de la temperatura, será la del desarrollo desigual y combinado 10/. El capital se expande arrastrando en su órbita otras relaciones. Mientras sigue acumulando, las personas atrapadas en esas relaciones, al mismo tiempo externas pero internalizadas del sistema (como las y los pastores del noreste sirio), apenas disfrutarán, o no disfrutarán en absoluto, de sus beneficios y es posible que ni siquiera lleguen al umbral del trabajo asalariado. Algunos y algunas acaparan recursos mientras quienes se sitúan fuera del sistema, pero dentro de su órbita, sufren para intentar producirlos. Si en esta sociedad, al mismo tiempo profundamente dividida e integrada, sobreviene una catástrofe, lo más probable es que empiece a romperse a través de sus grietas. La revolución siria sirve aquí como ejemplo.

Curiosamente, el desarrollo desigual y combinado + la catástrofe también fue la base de la Revolución Rusa. La catástrofe en cuestión fue, por supuesto, la Primera Guerra Mundial que destruyó el sistema de provisión de alimentos de la Rusia zarista. Además, las inundaciones de la primavera de 1917 arrasaron las carreteras y las vías de tren bloqueando otras formas de abastecimiento (Lars R. Lih, 1990). El 8 de marzo –la historia es bien conocida, pero no por ello menos importante para el futuro– las mujeres trabajadoras de Petrogrado empezaron una huelga y marcharon por las calles; exigían pan a una Duma incapaz de proveerlo. No tardaron en exigir la caída del zar. La crisis volvió a estallar en agosto de 1917: al duplicarse el precio del grano, Petrogrado afrontó el desafío de sobrevivir sin harina. Un oficial del gobierno describió la situación como una “hambruna, una verdadera hambruna” que “se ha apoderado de ciudades y provincias; la absoluta insuficiencia de alimentos ya está causando muertes” 11/. Fue en este momento cuando Lenin escribió uno de sus principales textos: La catástrofe que nos amenaza y cómo combatirla. En él, abogó por una segunda revolución como la única manera de evitar una hambruna generalizada en todo el país. En su agitación interna y externa, el argumento que prendió la llama de octubre decía así:

“No hay ni puede haber otra forma de salvarse del hambre, que el levantamiento de los campesinos contra los terratenientes en el campo y el triunfo de los obreros sobre los capitalistas en las ciudades. […] En la insurrección, las demoras son fatales; esta es nuestra respuesta a quienes tienen el triste “coraje” de observar la creciente ruina económica y el hambre que se aproxima, y disuadir a los obreros de la insurrección” (V. I. Lenin, 1976).

El Pentágono se refiere al cambio climático como un “multiplicador de amenazas”. Lenin habló de la catástrofe de su tiempo como un “acelerador vigoroso” que nos pone cara a cara frente a todas las contradicciones, “generando una crisis mundial de una intensidad sin paralelo”, conduciendo a las naciones “al borde de la ruina” (V. I. Lenin, 1976). Su apuesta, por supuesto, fue la de aprovechar la oportunidad que se abría en una situación así. Esto no disminuyó su hostilidad hacia la guerra (que no tenía enemigos ni enemigas más implacables que las y los bolcheviques), sino que vio en esa realidad repleta de miseria las razones más convincentes para la toma del poder. Y nada funcionó mejor para lograr el apoyo de la clase trabajadora. Hay muchas posibilidades de que el cambio climático sea el acelerador de nuestro siglo que precipite las contradicciones del capitalismo tardío (en especial el creciente abismo entre los céspedes verdes de la gente rica y la precaria existencia de quienes no tienen nada) y acelere las catástrofes locales una tras otra. ¿Qué deberían hacer las y los revolucionarios cuando una de ellas alcance su territorio? Aprovechar la oportunidad para derrocar a cuantos explotadores y explotadoras, opresores y opresoras encontremos. No por ello, huelga decirlo, hay garantía alguna de un final feliz.

Contrarrevolución y caos como síntomas

La escasez de agua y de comida está destinada a convertirse en uno de los efectos más tangibles del calentamiento global. Previamente a las revoluciones tunecina y egipcia, el incremento del precio de los alimentos, causada en parte por una climatología extrema, intensificó las tensiones preexistentes, y en el llamado Oriente Medio, hasta ahora la caldera de las revoluciones en lo que llevamos de siglo, podemos esperar aún más. Ninguna región es tan vulnerable en relación al agua, o a los “shocks de suministro teleconectado de alimentos”, o a las malas cosechas en lejanos graneros que suben los precios de las importaciones de las que depende la población (Cristopher Bren d’Amour, Leonie Wenz, Matthias Kalkul, 2016; Malm, 2014). En la Rusia revolucionaria, el shock de suministros se originó por los bloqueos y demandas de la Primera Guerra Mundial y de allí se extendió a todo el territorio. Para las y los bolcheviques fue tanto una maldición como una bendición. En su impresionante estudio, Bread and Authority in Russia, 1914-1921, Lars T. Lih nos muestra cómo la falta de comida les condujo tanto al poder como al desarrollo de las tendencias autoritarias que más tarde les devorarían.

Es más, esas tendencias estaban ya en pleno apogeo antes de octubre. El Estado zarista dio los primeros pasos hacia una “dictadura del suministro de alimentos”, donde se aplicaba la coerción del Estado para distribuir alimentos entre la ciudadanía más necesitada. “La cuestión de la distribución de comida se había tragado todas las demás”, observaba una funcionaria del gobierno en el otoño de 1916. “A medida que se extendió la anarquía económica, lo más grave fue el proceso de penetración del Estado en todos los aspectos de la existencia económica del país” 12/. El Gobierno provisional continuó esa misma tendencia, al acordar todas las fuerzas políticas (salvo los anarquistas) la necesidad de un estricto control centralizado para repartir el grano. No por ello el gobierno tuvo mayor éxito que el zar. Las y los bolcheviques resultaron ser el único partido lo suficientemente disciplinado y contundente como para restablecer ese control centralizado y controlar las fuerzas centrífugas. Pero para tener éxito necesitaron acallar cualquier duda ideológica sobre el papel del Estado y utilizar al máximo lo que quedaba de la burocracia zarista. El problema residía en que habían prometido “todo el poder para los soviets”.

