Publicado en Mute. Traducción: FDE
Tiempo de lectura: 23 minutos
Filosofía espontánea de la interrupción
Hoy en día es raro encontrar en el pensamiento opositor el imaginario temporal totalizante de la revolución, ese que marcó las visiones y las estrategias de la izquierda moderna. Dicho horizonte global de cambio social y acción política, cuando no ha sido víctima de una melancólica renuncia a la teleología emancipadora, ha sido atacado, junto con la idea misma de transición, acusado de ser un agente apaciguador del antagonismo. La visión de un movimiento planetario de liberación que a medida que avanza a la vez unifica y en gran medida uniforma, ha sido ampliamente sustituida por un discurso de regiones intersticiales o zonas liberadas temporales, adornado con temas de deserción y diferencia. El espacio-tiempo de la mayor parte del anticapitalismo actual es uno de sustracción e interrupción, no uno de ataque y expansión.
De más está decir que en realidad cualquier negación del statu quo trae consigo necesariamente la separación espacial y la interrupción temporal, pero la ideología contemporánea -o la filosofía espontánea- de la interrupción parece, quizás dando testimonio de la claustrofobia de nuestro presente, hacer de la ruptura algo así como un fetiche. Esta manera de ver atraviesa a la teoría y al activismo, dejando al descubierto una estructura de sentimientos que empapa tanto a la metafísica política de los acontecimientos o “dissensus” como a las tácticas de lucha cotidianas. Ahora, poner en primer plano la interrupción supone un modo particular de comprender la naturaleza del capital en el presente, las capacidades del antagonismo y la temporalidad (o falta de ella) de la transformación.
La insurrección que viene formula, de manera convincentemente abrasiva, una convicción generalizada de que las luchas actuales contra el capital se han desplazado desde el lugar de producción a los de circulación, distribución, transporte y consumo. En otras palabras, que detener el flujo de esta sociedad homogeneizada es una conditio sine qua non para la irrupción de formas-de-vida no-capitalistas:
La infraestructura técnica de la metrópolis es vulnerable: sus flujos no solo consisten en el transporte de personas y mercancías, información y energía circulan a través de redes de cables y de canalizaciones, a las que es posible atacar. Sabotear con alguna consecuencia la máquina social implica hoy reconquistar y reinventar los medios para interrumpir sus redes. ¿Cómo inutilizar una línea del TGV, una red eléctrica? [1]
Tras esta afirmación subyace un antiurbanismo que considera la explotación y el conformismo espectaculares de hoy en día como productos de la gestión capilar de la vida cotidiana. A las ciudades se les arrebata cualquier rastro de vida que no se movilice para la mercancía, y se les despoja de todo comportamiento que esté reñido con el impulso tautológico de reproducción del sistema:
La metrópolis no es más que esta nebulosa organizada, esta colisión final de la ciudad con el campo, es en consecuencia un flujo de seres y de cosas. Una corriente que atraviesa toda una red de fibras ópticas, de líneas del TVG, de satélites, de cámaras de videovigilancia para que este mundo jamás pare de correr hacia su ruina. Una corriente que quisiera arrastrar todo hacia una movilidad sin esperanza, que movilice a cada uno. [2]
En La insurrección que viene, el acto de interrumpir o sabotear esa infraestructura constituye el revés de su concepción de las comunas, no como enclaves para almas bellas sino como experiencias a través de las cuales desarrollar órganos colectivos que agudicen y sostengan la crisis del presente, de modo que los medios y los fines no estén separados. El optimismo catastrófico del libro consiste en defender la idea de que la interrupción generaría de algún modo una colectividad anticapitalista (y no una mera irritación pasajera o un repudio masivo). También se basa en un repudio a la inautenticidad de las vidas masivamente mediatizadas, separadas y atomizadas en la metrópoli.
Hay ecos involuntarios de Jane Jacobs en el desprecio por la vivienda moderna “indiferente” y la idea de que “con la proliferación de medios de movimiento y comunicación, y con el atractivo de estar siempre en otra parte, estamos continuamente arrancados del aquí y ahora.” [3] Se supone que del sabotaje de todas las formas dominantes de reproducción social surgirán comunidades reales que no estén basadas en la atrofia de los cuerpos en identidades legales y hábitos mercantilizados, en particular las que administran la movilización ubicua de los “recursos humanos”. El materialismo y la estrategia son descartados en favor de una afirmación antiprogramática de lo ético, que parece rechazar el apremiante, crítico y realista problema de cómo las estructuras y los flujos que nos separan de nuestras capacidades para la acción colectiva podrían orientarse hacia fines diferentes, en lugar de simplemente ser detenidas.
