Publicado en e-flux Journal. Traducción: L. B.

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Vivimos un momento de profunda deceleración cultural. Las primeras dos décadas del presente siglo han sido marcadas hasta ahora por un extraordinario sentido de inercia, repetición y retrospección, que inquietantemente coinciden con los proféticos análisis de la cultura posmoderna que Frederic Jameson empezó a elaborar en la década de los ochenta. Enciende la radioemisora que ofrezca la música más actual y no encontrarás nada que no hayas podido escuchar en la década de 1990. La prospectiva de Jameson sobre el posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío se sostiene actualmente como un emblema ominoso del no-futuro de la producción cultural capitalista: tanto política como estéticamente, pareciera que sólo podemos esperar más de lo mismo, para siempre.

De momento, la crisis financiera del 2008 ha supuesto un fortalecimiento del poder del capital. Los programas de austeridad implementados con rapidez al despuntar la crisis han intensificado -más que disuelto o hecho desaparecer- el neoliberalismo. Puede que la crisis haya quitado legitimidad al neoliberalismo, pero esto sólo ha servido para probar que, ante la falta de una contrafuerza efectiva, el poder capitalista ahora puede proceder sin ningún tipo de legitimidad: el ideario neoliberal es como la letanía de una religión cuyo poder social ha sobrevivido a la propia capacidad de fe provista por sus creyentes. El neoliberalismo está muerto, pero sigue andando. Los destellos de militancia del 2011 han hecho poco para irrumpir en la percepción generalizada de que cualquier cambio sería para peor.

Como una forma de adentrarnos en la discusión sobre qué está en juego tras el concepto de aceleracionismo estético, puede ser relevante contrastar el carácter dominante de nuestros tiempos con los tintes afectivos de los años previos. En su ensayo de 1979, Family: Love It or Leave It, la ya fallecida crítica cultural y musical, Ellen Willis, subrayó el deseo de la contracultura de sustituir el modelo familiar (nuclear) por un sistema de crianza colectiva cuyas implicaciones serían las de “una revolución psíquica y social de magnitud casi inconcebible”. [1] En nuestros tiempos deflacionados, es muy difícil recrear esa confianza contracultural que por ese entonces veía una “revolución psíquica y social” no sólo como posible, sino en pleno desenvolvimiento. Como muchos de su generación, la vida de Willis fue moldeada y conducida por esas esperanzas, que luego vería marchitarse a medida que las fuerzas de la reacción retomaban el control de la historia. Probablemente no haya un mejor retrato de la contracultura de los años sesenta y de su retirada desde la ambición prometeica hacia la autodestrucción, la resignación y el pragmatismo, que los ensayos de Willis recopilados en su texto Beginning to See the Light. Hoy en día la contracultura de los sesenta bien puede ser reducida a una serie de reliquias estéticas “icónicas” vaciadas de contenido político (redundantes, sobreexpuestas, deshistorizadas), pero la obra de Willis permanece como un doloroso recordatorio del fracaso izquierdista. Como deja claro en la introducción a Beginning to See the Light, ella misma estuvo con frecuencia en desacuerdo con aquello que había experimentado como autoritarismo y estatismo del socialismo popular. Mientras la música que Willis escuchaba hablaba sobre libertad, el socialismo parecía tratarse de centralización y control estatal. La historia de cómo la contracultura fue cooptada por la derecha neoliberal ya es bien conocida, pero el otro lado de esta narrativa concierne a la incapacidad de la izquierda de transformarse y presentarse como la cara visible de las nuevas formas de deseo que la contracultura de esa época puso en juego.

La idea de que “los años sesenta nos llevaron al neoliberalismo” no se condice con la impugnación del arquetipo familiar que marcó a ese período. Si algo está claro es que la derecha no se limitó a absorber sin más estas corrientes y energías contraculturales. Que la rebelión contracultural se transformara en placeres capitalistas de consumo no da cuenta necesariamente de la ambición insurgente de desbordar las instituciones de la sociedad burguesa: desde la perspectiva del nuevo “realismo” impuesto exitosamente por la derecha, tal ambición se presume ingenua y sin ninguna esperanza de éxito.