De acuerdo con el razonamiento de Lih, que reconstruye este momento histórico hasta el más mínimo detalle, los soviets autoorganizados, así como las comunas y comités en las fábricas, tenían como prioridad a las personas que representaban y defendían. En el campo, retuvieron parte del grano que partía para las ciudades; en las ciudades, mandaban voluntarios y voluntarias a recoger lo que pudieran y distribuirlo entre sus habitantes. El experimento de la democracia directa que tanto habían apoyado las y los bolcheviques no hizo más que incrementar el caos en la cuestión de los alimentos, la plaga que habían jurado erradicar. En medio de esta contradicción, tomaron la decisión de establecer un férreo control del partido sobre los sóviets, ejecutando a los sospechosos de acaparamiento y colocando agentes en los pueblos para vigilar a los campesinos y campesinas. El tren del control burocrático ya estaba en marcha.

Pero esta decisión, y este es el punto principal de Lih, estaba forzada por las circunstancias. Al principio la escasez aumentó exacerbada por la Guerra civil y, después, por una reforzada sequía; esto no parecía dejar otra opción que la de imponer la dictadura sobre la distribución de alimentos, algo a lo que la mayoría del pueblo ruso acabaría por resignarse. Prefirieron algo de estabilidad y de comida en la mesa antes que la incertidumbre y la privación constante de la etapa revolucionaria. Aquí se sembraron las semillas de la contrarrevolución estalinista. Paradójicamente, en el análisis de Lih, estas semillas crecieron debido a una hazaña increíble: precisamente por su despiadada centralización en la gestión de recursos, los y las bolcheviques evitaron un colapso absoluto. Lih resume su opinión sobre el nuevo estado soviético en una afirmación cargada de significado: “un Noé que construye deprisa una pequeña arca ante el desastre inminente” (Lars R. Lih, 1990).

Ahora bien, si muchos desastres son inminentes y pueden generar revoluciones, ¿pueden también generar contrarrevoluciones, bajo la forma de bestias rudas y burocracias sobredimensionadas que asegurarían ser indispensables para evitar lo peor? Por supuesto, es demasiado pronto para decirlo. A pesar de ello, se puede tener un indicio de cómo sería este escenario en base al golpe de Estado que finiquitó la Revolución egipcia. En los últimos días de Morsi, el Estado profundo orquestó una escasez masiva de alimentos y comida con cortes de luz incluidos. Todo ello para que la gente le diera la espalda a su primer presidente elegido democráticamente y saliera a las calles contra él (Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick 2013). Después del golpe del 3 de julio de 2013, estas deficiencias desaparecieron milagrosamente de un día para otro. La junta de Sisi se llevó todo el crédito y ganó el apoyo de los estómagos y las mentes por todo el país. Este episodio por sí mismo no tiene ninguna relación con los impactos del cambio climático, pero apunta a un razonamiento político que puede reaparecer cuando éstos se hagan más evidentes: un líder fuerte es el único garante de un mínimo de estabilidad en la distribución de recursos y ha de monopolizar el poder. No se precisaría una revolución para que esta contrarrevolución se haga con el control: la escasez es suficiente para estimularlas.

El mayor peligro que se presenta aquí es lo que conocemos como ecofascismo. A día de hoy tiene poca gente partidaria, pero existe 13/. En The Climate Challenge and the Failure of Democracy, los académicos australianos David Shearman y Joseph Wayne Smith rechazan el argumento de que el capitalismo sea responsable del cambio climático y achacan toda la culpa a la democracia. Afirman que ahora es el momento de admitir que “la libertad no es el valor más importante, es solo uno entre varios. La supervivencia nos parece más importante” (Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick, 2013). Ante la amenaza del cambio climático, los seres humanos debemos redescubrir nuestra auténtica naturaleza: una rígida jerarquía. “El cerebro humano está programado para el autoritarismo, para la dominación y la sumisión” (no hay más que mirar a los primates) (Shearman et al., 2007). Es más, Shearman y Smith, prescindiendo de una planificación de la economía, proponen una mezcla de feudalismo y un Estado de partido único liderado por “un líder autoritario, capaz y altruista, versado en la ciencia y con habilidades personales”, con la asistencia de una clase de “filósofos reyes o ecoélites” entrenadas desde la niñez “como en Esparta” para guiar al mundo en su travesía por el fuego (ibid.). También aprendemos que los cerebros de las mujeres están orientados al cuidado de niños y niñas, que debe prohibirse el “rap negro” que exprese “deseos de matar a gente blanca” y que el Islam está torpedeando demográficamente a Occidente (ibid.). Lunáticos de este tipo aún no han encontrado una audiencia masiva, pero una vez que la supervivencia empiece a pesar en la balanza no podemos excluir la posibilidad de que se hagan más fuertes. Después de todo, el cambio climático ya nos ha colocado frente a ideas lunáticas, como la geoingeniería.