El vocabulario espacial articulado en La insurrección que viene es, para emplear una dicotomía bien conocida, no de revolución sino de revuelta. Esta distinción espacial entre las negaciones del statu quo fue bellamente trazada por el crítico italiano Furio Jesi, a través de la relación entre Rimbaud y la Comuna de París. Jesi comienza con la evidente distinción temporal entre la revolución concebida en términos de una concatenación consciente de acciones a largo y corto plazo dirigidas a la transformación sistémica en el tiempo histórico, por un lado, y la revuelta como una suspensión del tiempo histórico, por otro. La revuelta no es la construcción sino la revelación de una colectividad. Es, tomando prestado de La esperanza de André Malraux, un apocalipsis organizado.
En esta abrogación de los ritmos ordenados de la vida individual, con su secuencia incesante de batallas personales, la revuelta genera “un cobijo fuera del tiempo histórico, en el que encuentra refugio toda una colectividad”. [4] Pero la interrupción del tiempo histórico es también la circunscripción de un cierto espacio ahistórico o antihistórico, un espacio arrancado de sus coordenadas funcionales:
Hasta un momento antes del enfrentamiento […] el potencial rebelde vive en su casa o en su refugio, a menudo con sus parientes; y por mucho que esa residencia y ese ambiente puedan ser provisionales, precarios, condicionados por la revuelta inminente, mientras ésta no tenga lugar son el escenario de una batalla individual, más o menos solitaria. […] Puedes amar una ciudad, puedes reconocer sus casas y sus calles en tus recuerdos más remotos y secretos; pero sólo en la hora de la revuelta la ciudad se siente realmente como un haut-lieu (un lugar eminente) y al mismo tiempo como tu propia ciudad: tuya porque te pertenece pero al mismo tiempo también a los demás; tuya porque es un campo de batalla que tú y la colectividad habéis elegido; tuyo, porque es un espacio circunscrito en el que el tiempo histórico está suspendido y en el que cada acto tiene su propio valor en sus consecuencias inmediatas. [5]
La experiencia colectiva del tiempo, y de lo que Jesi llama símbolos (tales como que el adversario actual se convierta simplemente en el enemigo, el palo en mi mano en un arma, la victoria en acto justo, etc.), implica que la revuelta es una acción que se realiza en nombre de la propia acción, un fin en sí mismo (tal como en las reflexiones de El Comité Invisible sobre la ética del sabotaje y la comuna), inseparable de sus medios.
El asunto era actuar de una vez por todas, y el fruto de la acción estaba contenido en la acción misma. Toda elección decisiva, toda acción irrevocable, significaba estar en consonancia con el tiempo; cada vacilación, estar fuera de tiempo. Cuando todo llegó a su fin, algunos de los verdaderos protagonistas habían abandonado el escenario para siempre. [6]
Siguiendo con el paradigma disruptivo de una revuelta intransitiva e intransigente, podemos preguntarnos si, y en qué medida, el espacio histórico en el que interviene la revuelta modifica a su vez el carácter de ésta. No es casualidad que el tipo de sabotaje previsto en La insurrección que viene apunte a las líneas y nodos de circulación, y no a la maquinaria de producción en sí.
El triunfo del procesamiento
La centralidad que para un capital intensamente urbanizado reviste el movimiento eficiente, rentable, incesante y estandarizado de material e información -este es el objetivo mismo de la ética de la interrupción de La insurrección que viene-, ha sido observada durante mucho tiempo. Hace cincuenta años, Lewis Mumford, escribiendo en La ciudad en la historia sobre las propensiones catastróficas de la metrópoli contemporánea -lo que él llamó elegantemente “el gigantismo sin rumbo del todo”-, señaló el papel fundamental de las crecientes posibilidades de suministro dirigido hacia “la insensata aglomeración de poblaciones” en ciudades que se expanden exponencialmente, y sus relaciones con las “burocracias tentaculares” que controlan esos flujos de mercancías.