La política contracultural fue anticapitalista, afirma Willis, pero no implicó un rechazo frontal y directo de todo aquello que es producido en el terreno capitalista. Sin duda, el placer y el individualismo han sido factores importantes en lo que Willis llama su “querella contra la izquierda”, [2] sin embargo, el deseo de sobrepasar a la familia no podía realizarse únicamente bajo estos términos; inevitablemente apuntaba hacia formas nuevas y sin precedentes de organización colectiva (pero no estatista). La polémica de Willis contra “las nociones izquierdistas estándares sobre el capitalismo avanzado” rechazó las ideas -caracterizándolas a lo sumo como verdades a medias- de que “la economía basada en el consumidor nos vuelve esclavos de las comodidades, que la función de los medios masivos es la de manipular nuestras fantasías, motivo por el cual hallamos satisfacción en comprar las mercancías del sistema”. [3] Así, la cultura popular -y la música en particular- fue más bien un terreno en disputa más que uno dominado por el capital. Aún cuando la relación entre las formas estéticas y la política era inestable y poco desarrollada, la cultura no sólo “expresaba” posiciones políticas ya existentes, sino que también anticipaba una política-por-venir (la que, con demasiada frecuencia, nunca llegaba).

El rol de la cultura musical como engranaje de la aceleración cultural desde finales de los cincuenta hasta el principio del siglo XXI tuvo mucho que ver con su capacidad para sintetizar diversas energías, tropos y formas culturales, casi tanto como los rasgos específicos de la música en cuanto tales. A partir de los años cincuenta en adelante, la cultura musical se volvería el terreno en el que las drogas, las nuevas tecnologías, las (ciencias) ficciones y los movimientos sociales podían combinarse para producir ensueños y destellos sugestivos de mundos radicalmente diferentes del orden social dado (el auge del “realismo” de derecha implicaría la destrucción no sólo de ciertos tipos particulares de ensoñación, sino incluso que la función onírica misma fuera suprimida de la cultura popular). Por un momento se había abierto un espacio autónomo justo en el corazón de la música comercial, en el que los músicos podían explorar y experimentar. En este período, la cultura musical popular quedó definida por la tensión entre los artistas, la audiencia y el capital, y entre sus respectivos deseos e imperativos a menudo incompatibles. La mercantilización no implicaba que dicha tensión se resolviese definitivamente en favor del capital; más bien, las mercancías podían ser en sí mismas medios de propagación eficaces de las corrientes y movimientos rebeldes: “Los mass media han ayudado a esparcir la rebelión tanto como esparcen los productos necesariamente mercantilizados del sistema que los fomenta, por el simple motivo de que había dinero que ganar con los rebeldes que al mismo tiempo actuaban como consumidores. En cierto nivel, las revueltas de los años sesenta ilustraron de manera ostensible la alegoría propuesta por Lenin sobre cómo el capitalista te venderá la soga con la que será colgado. [4] Este optimismo suena hoy muy familiar, porque como todos sabemos, no fue precisamente el capitalista quien terminó colgado. La promoción comercial de lo rebelde implicó más bien el triunfo del marketing que el de la rebeldía. La apuesta de la derecha neoliberal consistió en individualizar los deseos que la contracultura había puesto en acción, reclamando a continuación este nuevo territorio libidinal como suyo. El auge de la nueva derecha expresó el repudio a la idea de que la vida, el trabajo y la reproducción podían ser transformadas colectivamente: hoy, el único agente de transformación es el capital. Pero la capitulación de cualquier desafío serio a la familia es un recordatorio de que el ánimo reaccionario que ha predominado desde los años ochenta no se trata sólo de la restauración de un cierto poder económico vagamente definido: se trata también del retorno a las instituciones sociales y culturales que desde 1960 se suponían superables; esto al menos a nivel ideológico, si no como hecho empírico.

En su ensayo de 1979, Willis insiste en que para el auge de la nueva derecha resultó crucial el retorno al familiarismo, tema que consecuentemente se afirmó a gran escala con la elección de Ronald Reagan en los Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido. “Si hubo alguna tendencia cultural que haya definido a los años setenta” -escribe Willis- “ésta fue el resurgimiento agresivo del chauvinismo familiar”. [5] Para Willis, tal vez los signos más perturbadores de este nuevo conservadurismo fue la reivindicación de la familia por gente de izquierda, [6] tendencia que se vio reforzada por la propensión de quienes habían adherido a la contracultura (incluida la propia Willis) a retornar a la familia en medio de una mezcla de cansancio y derrotismo. “He luchado, he pagado mis deudas, estoy cansado de ser un marginal. ¡Quiero entrar!”. [7] La impaciencia -el deseo de un cambio súbito, total e irrevocable, de que la familia despareciera en el curso de una generación-, dio paso a una amarga resignación cuando esa expectativa (inevitablemente) fracasó.