Si el fascismo ecológico puede ser una tendencia ideológica explícita en un futuro con temperaturas altas, otra posibilidad es la violencia nihilista, oportunista, e incluso racial: en el Imperio otomano asediado por la sequía, nos recuerda Sam White, las y los celalis no defendían ninguna convicción religiosa o política en particular; simplemente marcharon sobre un territorio desolado. Uno de sus bastiones fue la ciudad de Al Raqa, epicentro de la sequía y que después sería ocupada por el Estado islámico. White escribe que las sequías alimentaron las llamas de un despertar fundamentalista entre varias sectas del Imperio. En las eternas colas para conseguir pan en la Rusia revolucionaria, los rumores en torno a que el pueblo judío acumulaba y especulaba con el grano corrieron como la pólvora. No hacía falta mucho para transitar desde la panadería cerrada hasta el pogromo (Lih, 1990). En 1917, Lenin meditó sobre “el sentimiento de desesperación entre las amplias masas” y vislumbró que los hambrientos “todo lo destrozarán, todo lo destruirán, incluso de forma anárquica si los bolcheviques no son capaces de dirigirlos en una batalla decisiva” (V. I. Lenin, 1976]. Las antisemitas Centurias negras confiaban en obtener el apoyo de la población rusa y Lenin se percató de las tendencias objetivas que jugaban a su favor. “¿Es posible imaginar una sociedad capitalista, en vísperas de una catástrofe, en la que las masas oprimidas no estén desesperadas? ¿Puede haber alguna duda de que la desesperación de las masas, gran parte de las cuales aún son ignorantes, se expresen en un mayor consumo de veneno de toda clase?” (V. I. Lenin, 1976).

Celalis, Daesh, Centurias negras: Christian Parenti ha ofrecido una prognosis similar en su Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence. “A veces, las sociedades heridas, al igual que las personas, responden a una nueva crisis de manera irracional, miope y autodestructiva”, y las sociedades de este mundo –en particular aquellas víctimas de la colonización, las contrainsurgencias de la Guerra Fría, las guerras contra el terror y los reajustes neoliberales– son el ejemplo perfecto de sociedades heridas (Christian Parenti, 2011). Podemos anticipar un “deslizamiento hacia la entropía y el caos”, “conflictos entre comunidades, bandolerismo” y la destrucción del Estado moderno. Lo cual, por supuesto, nos puede conducir potencialmente a su opuesto, a una nueva Esparta. ¿Qué pasa con quienes se pueden proteger contra el calor con aire acondicionado? Parenti prevé una “política del bote salvavidas armado” o “fascismo climático” como la protección más probable de sus intereses materiales, por medio del cual las élites continuarán como hasta ahora y mantendrán a las víctimas lejos, sin misericordia alguna, con sus muros, drones y centros de detención (ibid.). Recientemente, una autoridad en los estudios de genocidio ha ido más lejos y ha avisado de que los flujos de personas refugiadas que llegan al Norte global harán revivir el “impulso genocida”, un escenario que tendría posibilidades de ganar cierta plausibilidad dado que una gran parte de estos flujos estará conformada por personas musulmanas dirigiéndose hacia un continente europeo infectado de Islamofobia (Alex Alvarez, 2016; Rafael Reuveny, 2007). Esa podría ser otra forma de articulación. Sin embargo, como tal, sería el resultado de las relaciones configuradas por la lucha. Los y las revolucionarias en un planeta en llamas deberán estar alerta y militar en el antifascismo. Probablemente estamos viviendo no en el ocaso, sino en el amanecer de la era de los extremos.

Revolución para tratar los síntomas

Hasta ahora tenemos dos configuraciones, aunque la línea divisoria entre ambas resulte difícil de trazar: revolución y/o contrarrevolución/caos como síntomas del cambio climático. Me permito tomar aquí un apunte de la meteorología para conceptualizar esto. Las y los científicos del clima hablan a menudo de cómo el incremento de la temperatura truca los dados a favor de fenómenos meteorológicos extremos: en el siglo XVIII pudo haberse dado una super tormenta, pero todo el dióxido de carbono acumulado en la atmósfera desde entonces ha conducido a unas superficies marinas más cálidas y elevadas. Esto equivale a un peso añadido en el sistema planetario (escala seis) que aumenta dramáticamente las opciones de un huracán mortal. Evidentemente, el tipo de acontecimientos sociales extremos sobre los que hemos especulado se pueden dar sin un cambio climático antrópico, pero este nuevo mega-peso en nuestro sistema planetario nos empuja en esa dirección. Si todo esto suena surrealista, no hay más que leer a la ciencia climática de consenso. El quiebre de los fundamentos materiales sobre los que se sostiene la existencia humana supondrá un golpe mortal cuando el calentamiento global juegue un papel aún más activo. Y según los informes que se están publicando prácticamente todos los meses, quizás llegue antes de lo que se predice a día de hoy.

En enero de 2016, la temperatura media de la Tierra fue un 1,15°C más alta que en el periodo 1951-1980. Fue un récord rápidamente superado en febrero, que alcanzó los 1,35°C (Damian Carrington y Michael Slezak, 2016). En esa fecha el planeta se asomaba a los 1,5°C por encima de los niveles preindustriales, un valor que la élite mundial en la COP21 de París (diciembre de 2015) había adoptado como el límite que no se debía alcanzar, aunque se sigue estimando el límite de 2°C como la línea que nos separa de un cambio climático todavía más destructivo (Joeri Rogelj, Gunnar Luderer, Robert C. Pietzcker et al., 2015). ¿Cuándo llegaremos a él? Las últimas publicaciones sugieren que sucederá más pronto que tarde: por ejemplo, en las nubes, los cristales de hielo devuelven más rayos solares de vuelta al espacio que las gotas líquidas, algo que los modelos climático han infravalorado, ignorando otro elemento activo que implica un mayor calentamiento (Tan, Trude Storelvmo y Mark D. Zelinka , 2016; Robert M. DeConto y David Pollard, 2016). Hay quienes ha revisado las estimaciones de cómo aumentarían las temperaturas si se queman todas las reservas de combustibles fósiles. Siguiendo unas cifras conservadoras, que excluyen cualquier futuro descubrimiento de yacimientos o el desarrollo tecnológico, Katarzyna Takorska y sus compañeras y compañeros calculan la subida en unos 8°C, alcanzando los 17°C en el Ártico, en vez de los 5°C que se preveían en un primer momento. Traducido a las condiciones de vida en la Tierra, esta media de ocho grados supondría el fin de todo (Katarzyna B. Tokarska, Nathan P. Gillett, Andrew J. Weaver et al., 2016). No ocurrirá mañana, pero nos marca la dirección general de la historia del capitalismo tardío. Quien quiera discutir estas estimaciones y decir que estos equilibrios no fomentarán una era de extremismos políticos necesitará un argumento convincente acerca de la capacidad de la humanidad para realizar un ejercicio inusitado de estoicismo, o de la posibilidad de desvincularse totalmente de nuestros ecosistemas. Sea como sea que se presente, ese argumento no tendrá una base materialista.