En el trascurso del siglo XIX, mientras la población se acumulaba más y más en unos cuantos grandes centros, éstos se vieron obligados a confiar más plenamente en distantes fuentes de suministros: extender la base de abastecimiento y proteger la “línea de vida” que liga la fuente con la boca voraz de la metrópolis se convirtieron en las funciones del ejército y la armada. En la medida en que la metrópolis, por las buenas o por las malas, es capaz de controlar fuentes distantes de alimentos y materias primas, el crecimiento de la capital puede continuar indefinidamente. [7]
Los recursos organizativos y energéticos necesarios para reproducir la metrópolis son formidables: “como la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas, con gran esfuerzo y máxima velocidad, la metrópolis apenas consigue permanecer en la misma posición”. [8] La metrópoli tiene como condición previa la intensificación y expansión de las líneas de suministro, y la logística se convierte en su principal preocupación, su principal producto y el determinante básico de su poder:
La metrópolis es, en realidad, un centro de elaboración y de tramitación, donde una gran variedad de productos, materiales y espirituales, se divide mecánicamente y se reduce a un número limitado de artículos estándar, envasados uniformemente y distribuidos a través de canales controlados por los que llegan a destino con el rótulo metropolitano autorizado. Este «procesado» ya ha pasado a ser la forma principal de control metropolitano. [9]
A pesar de sus objeciones de conjunto a la vocación catastrófica de esta amorfa máquina de acumulación (de capital), Mumford también considera esas capacidades de control como potencialmente reconfigurables en una sociedad multicéntrica y orgánica. Por otro lado, especialmente en lo que se refiere a los requisitos de información que acompañan al control por procesamiento, evidente en la metástasis de una burocracia tentacular, también se siente atraído por las posibilidades de interrupción insurgente, incluso recordando un eslogan anarquista (“¡Quemen los papeles!”) para subrayar la facilidad con la que ese sistema, basado en la circulación de “papel” real o virtual, podría ser detenido.
Sin embargo, también es posible, y de hecho necesario, pensar en la logística no sólo como el lugar de la interrupción, sino como el lugar de una apuesta por luchas duraderas y articuladas. Aquí hay mucho por digerir y aprender de la investigación en curso del teórico e historiador laboral Sergio Bologna, editor en la década de 1970 de la revista Primo Maggio, que llevó a cabo investigaciones fundamentales sobre la contenedorización y las luchas de los trabajadores portuarios. [10] Refutando a esos post-operaístas que equiparan el posfordismo con el surgimiento de lo cognitivo y lo inmaterial (y básicamente con la ubicuidad de un trabajador que claramente ha sido imaginado en base a la figura del académico o el “trabajador de la cultura”), Bolonia señala que las redes clave que condicionan el capitalismo contemporáneo no son ni afectivas ni simplemente digitales, sino que implican la expansión masiva y la innovación constante en el propio dominio material de la logística, en particular de la “gestión de la cadena de suministro”, concebida en términos de velocidad, flexibilidad, control, capilaridad. carácter y cobertura global del abastecimiento, transporte y circulación de servicios y mercancías. [11]
Bolonia subraya los orígenes militares de la logística, concretamente en el trabajo llevado a cabo por de Jomine, un teórico militar suizo que trabajó primero para Napoleón y luego para el zar ruso Alejandro I. La “función original de la logística”, escribe Bolonia,
era organizar el abastecimiento de tropas en movimiento a través de un territorio hostil. La logística no es sedentaria, ya que es el arte de optimizar los flujos […] Por eso la logística no solo debe ser capaz de saber hacer llegar alimentos, medicinas, armas, materiales, combustible y correspondencia a un ejército en movimiento, sino que también debe saber dónde almacenarlos, en qué cantidades, dónde distribuir los sitios de almacenamiento, cómo evacuarlos cuando sea necesario; debe saber transportar todo este material y en qué cantidad con tal de que sea suficiente para satisfacer los requerimientos, pero no tanto como para entorpecer el movimiento de tropas, y debe saber hacerlo mediante fuerzas de tierra, mar y aire. [12]
Prosigue analizando cómo los problemas de la logística han sido fundamentales para las transformaciones en curso del capitalismo actual, desde la organización-justo-a-tiempo de la producción operada por del ‘”toyotismo”, hasta los efectos transformadores del mundo de la contenedorización (ella misma acelerada por su uso militar-logístico durante la Guerra de Vietnam). [13] La homogeneización denunciada en un plano existencial por La insurrección que viene adquiere aquí una forma muy prosaica pero trascendental, en la estandarización y modularización que caracteriza una logística planetaria que, para mantener la fluidez y la flexibilidad de la circulación, debe abstraer cualquier diferencia que conduzca a una fricción e inercia excesivas.