Aquí podemos volver a la controvertida pregunta planteada por el aceleracionismo. Quiero situar al aceleracionismo no como una suerte de forma herética de marxismo, sino como un intento por intensificar, politizar, y converger con las dimensiones más desafiantes y exploratorias de la cultura popular. El anhelo de Willis de “una revolución social y psíquica de magnitudes casi inconcebibles” y su “querella con la izquierda” en relación al deseo y la libertad, pueden ofrecernos una manera distinta de pensar aquello que está en juego tras este término tan malentendido. Cierta visión, quizás hoy la visión dominante, sobre lo que es el aceleracionismo, lo identifica con un posicionamiento a favor de acelerar todo proceso capitalista sin distinción alguna, especialmente aquellos procesos vistos como “terribles”, con la esperanza de que esto lleve al sistema a una crisis terminal (un ejemplo de esto sería la idea de que votar por Reagan y/o Thatcher habría supuesto un curso previsible de insurrección). No obstante, esta formulación implica una petición de principio, al dar por sentado justamente aquello que el aceleracionismo rechaza: la idea de que todo lo producido “bajo” el capitalismo pertenece unívocamente al capitalismo. Por el contrario, el aceleracionismo afirma que hay deseos y procesos que el capitalismo provoca y alienta, pero que no puede contener; es la aceleración de estos procesos los que empujarán al capitalismo más allá de sus propios límites. El aceleracionismo es también la convicción de que el mundo que la izquierda anhela es un mundo post-capitalista: uno que no admite ninguna posibilidad de retornar a un(os) mundo(s) precapitalista(s), y en el que tampoco hay cabida para intenciones serias de regresar a tales condiciones, incluso si esto fuera posible.

El gambito aceleracionista depende de cierta comprensión del capitalismo, que fue plenamente articulada por Deleuze y Guattari en su obra El Anti-Edipo (un texto que no por casualidad nació junto con el auge de la contracultura). En la ya célebre formulación del Anti-Edipo, el capitalismo se define por su tendencia a decodificar/desterritorializar, al mismo tiempo que recodifica/reterritorializa. Por un lado, el capitalismo desmantela todas las estructuras sociales y culturales, las normas y modelos sacrales existentes; mientras que, por otro lado, hace revivir todo tipo de formaciones aparentemente atávicas (identidades tribales, religiones, poder dinástico, etc):

La axiomática social de las sociedades modernas está cogida entre dos polos, y no cesa de oscilar de un polo a otro. [E]stán presas entre el Urstaat que querrían resucitar como unidad sobrecodificante y re-territorializante y los flujos desencadenados que las arrastran hacia un umbral absoluto. Vuelven a codificar con toda su fuerza, a golpes de dictadura militar, de dictadores locales y de policía todopoderosa, mientras que descodifican o dejan descodificar las cantidades fluyentes de sus capitales y de sus poblaciones. Están presas entre dos direcciones: arcaísmo y futurismo, neo-arcaísmo y ex-futurismo, paranoia y esquizofrenia. [8]

Esta descripción captura el modo enervante en el que la cultura capitalista se ha ido desenvolviendo desde 1970, con una desregulación amoral y neoliberal acompañada por un neoconservadurismo explícitamente moralista, que busca revivir y apuntalar viejas tradiciones e instituciones. A nivel del contenido proposicional, estos futurismos y neoarcaísmos se contradicen mutuamente, pero ¿y qué?

Nunca una discordancia o un disfuncionamiento anunciaron la muerte de una máquina social que, por el contrario, tiene la costumbre de alimentarse de las contradicciones que levanta, de las crisis que suscita, de las angustias que engendra, y de operaciones infernales que la revigorizan: el capitalismo lo ha aprendido y ha dejado de dudar de sí mismo, mientras que incluso los socialistas renuncian a creer en la posibilidad de su muerte natural por desgaste. Nunca se ha muerto nadie de contradicciones. [9]

Si el capitalismo se define por la tensión entre deterritorialización y reterritorialización, de aquí se desprende que una forma (quizás la única) de superarlo consistiría en eliminar los elementos que amortiguan los choques reterritorializantes. De ahí este notable pasaje del Anti-Edipo, que bien puede servir como epígrafe del aceleracionismo:

Entonces, ¿qué solución hay, qué vía revolucionaria? (…) ¿Hay alguna? ¿Retirarse del mercado mundial, como aconseja Samir Amin a los países del tercer mundo, en una curiosa renovación de la “solución económica” fascista? ¿O bien ir en sentido contrario? Es decir, ¿ir aún más lejos en el movimiento del mercado, de la descodificación y de la desterritorialización? Pues tal vez los flujos no están aun bastante desterritorializados, bastante descodificados, desde el punto de vista de una teoría y una práctica de los flujos de alto nivel esquizofrénico. No retirarse del proceso, sino ir más lejos, “acelerar el proceso”, como decía Nietzsche: en verdad, en esta materia todavía no hemos visto nada. [10]