Pero aún queda la posibilidad de prepararnos para algunos impactos. Consideremos el caso sirio. La mayor parte de la agricultura del país depende del riego por irrigación, con campesinos y campesinas abriendo canales y dejando fluir el agua por sus tierras. Esto tenía sentido en el pasado, pero no en la época seca que nos espera (Glick, 2014). Hoy en día, pasar al riego por goteo con el objetivo de optimizar el uso de cada gota de agua es un imperativo. Un Estado que se centre en las necesidades de sus campesinos y campesinas más desfavorecidas y que esté dispuesto a proveerles las fuerzas productivas básicas para asegurarlas, tendría opciones de conseguir esta transformación imprescindible. Pero, en vez de esto, el régimen de Assad ha apostado por una política de extracción de agua que deseca la tierra. En Egipto, el aumento del nivel del Mediterráneo empuja el agua marina hacia el Delta del Nilo. Los agricultores y agricultoras necesitan elevar sus campos mediante enormes cantidades de arena y necesitan fertilizantes para salvar sus cosechas, pero solo la gente más rica se puede permitir estas medidas de adaptación (Andreas Malm y Shora Esmailian, 2013). A lo largo de las costas, las tormentas son más frecuentes y fuertes, pero los rompeolas y otros sistemas de amortiguación se construyen principalmente en zonas turísticas mientras las comunidades pesqueras y campesinas se quedan sin protección alguna (Andreas Malm y Shora Esmailian, 2012; Andreas Malm 2012). La Revolución egipcia representó una oportunidad para abandonar estas desigualdades en vías a una adaptación al cambio climático más popular y sistemática. Me quedo corto al decir que se perdió esa oportunidad.

Aquí es donde podemos discernir los contornos de una hipotética tercera configuración: una revolución para tratar los síntomas del calentamiento global. Los casos sirio y egipcio no son atípicos. Algunas encuestas revelan que los procesos diarios de la acumulación de capital (privatización de recursos naturales, mercantilización, especulación inmobiliaria, centralización de recursos) distorsionan la mayoría de proyectos de adaptación a lo largo del mundo y dejan sin protección a las personas más vulnerables (Benjamin K. Sovacool, Björn-Ola Linnér y Michael E. Goodsite, 2015). Pero “en los tiempos revolucionarios los límites de lo posible se amplían mil veces”, por citar a Lenin (V. I. Lenin, 1976). Si las relaciones sociales bloquean la manera de efectuar una adaptación que favorezca a las personas empobrecidas, debemos revisarlas. Esta es una razón de más para aprovechar todas las oportunidades que nos abren las catástrofes. Al contrario que en las dos configuraciones previas, ésta presupone revolucionarios y revolucionarias que actúan conscientemente contra los impactos del cambio climático en el terrenos en el que pueden marcar la diferencia. Pero esta influencia será, por naturaleza, limitada.

Revolución contra las causas

La adaptación a tres o cuatro grados, por no hablar de ocho, está destinada a ser un esfuerzo inútil. Da igual lo avanzado que sea el sistema de riego instalado por los campesinos o campesinas sirias. La irrigación requiere agua. Ningún muro puede proteger el Delta del Nilo de la infiltración subterránea del mar. Nadie puede realizar ningún trabajo físico cuando las temperaturas sobrepasan un determinado nivel. Pero sí podemos mantener bajo tierra las reservas de los combustibles fósiles. Podemos reducir las emisiones a cero. “Todo el mundo dice esto. Todo el mundo admite esto. Todo el mundo ha decidido que esto es así. Pero nadie hace nada”, y esta es la razón para la más exigente de las revoluciones, la que tomando plena conciencia de las raíces del problema, declara la guerra frontal al capitalismo fósil, de la misma manera que las y los bolcheviques se arrogaron el de poner un “fin inmediato a la guerra”, insistiendo en que “está claro para todos que, para terminar esta guerra, estrechamente vinculada al actual régimen capitalista, hay que combatir al propio capital” (V. I. Lenin, 1976). Este es el momento para leer de nuevo a Lenin de 1917 y salvar el meollo del proyecto bolchevique:

“A la luz de este ejemplo, podemos quizá trazar la más vívida comparación entre los métodos burocráticos reaccionarios de lucha contra la catástrofe, que se limitan a un mínimo de reformas, y los métodos democráticos revolucionarios que, si quieren ser dignos de ese nombre, deben proponerse como objetivo inmediato romper violentamente con el viejo y caduco sistema y realizar el progreso más rápido posible” (V. I. Lenin, 1976).