Para mis propósitos, sin embargo, lo que es primordial es lo que esta visión logística del posfordismo nos dice sobre el carácter del antagonismo, y específicamente de la lucha de clases. Hipnotizados narcisistamente por piratas informáticos, becarios y académicos precarios, los teóricos radicales del posfordismo han ignorado lo que Bolonia llama “la multitud de la globalización”, es decir, todos aquellos que trabajan en la cadena de suministro, en el trabajo manual e intelectual que hace posible la existencia de sistemas transnacionales altamente complejos e integrados de almacenamiento, transporte y control. En esta “segunda geografía” de los espacios logísticos encontramos también la mayor ‘”criticidad” del sistema, la cual reside no, como en las proclamas de La insurrección que viene, en el sabotaje aislado y efímero, sino en una clase obrera que conserva el poder residual de interrumpir el ciclo productivo -un poder del cual la mayoría de los trabajadores “productivos” han sido despojados debido a la deslocalización, la externalización y la reducción empresarial.
Aquí es posible vincular muy estrechamente la cuestión de la logística con la de la gestión del trabajo y la neutralización de la lucha de clases, de un modo que arroja algunas dudas sobre la “criticidad” identificada por Bolonia. La expulsión de una fuerza laboral masiva de los puertos de contenedores, su separación física de las zonas de urbanización y conexión con otros trabajadores, así como las regulaciones laborales profundamente divisivas que dividen una fuerza laboral marítima internacional son un ejemplo importante de esto. Como escribe Tim Mitchell en su excelente ensayo sobre la energía y la historia espacial de la lucha de clases, Carbon Democracy:
En contraste con el transporte de carbón por ferrocarril, el transporte de petróleo por mar eliminó el trabajo de los carboneros y fogoneros, y por lo tanto el poder de los trabajadores organizados para retirar su trabajo de un punto crítico en el sistema energético […] el carbón tendía a seguir redes dendríticas, con ramificaciones en cada extremo pero con un solo canal principal, lo cual creaba cuellos de botella potenciales en cada coyuntura, mientras que el petróleo fluía a lo largo de tramas que a menudo tenían las propiedades de una red, como una red eléctrica, donde hay más de un camino posible y donde el flujo de energía puede cambiar para evitar bloqueos o superar averías. [14]
Refuncionalizar los espacios del capital
La red eléctrica proporciona una transición adecuada para reflexionar sobre el vínculo entre la logística del capital y la política espacial del anticapitalismo, de una manera que no implica simplemente la negación o el mero sabotaje de la primera por parte de la segunda. La red eléctrica (a diferencia de la red ferroviaria) es de hecho un sistema respecto del cual Mumford subrayó su potencial para la descentralización coordinada, como un modelo necesario para salir de un capitalismo urbanizador sin rumbo fijo. Siguiendo a Mumford, una serie de teóricos marxistas han reflexionado recientemente (de un modo que, tomando prestada una broma de David Harvey, podríamos llamar precomunista en vez de posmoderno) acerca de qué aspectos del capitalismo actual podrían refuncionalizarse en la transición hacia una sociedad comunista. Al contrario de La insurrección que viene, se han preguntado cómo un sistema ferroviario de alta velocidad o una red eléctrica pueden no ser inutilizadas, sino volverse útiles, en lo que claramente tendría que ser un tipo de uso completamente redefinido, una concepción del uso no mediada y dominada por las compulsiones abstractas del valor y el intercambio.
Llama la atención que muchos de estos autores hayan puesto las cuestiones logísticas al frente de estos experimentos mentales, casi como si la logística fuese el pharmakon del capitalismo, la causa de sus patologías (desde la dañina hipertrofia del transporte de mercancías a larga distancia, hasta la expansión incontrolada de conurbaciones contemporáneas), así como el ámbito potencial de las soluciones anticapitalistas. En este sentido, Fredric Jameson ha identificado recientemente, y de forma un tanto perversa, los sistemas de distribución de Wal-Mart -ese emblema de la capacidad aparentemente inagotable del capitalismo para la mediocridad devastadora- precisamente como uno de esos aspectos del capitalismo cuya refuncionalización dialéctica, o cuyo cambio de valencia, podría darle un carácter más determinado a nuestras utopías sociales. [15]
La ambivalencia de la logística, y en particular del efecto ambiental de los complejos logísticos y energéticos que hacen de las megalópolis actuales tanto causas como posibles escenarios de una respuesta al cambio climático catastrófico (entre otros procesos), ha llevado a Mike Davis, en su acertadamente titulado ¿Quién construirá el arca?, a exigir que, evocando los grandes experimentos urbanísticos de la URSS en la década de 1920, empecemos a buscar en las propias ciudades las potencialidades de un futuro no capitalista y no catastrófico. [16] En particular, Davis ha adelantado, tomando prestado de Mitchell, algunos de los parámetros de un socialismo democrático bajo en carbono. Su argumento, contrario al malthusianismo de gran parte del movimiento verde, es que “la prioridad dada a la riqueza pública sobre la riqueza privada” es lo que puede establecer el estándar para transformar las causas de la fatalidad en motivos de esperanza.