Este pasaje es provocativamente enigmático: ¿a qué se refieren Deleuze y Guattari cuando asocian “el movimiento del mercado” con “descodificar y desterritorializar”? Desafortunadamente, no elaboran esta noción, lo cual ha facilitado a la ortodoxia marxista presentar este pasaje como un típico ejemplo de la manera en que mayo del 68 condujo hacia la hegemonía neoliberal: otro ejemplo de la izquierda capitulando para adherirse a la lógica de la derecha. Esa lectura ha sido estimulada por Nick Land al utilizar este pasaje en los años noventa para fines explícitamente anti-marxistas. [11] Pero, ¿y si leyéramos este pasaje del Anti-Edipo no como una retractación del marxismo, sino como un nuevo modelo de lo que el marxismo podría llegar a ser? ¿Puede ser que lo que Deleuze y Guattari estuvieran delineando aquí sea eso mismo que Ellen Willis exigía: una política hostil al capital, pero sensible al deseo; una política que rechace todas las formas del viejo mundo en favor de una “tierra nueva”; es decir, una política que demande “una revolución psíquica y social de magnitud casi inconcebible”?

Un punto en que Willis converge con Deleuze y Guattari, es en la convicción compartida por todos ellos de que la familia está en el núcleo de la política reaccionaria. Para Deleuze y Guattari la familia es, quizás más que cualquier otra institución, la principal agencia de reterritorialización capitalista: la familia en tanto estructura trascendental (mamá-papá-yo) asegura provisionalmente la identidad al interior de y contra las tendencias delicuescentes del capital, fijándola en medio de su propensión a hacer colapsar todas las certezas preexistentes. Sin duda, es precisamente por esta razón que algunos izquierdistas erigen la familia como antídoto a, o escape de, el colapso capitalista, intentando así eludir el hecho de que el capitalismo depende de las funciones re-territorializantes de la familia. [12]

Si el infame dicho de Margaret Thatcher según el cual “no hay tal cosa como la sociedad, sólo hay individuos”, fue seguido inmediatamente por “…y sus familias”, esto no fue por accidente. Igual de significativo resulta el que tanto en Deleuze y Guattari, como en teóricos antipsiquiátricos como R. D. Laing o David Cooper, el ataque a la familia fuese de la mano con un ataque a las formas dominantes de psiquiatría y psicoterapia. La crítica de Deleuze y Guattari al psicoanálisis se basa en la forma en que éste sustrae al individuo del campo social amplio, privatizando los orígenes del malestar dentro del “teatro” edípico de las relaciones familiares. También cuestionan el hecho de que el psicoanálisis, en vez de analizar las formas en que el capitalismo lleva a cabo esta privatización psíquica, se limite a reproducirlas. Asimismo, es notable que las luchas anti-psiquiátricas hayan retrocedido tanto como las batallas en torno a la cuestión familiar: a fin de que el sistema de realidad de la nueva derecha se naturalizara, fue preciso que estas luchas, inseparables de la contracultura, no sólo fracasaran sino que efectivamente desaparecieran del todo.

Vale la pena hacer una pausa para reflexionar sobre cuán lejos está hoy la izquierda de perseguir el tipo de revolución que tanto Deleuze y Guattari como Ellen Willis anhelaban. El análisis de Wendy Brown sobre la “melancolía de izquierda” -escrito a fines de los noventa- sigue captando dolorosa y embarazosamente los callejones sin salida ideológicos y libidinales en los que la izquierda tiende a quedar acorralada. Brown describe aquello que en efecto se entiende como una izquierda anti-aceleracionista: una izquierda que, a falta de todo ímpetu y visión orientadora propia, ha quedado reducida a defender negligentemente viejas formaciones contractuales (la democracia social, el New Deal) o entregada al disfrute mórbido de su propio fracaso frente al capitalismo (y su superación). Esta es una izquierda que, muy lejos de tomar partido por lo inimaginable y sin precedentes, se refugia en lo familiar y lo tradicional. “Lo que surge”, escribe Brown,

es una izquierda que opera sin una crítica profunda y radical del status quo, y sin una alternativa atractiva al orden de cosas existente. Pero de modo quizás aún más preocupante, es una izquierda más apegada a su imposibilidad que a su potencial fecundidad, una izquierda que se siente menos cómoda en la esperanza que en su propia marginalidad y fracaso, una izquierda que está así atrapada en una estructura de apegos melancólicos a un cierto relato de su propio pasado muerto, cuyo espíritu es fantasmal, cuya estructura de deseo es retrógrada y autoflagelante. [13]

Fue justamente esa tendencia izquierdista hacia el conservadurismo, el reduccionismo y la nostalgia la que permitió a Nick Land acorralar a la izquierda noventera con el Anti-Edipo, planteando que “la creación destructiva del capital es ya bastante revolucionaria en comparación con cualquier cosa que la izquierda sea capaz de proyectar.”