La agilidad resulta clave. Mientras tanto, la burguesía “cuya norma es siempre la misma: Après nous le deluge” [Tras nosotros el diluvio] (V. I. Lenin, 1976), pierde el tiempo. Hay medidas que, de llevarse a cabo, haciendo desaparecer los intereses que las obstruyen, salvarían millones, incluso miles de millones de vidas. “Existen los medios necesarios para luchar contra la catástrofe y el hambre, (…) las medidas que se requieren para combatirla son muy claras, sencillas, perfectamente realizables y al alcance de las fuerzas del pueblo” (V. I. Lenin, 1976). Podríamos empezar actualizando el Manifiesto comunista y listar diez:

1. Imponer la moratoria absoluta de todas las instalaciones de extracción de carbón, petróleo o gas natural.

2. Cerrar todas las centrales eléctricas que dependan de estos combustibles.

3. Obtener el 100% de la electricidad a partir de fuentes no fósiles, principalmente la energía eólica y solar.

4. Terminar con la expansión del transporte por tierra, mar y aire; reconvertir el transporte por tierra y mar a la energía eléctrica y eólica; racionar el transporte aéreo para asegurar una distribución justa hasta reemplazarlo totalmente por otras formas de transporte.

5. Expandir los sistemas de transporte de masas, desde las líneas de metro hasta los trenes intercontinentales.

6. Limitar el transporte aéreo y marítimo de alimentos y promover sistemáticamente la producción local.

7. Terminar con la quema de selvas tropicales e iniciar programas masivos de reforestación.

8. Reformar edificios antiguos con aislamiento moderno y requerir que los nuevos generen toda su energía con fuentes no fósiles.

9. Desmantelar la industria cárnica y desplazar las necesidades humanas de aportaciones proteínicas hacia alimentos vegetales.

10. Destinar financiación pública al desarrollo y a la difusión de las tecnologías de energía renovable y eficiente, así como a las tecnologías de captación del dióxido de carbono en la atmósfera 14/.

Eso, solo eso, sería para comenzar, pero ya implicaría una auténtica revolución, no solo de las fuerzas productivas, sino también de las relaciones sociales con las que se encuentran entretejidas. Recientemente dos informes han relacionado el fenómeno de las emisiones de CO2 con la sociedad de clases. Una décima parte de la especie humana consume el 50% del total, mientras que la mitad de la población global solo consume el 10%. El 1% más rico tiene una huella ecológica 175 veces mayor que el 10% más pobre. Las emisiones del 1% de la población de Estados Unidos, Luxemburgo y Arabia Saudí son 2000 veces superiores a las de las personas más pobres de Honduras, Mozambique y Ruanda. La responsabilidad del CO2 acumulado desde 1820 se da en proporciones similares (Lucas Chancel y Thomas Piketty, 2015; Oxfam, 2015). Es verdad que está justificado cierto odio de clase ecológico y aún no hemos citado al núcleo duro del capital fósil, a las y los Rex Tillerson 15/ del mundo, gente multimillonaria que se enriquece a costa de la extracción de combustibles fósiles y de venderlos a cambio del fuego que nos acecha (Andreas Malm, 2016). No nos equivoquemos: a esta revolución no le faltarían enemigos ni enemigas.

¿Quién la llevará a cabo? ¿Quiénes son las y los metalúrgicos de Petrogrado y marineros de Kronstadt en nuestra revolución climática? La población preocupada por el calentamiento global que lidera las encuestas mundiales es la de Burkina Faso, que en la actualidad sufre de un drástico descenso de las lluvias y grandes tormentas de arena. De hecho, lidera la lista de países africanos que sufren un mayor número de días extremadamente cálidos (Ami Sedghi, 2015; Laetitia van Eeckhout, 2015).

¿Puede un campesino o campesina de Burkina Faso tomar el Palacio de Invierno del capitalismo fósil? ¿Puede llegar a visualizarlo en vida? ¿Puede conocer la sede de ExxonMobil en Texas y las torres resplandecientes de Dubái, tan lejanas como para estar completamente fuera de su alcance, por no hablar de su capacidad y la de sus compañeros y compañeras para una acción revolucionaria efectiva? Probablemente sería tan fácil obtener en Burkina Faso un apoyo masivo para un programa radical como difícil de implementarlo desde allí.

Son precisamente las diferencias abismales dentro de nuestra propia especie –que desmienten la cháchara del Antropoceno, la idea de que todos por igual hemos contribuido [a la crisis climática], de que somos enemigos y enemigas del planeta sin distinciones– las que pueden revelarse como los mayores obstáculos para combatir las causas de la catástrofe. Hablo aquí de las víctimas de la violencia sistemática conocida como quema de combustibles fósiles, para las que quienes la provocan y a quienes han de derrocar les quedan muy lejos. Las revoluciones que se expresan como síntomas de crisis estructurales se orientan hacia las y los explotadores y opresores más cercanos, y por tanto resultan comprensibles en escenarios de auténtica desesperación. Pero las revoluciones contrarias a las causas de la crisis, si las clases más afectadas pretenden controlarlas, deben viajar por todo el mundo. También es más probable que estas revueltas ataquen a los y las Makhlouf locales en lugar de a las y los lejanos Tillerson. Dicho de otra manera, la formación espontánea de conciencia de clase en un planeta en llamas (requisito básico para cualquier impulso del tipo de la Revolución de octubre) resulta poco plausible. No ocurre lo mismo, por ejemplo, con la explotación petrolera: cuando una empresa invade el hogar ancestral de un pueblo para realizar perforaciones petroleras, el antagonismo se vuelve evidente y la resistencia comienza de manera natural. Pero el cambio climático puede acabar con millones de vidas en el interior de un castillo nunca visto y, por desgracia, difícil de asaltar.