Como escribe Davis:
La mayoría de las ciudades contemporáneas sofocan las potenciales eficiencias ambientales inherentes a la densidad de los asentamientos humanos. El genio ecológico de la ciudad sigue siendo un poder vasto y en gran parte oculto. Pero no hay ninguna escasez planetaria de “capacidad de carga” si estamos dispuestos a hacer del espacio público democrático, en lugar del consumo privado modular, el motor de la igualdad sostenible. [17]
Esta afirmación de la necesidad de una transición drástica, en vez de una serie de interrupciones plurales pero ineficaces, toma más en serio las dimensiones logísticas y energéticas de la lucha anticapitalista que la convergencia entre visiones espaciales anti-urbanas y modelos epifánicos de la revuelta, visiones que -por razones históricas y políticas evidentes y en muchos aspectos sacrosantas- han llegado a dominar a la mayor parte del pensamiento anticapitalista. [18] Dicha afirmación también reconoce lo que, haciendo una analogía con Herbert Marcuse, podríamos llamar la alienación necesaria que implican los sistemas sociales complejos, incluidos los post-capitalistas. Tal como ha señalado David Harvey, a contrapelo de las fantasías de tabula rasa, de comunismo sin mediación o de anarquismo:
La gestión adecuada de entornos constituidos (y en esto incluyo su transformación socialista o ecológica a largo plazo en algo totalmente diferente) puede requerir instituciones políticas de transición, jerarquías de relaciones de poder y sistemas de gobernanza que bien podrían ser un anatema tanto para ecologistas como para socialistas. Esto es así porque, en un sentido fundamental, no hay nada no natural en cuanto a la ciudad de Nueva York, y sostener semejante ecosistema, incluso en transición, supone un inevitable compromiso con las formas de organización social y con las relaciones sociales que lo produjeron. [19]
La cuestión de qué uso podría darse a los trabajos muertos que atiborrarán la corteza terrestre en un mundo ya no dominado por el valor, resulta ser una cuestión mucho más radical, y una negación mucho más determinada que la de cómo inutilizar a las metrópolis, y con ellas, en definitiva, a nosotros mismos.
Notas
[1] El Comité Invisible, La insurrección que viene, Ed. Melusina, 2009. Estas reflexiones prolongan las que suscitó inicialmente el llamado asunto Tarnac, en que este argumento anónimo a favor del sabotaje se convirtió en la base endeble de una campaña de persecución a la vez viciosa y espuria. Véase mi artículo “The War Against Pre-Terrorism”, Radical Philosophy, número 154, 2009.
[2] La insurrección que viene.
[3] Ibíd.
[4] Furio Jesi, Lettura del ‘Bateau ivre’ di Rimbaud (1972), Macerata: Quodlibet, 1996, p.22.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Lewis Mumford, La Ciudad en la Historia, Pepitas de calabaza, 2014.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd.
[10] Para una excelente introducción en inglés al trabajo de Bologna y Primo Maggio, que destaca la forma en que éste prolongó y desafió al operaismo a través de una lente historiográfica, véase Steve Wright, Storming Heaven: Class Composition and Struggle in Italian Autonomist Marxism, Londres: Pluto Press, 2002, capítulo 8: “La historiografía del obrero masa”. La colección completa de Primo Maggio ya está disponible en CD-ROM en La rivista Primo Maggio (1973-1989), Cesare Bermani (Ed.), Roma: DeriveApprodi, 2010.
[11] Para un tratamiento incisivo e informado de la revolución logística y el desafío que plantea a las percepciones obreristas y autonomistas de la lucha de clases, véase Brian Ashton, “The Factory Without Walls”, en Mute. Ashton subraya el vínculo entre cualquier resurgimiento futuro de la organización opositora anticapitalista, y el conocimiento de la composición y operación del capital: el mapeo cognitivo de las cadenas de suministro, la extracción de valor y las palancas de la lucha.