Esta persistente melancolía indudablemente ha contribuido al fracaso de la izquierda a la hora de tomar la iniciativa tras la crisis financiera del 2008. La crisis y su desenlace hasta ahora sólo han reafirmado la visión de Deleuze y Guattari de unas “máquinas sociales que se han habituado a nutrirse de las crisis que provocan”. Probablemente la persistente dominación del capital tenga que ver tanto con el fracaso de la cultura popular en crear nuevos sueños, como con la inercia que es propia de las posiciones y estrategias políticas oficiales. Allí donde la vanguardia de la cultura popular del siglo XX se había permitido ensayar todo tipo de experimentos de aquello que Hardt y Negri llaman “el monstruoso, violento y traumático proceso revolucionario de abolir la identidad”, [14] los recursos culturales necesarios para ese tipo de desmantelamiento han caído, de alguna forma, en la indigencia. Michael Hardt plantea que el “contenido positivo del comunismo, que corresponde a la abolición de la propiedad privada, es la producción autónoma de la humanidad: una nueva forma de ver, de escuchar, de pensar, de amar.” [15] El tipo de reconstrucción de la subjetividad y de las categorías cognitivas que un mundo post-capitalista implicará es tanto un proyecto estético como algo que ningún agente estatal o parlamentario puede por sí solo ofrecer. Aquí Hardt hace referencia a la discusión de Foucault sobre la afirmación de Marx de que “el hombre produce al hombre”. El programa que Foucault delinea al subrayar esta frase es uno que la cultura debe recobrar, si queremos tener esperanza alguna de realizar la “revolución social y psíquica de magnitud casi inconcebible” la cultura popular alguna vez soñó con llevar a cabo:

El problema no está en recobrar nuestra identidad perdida, en liberar nuestra apresada naturaleza, nuestra verdad más profunda; antes bien, el problema está en avanzar hacia algo radicalmente Otro. Así, el centro de esta problemática puede aún hallarse en la frase de Marx: el hombre produce al hombre. Para mi, aquello que debe ser producido no es un hombre idéntico a sí mismo, ajustado con exactitud a la directriz de la naturaleza, o acorde con su propia esencia; por el contrario, tenemos que producir algo aún inexistente sobre lo cual no sabemos ni qué ni cómo será. [16]

Notes

1 Ellen Willis, Beginning To See The Light: Sex, Hope and Rock-and-Roll (Hannover and London: Wesleyan University Press, 1992), 158.

2 Ibid, xvi.

3 Ibid.

4 Ibid.

5 Ibid., 150.

6 “On the left, family chauvinism often takes the form of nostalgic declarations that the family, with its admitted faults, has been vitiated by modern capitalism, which is much worse (at least the family is based on personal relations rather than soulless cash, etc., etc.).” Ibid., 152.

7 Ibid., 161.

8 Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Anti Edipo: Capitalismo y esquizofrenia, Paidós, 1985, p. 267.

9 Ibíd, p. 158.

10 Ibíd, p. 247.

11 Ver “Meltdown”, en Fanged Noumena, Holobionte Ediciones, 2019.

12 La tentación de la izquierda de oponer la familia al capital ha sido lo suficientemente refutada por la afirmación de Michael Hardt y Antonio Negri de que la familia, junto con la nación y la empresa, es una forma corrupta de los bienes comunes. “Para muchas personas, de hecho, la familia es el lugar principal, si no el único, de la experiencia social colectiva, de las combinaciones de trabajo cooperativo, del cuidado y la intimidad. La familia se sostiene sobre la base de lo común pero al mismo tiempo lo corrompe al imponerle una serie de jerarquías, restricciones, exclusiones y distorsiones.” (Michael Hardt y Antonio Negri, Commonwealth: el proyecto de una revolución del común, Akal, 2011)

13 Wendy Brown, Resistir a la melancolía de izquierda, Revista Rosa.

14 Hardt and Negri, Commonwealth, 339.

15 (Hardt, Lo común en el comunismo)

16 Michel Foucault, Remarks On Marx, Semiotext(e), 1991, pág. 121.