Este parece ser el interrogante estratégico fundamental para la lucha contra el cambio climático. Aunque no en los mismos términos, la perspectiva rupturista más prometedora ha sido formulada por Naomi Klein en su Esto lo cambia todo: El capitalismo contra el clima. Ella argumenta que dado que el capitalismo actual está tan saturado de energía fósil, de una manera u otra, todas las personas que militan en los movimientos sociales están luchando objetivamente contra el calentamiento global. Les preocupe o no. Vayan a sufrir sus consecuencias o no. Las personas que en Brasil protestan contra las subidas tarifarias y exigen un transporte público gratuito luchan por el punto 5 de la lista que he presentado más arriba, mientras que el pueblo Ogoni, en su enfrentamiento con Shell, se centra en el primero (Naomi Klein, 2015). De manera parecida, a los y las trabajadoras del automóvil que defienden sus puestos de trabajo en Europa, en base a la conciencia obrera que siempre les ha caracterizado, les interesa convertir sus empresas en generadoras de la tecnología requerida para la transición que deje atrás los combustibles fósiles, favoreciendo la producción de aerogeneradores y autobuses. Es eso o permitir su desaparición a cambio de trabajos precarios 16/. Todas las luchas se enfrentan al capital fósil: solo necesitamos que la gente se dé cuenta de ello. En palabras de Klein, “La crisis medioambiental, si se concibe con la suficiente amplitud, no anula (ni nos distrae de) las causas políticas y económicas que más nos apremian a actuar; al contrario, las refuerza con una carga adicional de urgencia existencial” (Naomi Klein, 2015, p. 153). Esta fórmula tiene el atractivo añadido de construir la alianza más amplia posible e imaginable. Queda claro que es justo lo que necesitamos en esta lucha.

Queda por ver si ésta es una solución que puede sustituir la ausencia de fuerzas de resistencia de las víctimas directas. Hasta ahora escasean posiciones análogas a los palestinos y palestinas luchando contra la ocupación sionista, o a los trabajadores y trabajadoras de las fábricas oponiéndose a sus condiciones de trabajo –no en sí mismo (porque sí existen personas explotadas y sudorosas), sino para sí mismo (porque combaten activamente a lo enemigos y enemigas). Y esto ha ahogado el estallido de disturbios climáticos explícitos a un nivel proporcional al problema que tenemos por delante. Lo que sí tenemos es un movimiento climático incipiente. Y éste tendrá que ser la pieza clave en cualquier alianza que abarque el espectro completo de los movimientos sociales para derribar al capital fósil. Sus argumentos son poderosos, como cuando dicen “no hay trabajos en un planeta muerto”. Cualquier otra demanda que se airee parece presuponer una situación estable, y aunque las arenas del desierto todavía no alcancen las puertas de nuestras casas, el impacto va a llegar de una u otra manera. Si al trabajador o a la trabajadora en Alemania no le importa la vida de la campesina o el campesino de Burkina Faso, o se conforma con un risueño optimismo pensando que en Alemania no se está tan mal, el movimiento climático debe espetarle: De te fabula narratur [Esta historia habla de ti]. Este movimiento capta y cristaliza que Siria no puede sobrevivir si desaparece el Creciente Fértil, o si el nivel del mar sube tres metros en Egipto, o si las temperaturas suben cuatro grados en Burkina Faso. Este movimiento articula los intereses de las masas más vulnerables aunque solo sea en su nombre. Sí, por razones estructurales que debemos superar, aquí hay un componente de lo que los marxistas clásicos llamarían sustitucionismo y voluntarismo.

Este movimiento ha conseguido victorias importantes últimamente. La paralización del oleoducto de Keystone XL, la retirada de Shell del Ártico, la campaña de desinversión en espiral, la cancelación de proyectos para minas de carbón desde Oregón hasta Odisha, han sido algunos de sus logros 17/. Su visibilización fue a más con la campaña Break Free de mayo de 2016, la mayor movilización de acción directa contra la extracción de combustibles fósiles hasta la fecha: desde Filipinas hasta Gales, desde Nueva Zelanda hasta Ecuador (breakfree2016.org). El centro de esta campaña fue el campamento conocido como Ende Gelände, erigido junto a la Schwarze Pumpe (“bomba negra”), una central de energía en la región alemana de Lusatia que funciona con carbón de lignito, el más sucio de todos los combustibles, extraído de una megamina adyacente y es una de las principales emisoras de CO2 en toda Europa. Las diversas zonas del campamento fueron bautizadas con nombres de islas amenazadas por la subida del nivel del mar: Kiribati, Tuvalu, las Maldivas. El viernes 13 de mayo de 2016 empezó la ofensiva múltiple contra la Schwarze Pumpe con mil activistas –el campamento llegaría a tener cerca de 4000– descendiendo a la mina, parando las máquinas excavadoras y asentándose allí durante el fin de semana. La mañana del sábado, otro grupo ocupó las vías del tren que transportaba el lignito. Otro irrumpió en la propia central y la policía, sobrepasada, respondió con gas pimienta, porrazos y arrestos, pero el bloqueo resistió hasta la mañana del domingo, cuando los propietarios anunciaron que los y las activistas les habían forzado a frenar la producción de electricidad (Marit Sundberg, 2016; Andreas Malm, 2016). Esto era algo inédito en la historia de Europa central.