[12] Sergio Bologna, “L’undicesima tesi”, en Ceti medi senza futuro? Scritti, appunti sul lavoro e altro, Roma: DeriveApprodi, 2007.
[13] Ver Marc Levinson, The Box: How the Shipping Container Made the World Smaller and the World Economy Bigger, Princeton: Princeton University Press, 2008, capítulo 9.
[14] Timothy Mitchell, “Carbon Democracy”, Economy & Society 38.3, 2009, p.407.
[15] Fredric Jameson, “Utopia as Replication”, en Valences of the Dialectic, London: Verso, 2009, pp.420–434.
[16] Una investigación sobre las dimensiones logísticas de la transición, la construcción del estado y la lucha de clases en la URSS tendría que seguir el ejemplo del capítulo cuatro del fascinante estudio de Robert Linhart sobre el carácter coyuntural y contradictorio del pensamiento y la política de Lenin después de 1917, Lénine, les paysans, Taylor, reeditado por Seuil en 2010, un libro único por combinar una apreciación real de Lenin con un bienvenido rechazo de las reconfortantes apologías del leninismo. Este capítulo, titulado “Los ferrocarriles: el surgimiento de la ideología soviética del proceso de trabajo”, detalla cómo, en el contexto de la hambruna, se produjo un giro taylorista autoritario en la organización del trabajo en ese sector, que por lo demás constituía una bisagra vital entre la producción, los servicios y la administración, y cuya desorganización crítica se vio exacerbada por la misma organización obrera autónoma que antes lo había convertido en un eje de la organización antizarista, y que ahora aparecía como una especie de chantaje económico tanto más amenazante cuanto que se producía en el marco de la crisis de la guerra civil. Los bolcheviques, señala, estaban “casi instintivamente atentos a todo lo relacionado con la comunicación, el flujo, los circuitos” (p. 151). En ese momento, los ferrocarriles aparecían como las fibras nerviosas y la sangre vital de un “estado en movimiento”, y la centralización militarizada, la planificación y la disciplina laboral como exigencias imperativas, tal como lo demuestra, entre otros, la “orden 1042” de Trotsky, vista por Linhart como la primera instancia crucial de la planificación estatal. Al fin y al cabo, “si hay una actividad que por naturaleza debe funcionar como un mecanismo único, perfectamente regulado, estandarizado y unificado en todo el país, es el sistema ferroviario” (p.162). La aparentemente inevitable taylorización de los ferrocarriles forja y deforma a la vez a la URSS, especialmente al promover la división, tematizada por Linhart, entre el proletario como sujeto político y como objeto de una férrea disciplina. Entre los sitios más interesantes de la necesaria fijación en la logística (es decir, en los ferrocarriles y la electrificación) están las películas de Dziga Vertov, que prometen un mapeo cognitivo que uniría la descomposición taylorista del trabajo, imaginado como “un flujo regular e ininterrumpido de comunicación”, con su dominio subjetivo, en el que la “transparencia del proceso productivo” (p.169) se brinda a cada trabajador bajo la apariencia de una visión de conjunto.
[17] Mike Davis, “¿Quién construirá el arca?”, New Left Review II/61 (2010), p.43.
[18] Para una propuesta transicional o “negación determinada de lo existente” que discurre sobre el mismo terreno que Davis y Harvey, aunque desde una perspectiva marxista diferente, véase Loren Goldner, “El capital ficticio y la transición fuera del capitalismo”. En su inventario de negaciones transicionales y la refuncionalización de “los medios de producción y la fuerza de trabajo existentes totales”, ahora captados como “valores de uso”, Goldner aboga por la “integración de la producción industrial y agrícola, y la ruptura de la concentración megalopolitana de la población. Esto implica la abolición de los suburbios y exurbios, y la transformación radical de las ciudades. Las implicaciones de esto para el consumo de energía son profundas”. En una vena logística, propone la “centralización de todo lo que debe ser centralizado (por ejemplo, el uso de los recursos mundiales) y la descentralización de todo lo que puede ser descentralizado (por ejemplo, el control del proceso de trabajo dentro del marco general)”.
[19] David Harvey, Justicia, Naturaleza y Geografía de la Diferencia, Traficantes de sueños, 2018.