Los orígenes de estas acciones son instructivos. En las elecciones parlamentarias de Suecia en 2014, Gustav Fridolin, líder del Partido Verde, guardaba pedazos de carbón en los bolsillos. Allá donde fuera, cada vez que hablaba o intervenía en televisión, sacaba un pedazo de carbón y prometía, con mucho énfasis, poner fin a la relación del Estado sueco con este combustible. En el fondo de los pozos del este de Alemania la imagen de Suecia como un föregångsland o país pionero en política climática estaba puesta en cuestión, ya que la Schwarze Pumpe, junto con otros cuatro complejos de lignito del mismo tamaño, pertenecía a Vattenfall: una empresa pública sueca. En el momento de las elecciones, el Estado sueco producía, a través de estos complejos, emisiones de CO2 equivalentes a todas las emisiones de su propio territorio más un tercio. Fridolin declaró que era ahora de acabar con esta situación y dejar el carbón bajo tierra. Si el Partido Verde entraba en el gobierno, la prioridad sería que Vattenfall cerrase todas sus minas e instalaciones en Alemania. Dos años después, seguían allí, aunque no bajo control sueco. Habían sido vendidas a un consorcio capitalista de la República Checa (en el que se encuentra el hombre más rico del país), feliz de orquestar un renacer del lignito desde ese rincón del continente. En otras palabras, el Partido Verde se limitó a vender al capital fósil algunas de las mayores concentraciones de lignito del planeta. Esta situación condujo a la mayor crisis en la historia del partido –probablemente el partido verde más influyente del mundo– y, por tanto, a una de las más graves en la historia del ecologismo parlamentario. Para cubrirse las espaldas, Fridolin, en representación del gobierno sueco, denunció las acciones de Ende Gelände por ser “ilegales” [Sydsvenska Dagbladet, 2016].

Siguiendo la más básica evidencia empírica, las acciones de Ende Gelände pertenecen a una tipología que debería repetirse y multiplicarse por mil. Dentro de los países capitalistas más avanzados, y en las zonas más desarrolladas del resto, no escasean los objetivos que se prestan a ello: no hay más que ver las centrales de energía que funcionan a base de combustibles fósiles, los oleoductos, los todoterrenos, los aeropuertos en expansión, los centros comerciales cada vez más grandes y tantos otros ejemplos más. Este es el territorio que debe ocupar el movimiento revolucionario climático mediante una rápida escalada. Obviamente, aún estamos lejos de alcanzar esa dimensión. Quizás algún evento meteorológico extremo de proporciones traumáticas podría darnos un impulso. Incluso entonces, como evidencia el caso de Vattenfall, la acción directa no soluciona nada por sí sola: se deben tomar decisiones y resoluciones desde las estructuras del Estado. O dicho de otro modo, debemos liberar a los Estados de las manos de un Tillerson o de un Fridolin para poder llevar a cabo cualquier proyecto de transición. En la resaca ideológica post-1989, que todavía afecta al activismo climático del Norte global, persiste una fetichización de la acción directa horizontal como táctica autosuficiente y que desdeña las enseñanzas de Lenin: “El problema clave de toda revolución es, indudablemente, el problema del poder estatal” (V. I. Lenin, 1976). Quizás nunca como ahora haya sido tan importante escuchar estas palabras.

¿Puede el movimiento climático crecer de manera considerable, conseguir el apoyo de las fuerzas progresistas colindantes y desarrollar una estrategia viable para la toma del Estado en un espacio de tiempo bastante limitado y en un planeta en llamas? Es un gran desafío, por decirlo de forma suave. Pero, como decía Daniel Bensaïd, probablemente el más lúcido teórico de la estrategia revolucionaria de finales del siglo XX, “La duda reside en la posibilidad de conseguirlo, no en la necesidad de intentarlo” (Daniel Bensaïd, 2018).

NOTAS

1/ Texto publicado originalmente en inglés en la revista Climate & Capitalism, el 17/03/2018.

2/ EE UU. Departamento de Defensa, ‘National Security Implications of Climate-Related Risks and a Changing Climate,’ informe presentado al Congreso 23 de julio de 2015, disponible en archive. defense.gov. El espectro de la escalada de conflictos en un mundo que se calienta no es lo único que atormenta al Pentágono: una amplia gama de instalaciones militares se enfrentan al riesgo de inundaciones, incluida la base naval de Norfolk en Virginia, la más grande de este tipo en el mundo. Ver e.g. Peter Engelke y Daniel Chiu, Climate Change and US National Security: Past, Present, Future, The Transatlantic Partnership for the Global Future, Brent Scowcroft Center and the Ministry for Foreign Affairs of the Government of Sweden, 2016.

3/ Clionadh Raleigh, Andrew Linke y John O’Loughlin, “Extreme Temperatures and Violence”, Nature Climate Change, nº 4, 2014, pp. 76-77. Ver más en John Bohannon, “Study Links Climate Change and Violence, Battle Ensues”, Science, 341, 2013, pp. 444-5; Mark A. Cane et al., “Temperature and Violence”, Nature Climate Change, nº 4, 2014, pp. 234-5; H. Buhaug et al., “One Effect to Rule them All? A Comment on Climate and Conflict”, Climatic Change, 127, 2014, pp. 391-7.

4/ Hsiang et al. quizás replicarían que para estudiar la interacción entre el clima y otros factores, uno tiene que saber previamente que el primero es un factor en sí mismo, y eso es lo que demuestra su investigación. Hay algún mérito en ese argumento. El estado de esta ciencia parece ser precisamente el de haber identificado el clima como un conductor del conflicto social, pero sin una idea clara de cómo funciona esa transmisión. Cf. Idean Salahyan, “Climate Change and Conflict: Making Sense of Disparate Findings”, Political Geography, nº 43, 2014, pp. 1-5.

5/ Robert F. Worth, “Earth is Parched Where Syrian Farms Thrived”, New York Times, 13/10/2010. Ver más en W. Erian, B. Katlan y B. Ouldbdey, “Drought Vulnerability in the Arab Region: Special Case Study: Syria”, 2011 Global Assessment Report on Disaster Risk Reduction, Naciones Unidas; OCHA (Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas), Syria Drought Response Plan, 2009- 2010: Mid-Term Review; Francesco Femia y Caitlin Werrell, “Climate Change Before and After the Arab Awakening: The Cases of Syria and Libya”, Caitlin Werrell y Francesco Femia, eds., The Arab Spring and Climate Change, Center for American Progress, Stimson, and The Center for Climate and Security, 2013, pp. 23-32; Peter H. Gleich, “Water, Drought, Climate Change, and Conflict in Syria”, Weather, Climate & Society, nº 6, 2014, pp. 331-40; Myriam Ababsa, “The End of a World: Drought and Agrarian Transformation in Northeast Syria (2007-2010)” , R. Hinnebusch y T. Zintl, eds., Syria from Reform to Revolt, Vol. 1: Political Economy and International Relations, Siracusa: Syracuse University Press, 2015, 199-222.

6/ Sobre la sequía en Dera’a, ver Caitlin E. Werrell, Francesco Femia y Troy Sternberg, ‘Did We See it Coming?: State Fragility, Climate Vulnerability, and the Uprisings in Syria and Egypt,’ SAIS Review of International Affairs, 35, 2015, p. 31.

7/ Otro intento de minimizar el impacto de la sequía se da en Christiane J. Frölich, “Climate Migrants as Protestors? Dispelling Misconceptions about Global Environmental Change in Pre-Revolutionary Syria”, Contemporary Levant, nº 1, 2016, pp. 38-50. La autora entrevistó a gente de Dera’a que indicó que la gente refugiada del campo que vive en campamentos alrededor de la ciudad no orquestó la fase inicial del levantamiento. Además, la autora afirma que carecían de las redes sociales necesarias para una empresa tan aventurera y posiblemente no podrían haber liderado la protesta contra el régimen. Esta supuesta refutación del vínculo con el clima se basa en un procedimiento de prueba extremadamente estrecho. Se refiere solo a Dera’a y únicamente a las actividades directamente revolucionarias de la gente migrante que se refugiaba allí, ignorando los efectos más amplios de la sequía –que incluyen el incremento del precio de los alimentos y la escasez de agua–, así como muchas pruebas de que el proceso revolucionario en su conjunto despegó principalmente en las áreas donde tales efectos se sintieron con mayor fuerza (lo que no necesariamente significa que las y los refugiados climáticos organizaran la revolución: casi nadie o nadie han hecho tal afirmación).

8/ Para una narrativa que abarque todo el globo (cuyo tratamiento de la crisis otomana es, naturalmente, superficial en comparación con el de White), ver Geoffrey Parker, El siglo maldito: Clima, guerras y catástrofes en el siglo XVII, Barcelona: Planeta, 2013.

9/ En este incidente concreto, un terremoto había agravado la escasez de agua en la capital.

10/ Para un intento de conceptualizar más allá la articulación del cambio climático a través del desarrollo desigual y combinado, ver Andreas Malm, “Tahrir Submerged? Five Theses on Revolution in the Era of Climate Change”, Capitalism Nature Socialism, 25, 2014, pp. 28-44.

11/ Dolinsky citado en Lih, Bread and Authority, p. 111.

12/ Empleada anónima citada en Lih, Bread and Authority, p. 32.

13/ Al publicarse este artículo por primera vez en 2016, el autor no tenía forma de prever la ola de tiroteos perpetrados por hombres obsesionados con el “control poblacional”, en especial el de las minorías. Probablemente el lobo solitario que mató a varias personas en una mezquita en Christchurch, Nueva Zelanda, el 15 de marzo de 2019, y que lo retransmitió en directo por Facebook, sea el más conocido. [ndt]

14/ Esta enumeración está inspirada en un correo electrónico enviado el 17 de abril de 2016 por Michael Northcott, profesor de Teología y Ética de la Universidad de Edimburgo.

15/ Antiguo director ejecutivo de ExxonMobil y después Secretario de Estado de Donald Trump hasta marzo de 2018. [ndt]

16/ Ver particularmente el trabajo de Lars Henriksson: en bilpolitik.wordpress.com; “Cars, Crisis, Climate Change and Class Struggle”, Nora Rathzel y David Uzzel, eds., Trade Unions in the Green Economy: Working for the Environment, Abingdon: Routledge, 2013, 78-86; “Can Autoworkers Save the Climate?”, Jacobin, 2/10/2015.

17/ El oleoducto de Keystone XL era un proyecto, como su propio nombre indica, para construir un oleoducto que transportara varias formas de petróleo desde Canadá hasta los Estados Unidos. Se volvió una icónica lucha de pueblos nativos y organizaciones ecologistas que bajo la presidencia de Obama se convirtió en una victoria del activismo a costa de los intereses de las grandes empresas energéticas. La victoria de Donald Trump en 2016, sin embargo, reabrió el proyecto tras su cancelación. De la misma manera, la nueva Administración estadounidense mantiene una política de desregulación que puede devolver a Shell al Ártico, especialmente con el rápido deshielo en la zona que facilita la extracción. En cualquier caso, la Rusia de Putin ha mostrado públicamente su satisfacción con las posibilidades energética y geográficas que el cambio climático les depara para sus intereses geoestratégicos. En cuanto a la paralización de minas de carbón “desde Oregón [EE UU] hasta Odisha [India]” sí que se mantiene en líneas generales, incluyendo en España, debido al poco beneficio que se puede obtener de estas minas, mayormente agotadas. Queda por ver si se volverá a intentar un renacimiento del carbón, como lo hiciera Trump retóricamente en campaña aunque nunca lo llevó a los hechos. Solo el movimiento por la desinversión fósil ha avanzado incuestionablemente en los últimos años. [ndt.]

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